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Ella se aferraba a los dos lados de un reloj de arena y se preguntaba cómo era posible. El tiempo que había pasado sola había estado gravitacionalmente circunscrito cuando sus apegos tiraban de ella hacia atrás. Y esta vez habían tirado, y a conciencia. Un matrimonio. Un infarto.

De pie a la salida de la terminal, se llevó una mano al bolsillo de los vaqueros, donde guardaba la billetera masculina que había empezado a usar al empezar a trabajar en Krusoe, porque era más sencillo que preocuparse de dejar el bolso debajo del mostrador. Arrojó el cigarrillo al carril de los taxis y se volvió para sentarse en el borde de un cuadrado de hormigón dentro del cual crecían malas hierbas y un triste árbol joven asfixiado por el humo de los tubos de escape.

En la billetera llevaba fotos, fotos que miraba todos los días. Pero había una que guardaba del revés en un compartimento destinado a una tarjeta de crédito. Era la misma que había en la caja de pruebas de la comisaría, la misma que Ray había guardado en el libro de poesía india de su madre. La foto de clase que había llegado a los periódicos y aparecido en las hojas volantes de la policía y en los buzones.

Después de ocho años era, incluso para mi madre, la fotografía omnipresente de una celebridad. La había visto tantas veces que yo había quedado cuidadosamente sepultada dentro de ella. Nunca había tenido las mejillas más encendidas ni los ojos más azules que en esa foto.

Sacó la foto y la sostuvo boca arriba y ligeramente ahuecada en la mano. Siempre había recordado con nostalgia mis dientes, las pequeñas y redondeadas sierras que tanto le habían fascinado al verme crecer. Yo había prometido a mi madre sonreír de oreja a oreja para la foto de ese año, pero me había dado tanta vergüenza estar delante del fotógrafo que apenas había logrado sonreír con la boca cerrada.

Oyó por los altavoces exteriores que anunciaban su vuelo de enlace, y se levantó. Al volverse vio el pequeño árbol que crecía con dificultad. Dejó mi foto apoyada contra el tronco y se apresuró a cruzar las puertas automáticas. En el avión a Filadelfia se sentó sola en el centro de una fila de tres asientos. No pudo evitar pensar en que si hubiera sido una madre que viajaba, los asientos de cada lado habrían estado ocupados. Uno por Lindsey. El otro por Buckley. Pero, aunque era madre por definición, en un determinado momento también había dejado de serlo. No podía reclamar ese derecho y ese privilegio después de haberse ausentado de nuestras vidas durante más de media década. Ahora sabía que ser madre era una vocación, algo que muchas jóvenes soñaban con ser. Sin embargo, mi madre nunca había soñado con ello, y se había visto castigada de la manera más horrible e inimaginable por no haberme deseado.

La observé dentro del avión, y envié un deseo hacia las nubes para liberarla. Cada vez le pesaba más el cuerpo por el terror a lo que la aguardaba, pero en esa pesadez al menos había alivio. Las azafatas le dieron una pequeña almohada azul y durmió un rato.

Cuando llegaron a Filadelfia, el avión rodó por la pista de aterrizaje, y ella se recordó dónde estaba y qué año era. Repasó rápidamente todo lo que diría cuando viera a sus hijos, a su madre, a Jack. Y cuando se detuvieron por fin con unas sacudidas, se rindió y se concentró únicamente en bajar del avión.

Apenas reconoció a sus hijos, que esperaban al final de la larga rampa. En los años transcurridos, Lindsey se había vuelto angulosa, había desaparecido todo rastro de grasa en su cuerpo. Y al lado de ella había un chico que parecía su hermano gemelo. Un poco más alto, más fornido. Samuel. Ella los miraba tan fijamente y ellos le sostenían la mirada de tal modo que al principio ni siquiera vio al niño rechoncho sentado en el brazo de una fila de asientos de la sala de espera.

Y justo antes de acercarse a ellos -porque todos parecieron suspendidos e inmóviles los primeros instantes, como si hubieran quedado atrapados en una gelatina viscosa de la que sólo podía liberarlos los movimientos de ella- lo vio.

Echó a andar por la rampa enmoquetada. Oía los mensajes por la megafonía del aeropuerto y veía a otros pasajeros que pasaban corriendo por su lado y eran recibidos con más normalidad. Pero fue como si se adentrara en una urdimbre del tiempo cuando reparó en él. Año 1944, en el campamento Winnekukka. Ella tenía doce años, las mejillas regordetas y las piernas gruesas; todo aquello de lo que se habían librado sus hijas le había tocado a su hijo. Había estado fuera muchos años, mucho tiempo que nunca recuperaría.

Si mi madre hubiera contado, como hice yo, habría sabido que en setenta y tres pasos había conseguido lo que durante casi siete años le había asustado tanto hacer.

Fue mi hermana quien habló primero.

– Mamá -dijo.

Mi madre miró a mi hermana e hizo que regresaran de golpe los treinta y ocho años que la separaban de la niña solitaria del campamento Winnekukka.

– Lindsey -dijo.

Lindsey se quedó mirándola. Buckley se había puesto de pie, pero primero se miró los zapatos y luego la ventana por encima del hombro, hacia donde los aviones aparcados vaciaban sus pasajeros en tubos como acordeones.

– ¿Cómo está vuestro padre? -preguntó mi madre.

Mi hermana había pronunciado la palabra «mamá» y se había quedado inmóvil. Le había dejado un gusto jabonoso y extraño en la boca.

– Me temo que no está en su mejor forma -dijo Samuel.

Era la frase más larga que había dicho alguien, y mi madre se sintió desproporcionadamente agradecida.

– ¿Buckley? -dijo ella, sin premeditar la expresión que pondría para él. Siendo lo que era, quienquiera que fuera.

Él volvió la cabeza bruscamente hacia ella.

– Buck -dijo.

– Buck -repitió ella en voz baja, y se miró las manos.

Lindsey quería preguntar: «¿Dónde están tus anillos?».

– ¿Vamos? -preguntó Samuel.

Los cuatro se metieron en el largo túnel enmoquetado que los llevaría de la puerta a la terminal principal. Se dirigían a la cavernosa zona de recogida de equipajes cuando mi madre dijo:

– No he traído equipaje.

Esperaron apelotonados mientras Samuel buscaba los indicadores que los condujeran de nuevo al aparcamiento.

– Mamá -volvió a intentar mi hermana.

– Te mentí -dijo mi madre antes de que Lindsey dijera nada más.

Se miraron, y en ese cable tendido entre ambas juro que vi algo así como una rata mal digerida asomando en las fauces de una serpiente: el secreto de Len.

– Hemos de subir otra vez por las escaleras mecánicas -dijo Samuel- y luego cruzar la pasarela de arriba hasta el aparcamiento.

Llamó a Buckley, que se había alejado hacia un grupo de guardias de seguridad del aeropuerto. Nunca habían dejado de atraerle los uniformes.

Estaban en la autopista cuando Lindsey volvió a hablar.

– A Buckley no le han dejado ver a papá por su edad.

Mi madre se volvió en su asiento.

– Trataré de arreglarlo -dijo, mirando a Buckley y tratando de sonreír.

– Vete a la mierda -susurró mi hermano sin levantar la vista.

Mi madre se quedó inmóvil. El coche se abrió, lleno de odio y tensión: un revuelto río de sangre que cruzar a nado.

– Buck -dijo ella, acordándose justo a tiempo del diminutivo-, ¿puedes mirarme?

Él miró furioso por encima del asiento, volcando en ella toda su cólera.

Al final mi madre se volvió hacia delante, y Samuel, Lindsey y mi hermano oyeron los ruidos que en el asiento del pasajero ella se esforzaba por contener. Pequeños pitidos y un sollozo ahogado. Pero ni un millón de lágrimas habrían influido en Buckley. Todos los días, todas las semanas, todos los años había ido acumulando odio en un depósito subterráneo. Y en lo más profundo de éste estaba el niño de cuatro años con el corazón destellando: «Duro de corazón, duro de corazón».

– Todos nos sentiremos mejor después de ver al señor Salmón -dijo Samuel, y acto seguido, porque ni siquiera él podía soportarlo, se inclinó hacia el salpicadero y puso la radio.

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