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Mientras andaban, ella le informó de que mi padre estaba en el quirófano. Él le puso al corriente de lo ocurrido en el campo de trigo.

– Parece ser que confundió a la chica con George Harvey.

– ¿Confundió a Clarissa con George Harvey? -Mi madre se detuvo a la puerta de la sala de espera, incrédula.

– Fuera estaba oscuro, Abigail. Creo que sólo vio la linterna de la niña. Mi visita de hoy no debe de haber ayudado mucho. Está convencido de que Harvey está involucrado.

– ¿Clarissa está bien?

– Le han curado los arañazos y la han dejado marcharse. Estaba histérica, llorando y gritando. Ha sido una horrible coincidencia, siendo amiga de Susie.

Hal estaba desplomado en un rincón oscuro de la sala de espera, con los pies apoyados en el casco que había traído para Lindsey. Cuando oyó voces que se acercaban, cambió de postura.

Era mi madre con un policía. Volvió a recostarse y dejó que el pelo, que le llegaba a los hombros, le tapara la cara. Estaba bastante seguro de que mi madre no lo reconocería.

Pero ella reconoció la cazadora por habérsela visto a Samuel y por un momento pensó: «Está aquí Samuel». Pero enseguida se corrigió: «Su hermano».

– Sentémonos -dijo Len, señalando las sillas modulares del otro extremo de la sala.

– Prefiero seguir andando -dijo mi madre-. El médico ha dicho que no sabremos nada antes de una hora.

– ¿Adonde?

– ¿Tiene cigarrillos?

– Sabe que sí -dijo Len, sonriendo con aire culpable. Tuvo que buscar su mirada. Ésta no estaba concentrada en él, sino que parecía absorta, y sintió deseos de alargar una mano y enfocarla en el aquí y ahora. En él-. Entonces, busquemos una salida.

Encontraron una puerta que daba a un pequeño balcón de hormigón cerca de la sala donde dormía mi padre. Se trataba de un balcón de servicio ocupado por un aparato de calefacción, de modo que, aunque el espacio era reducido y hacía un poco de frío, el ruido y el vapor caliente que salía de la zumbante toma de agua que había al lado los aisló en una cápsula que parecía muy lejana. Fumaron y se miraron como si, de repente y sin previo aviso, hubiesen pasado a una nueva página donde el asunto apremiante ya hubiera sido subrayado para ser atendido con la mayor prontitud.

– ¿Cómo murió su mujer? -preguntó mi madre.

– Se suicidó.

El pelo le tapaba casi toda la cara, y al verla pensé en Clarissa en su faceta más afectada. En su forma de comportarse con los chicos cuando íbamos al centro comercial. Reía demasiado y los seguía con la mirada para ver si miraban. Pero también me chocó la boca roja de mi madre, con el cigarrillo moviéndose arriba y abajo, y el humo elevándose. Sólo la había visto así una vez, en la fotografía. Esa madre nunca nos había tenido a nosotros.

– ¿Por qué se mató?

– Es la pregunta que más absorto me tiene cuando no estoy absorto en casos como el asesinato de su hija.

En la cara de mi madre apareció una extraña sonrisa.

– Repítalo -dijo.

– ¿Qué?

Len miró su sonrisa y sintió deseos de recorrer el borde de sus labios con los dedos.

– El asesinato de mi hija -dijo mi madre.

– Abigail, ¿está bien?

– No lo dice nadie. Nadie del vecindario habla de ello. La gente lo llama la «horrible tragedia» o alguna variante parecida. Sólo quiero que alguien hable de ello en voz alta. Que lo diga en voz alta. Estoy preparada… Antes no lo estaba.

Mi madre tiró su cigarrillo al suelo de hormigón y dejó que se consumiera. Cogió con las manos la cara de Len.

– Dilo -dijo.

– El asesinato de tu hija.

– Gracias.

Y yo observé cómo su boca roja cruzaba una línea invisible que la separaba del resto del mundo. Atrajo a Len hacia sí y lo besó despacio en la boca. Al principio él pareció vacilar. El cuerpo se le puso rígido diciéndole NO, pero ese no se volvió vago y difuso, se volvió aire aspirado por el ventilador de la zumbante toma de agua que tenían a su lado. Ella levantó los brazos y se desabrochó la gabardina. Él puso una mano sobre la fina y vaporosa tela de su camisón de verano.

Mi madre era irresistible por su aire necesitado. De niña, yo había visto el efecto que tenía en los hombres. Cuando estábamos en la tienda de comestibles, los encargados se ofrecían a traerle lo que había anotado en su lista y nos ayudaban a llevarlo al coche. Como Ruana Singh, tenía fama de ser una de las madres más guapas del vecindario; ningún hombre podía evitar sonreírle al verla. Cuando ella preguntaba algo, sus palpitantes corazones se rendían.

Aun así, mi padre siempre había sido el único en lograr que su risa se propagara por todas las habitaciones de la casa, legitimando de alguna manera que ella se abandonara.

Haciendo horas extras aquí y allá, y saltándose almuerzos, mi padre había logrado volver temprano del trabajo todos los jueves cuando éramos pequeñas. Pero si los fines de semana estaban dedicados a la familia, esa tarde era el «tiempo de mamá y papá». Para Lindsey y para mí era el tiempo de portarse bien. Me refiero a que no nos vigilaban mientras permanecíamos sin hacer ruido en el otro extremo de la casa y utilizábamos como cuarto de jugar el estudio entonces semivacío de mi padre.

Mi madre empezaba a prepararnos a las dos de la tarde.

– Es la hora del baño -canturreaba, como si nos anunciara que podíamos salir al jardín a jugar.

Y al principio teníamos esa sensación. Las tres nos apresurábamos a ir a nuestras habitaciones a ponernos los albornoces. Nos reuníamos en el pasillo -tres crías-, y mi madre nos llevaba de la mano a nuestro cuarto de baño de color rosa.

En aquella época nos hablaba de mitología, que había estudiado en el colegio. Le gustaba contarnos historias sobre Perséfone y Zeus. Nos compró libros ilustrados de los dioses nórdicos que nos hacían tener pesadillas. Se había licenciado en literatura y lengua inglesas después de pelearse con uñas y dientes con la abuela Lynn para ir tan lejos en sus estudios, y todavía tenía la vaga fantasía de dedicarse a la enseñanza cuando las dos fuéramos lo bastante mayores para quedarnos solas.

Esos baños se han vuelto borrosos en mi mente, al igual que todos los dioses y diosas, pero lo que mejor recuerdo es ver cómo las cosas afectaban a mi madre mientras yo la miraba, cómo la vida que había deseado y perdido la alcanzaba en oleadas. Como su primogénita, yo tenía la sensación de haberle arrebatado todos esos sueños.

Mi madre sacaba de la bañera primero a Lindsey, la secaba y la oía parlotear sobre patos y pupas. Luego me sacaba a mí y, aunque yo trataba de estar callada, el agua caliente nos dejaba a mi hermana y a mí tan embriagadas que hablábamos a mi madre de todo lo que nos importaba. Los chicos que nos habían atormentado o que otra familia que vivía más abajo en nuestro edificio tenía un perrito y que por qué no podíamos tener nosotros también uno. Ella escuchaba muy seria, como si tomara mentalmente nota de nuestras cosas en una libreta de taquigrafía que más tarde consultaría.

– Bueno, lo primero es lo primero -resumía ella-. ¡Y eso significa una buena siesta para las dos!

Ella y yo arropábamos a Lindsey. Yo me quedaba de pie junto a la cama y, apartándole el pelo de la cara, le daba un beso en la frente. Creo que para mí empezaba la rivalidad allí. Quién conseguía el mejor beso, quién pasaba más rato con mamá después del baño.

Por suerte, yo siempre ganaba. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que mi madre se había vuelto -y muy deprisa después de que se mudaran a esa casa- una persona solitaria. Puesto que yo era la mayor, me convertí en su mejor amiga.

Yo era demasiado pequeña para entender realmente lo que me decía, pero me encantaba dejarme arrullar por sus palabras. Una de las ventajas de mi cielo es que puedo retroceder hasta esos momentos, volver a vivirlos, y estar con mi madre de una manera en la que nunca habría podido estar. Atravieso con una mano el Intermedio y sostengo la mano de esa joven madre solitaria.

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