Lo que le explicaba a una niña de cuatro años sobre Helena de Troya: «Una mujer peleona que torcía las cosas». Sobre Margaret Sanger: «La juzgaron por su físico». Gloria Steinem: «No me gusta decirlo, pero ojalá se cortara esas uñas». Nuestros vecinos: «Una idiota con pantalones ceñidos; oprimida por el subnormal de su marido; típicamente provinciana y criticona».
– ¿Sabes quién es Perséfone? -me preguntó con aire ausente un jueves.
Pero yo no respondí. Para entonces había aprendido a callar cuando me llevaba a mi cuarto. El tiempo de mi hermana y mío era en el cuarto de baño, mientras nos secaba con la toalla. Lindsey y yo hablábamos entonces de cualquier cosa. En mi cuarto, era el tiempo de mamá.
Ella cogía la toalla y la colgaba de la cama de columnas.
– Imagínate a nuestra vecina la señora Tarking como Perséfone -dijo.
Abrió el cajón de la cómoda y me dio unas braguitas. Siempre me daba la ropa por partes, para no agobiarme. Enseguida entendió mis necesidades. Si yo hubiera sido consciente de que tenía que atarme los cordones no habría sido capaz de ponerme los calcetines.
– Lleva sobre los hombros una larga túnica blanca, como una sábana, pero hecha de una bonita tela brillante o ligera como la seda. Y lleva sandalias de oro y está rodeada de antorchas que son luces hechas de llamas…
Se acercó a la cómoda para coger mi camiseta y me la puso distraídamente por la cabeza en lugar de dejarme hacerlo a mí. Cuando mi madre se lanzaba a hablar, yo podía aprovecharme de ello para volver a ser una niña. Así, nunca protestaba ni reivindicaba que ya era mayor. Esas tardes consistían en escuchar a mi misteriosa madre.
Ella me tapaba con la colcha Sears de pana rústica, y yo me escabullía hacia el otro lado y me pegaba a la pared. Ella siempre consultaba entonces el reloj y decía: «Sólo un rato». Y se quitaba los zapatos y se deslizaba bajo las sábanas, a mi lado.
Para las dos se trataba de perdernos. Ella se perdía en su historia, yo en su parloteo.
Me hablaba de la madre de Perséfone, Deméter, o de Cupido y Psique, y yo la escuchaba hasta que me dormía. A veces me despertaba la risa de mis padres en la habitación contigua o los ruidos que producían al hacer el amor a media tarde. Medio dormida en la cama, escuchaba. Me gustaba imaginar que estaba en los cálidos brazos de uno de los barcos de una de las historias que nos leía mi padre, y que todos estábamos en el mar y las olas se alzaban con suavidad contra los costados del barco. La risa, los pequeños gemidos amortiguados, me hacían abandonarme de nuevo al sueño.
Pero la huida de mi madre, su retorno a medias al mundo exterior, se había hecho añicos cuando yo tenía diez años y Lindsey nueve. Había tenido una falta, y había hecho el decisivo trayecto en coche hasta la consulta del médico. Detrás de su sonrisa y sus exclamaciones había fisuras que conducían a lo más profundo de su ser. Pero porque yo era una niña, porque no quería hacerlo, opté por no seguirlas. Me aferré a la sonrisa como un premio y me adentré en el prodigioso mundo de si iba a ser la hermana de un niño o de una niña.
Si hubiera prestado atención, habría notado algo. Ahora veo los cambios, cómo el montón de libros de la mesilla de noche de mis padres pasó de catálogos de universidades locales, enciclopedias de mitología y novelas de James, Eliot y Dickens, a las obras del doctor Spock. Luego llegaron los libros de jardinería y cocina, hasta que para su cumpleaños, dos meses antes de que yo muriera, me pareció que el regalo perfecto para ella era Better Homes and Gardens Guide to Entertaining. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada por tercera vez, encerró a la madre más misteriosa. Contenida durante años detrás de ese muro, la parte necesitada de ella, lejos de menguar, había crecido, y en Len, el anhelo de salir, destruir, abolir, se apoderó de ella. Su cuerpo la guiaba, y tras él irían las piezas que le quedaban.
No me resultó fácil ser testigo de eso, pero lo fui.
Su primer abrazo fue apresurado, torpe, apasionado.
– Abigail -dijo Len, con una mano a cada lado de su cintura debajo de la gabardina, el vaporoso camisón apenas un velo entre ellos-. Piensa en lo que estás haciendo.
– Estoy cansada de pensar -dijo ella.
El pelo le flotaba con el ventilador que tenía a su lado, en una aureola. Len parpadeó al mirarla. Maravillosa, peligrosa, salvaje.
– Tu marido -dijo.
– Bésame -dijo ella-. Por favor.
Yo veía a mi madre suplicar indulgencia. Se desplazaba físicamente en el tiempo para huir de mí. Yo no podía retenerla.
Len le besó la frente y, cerrando los ojos, deslizó una mano hasta su pecho. Ella le susurró algo al oído. Yo sabía lo que ocurría. La rabia de mi madre, su sensación de pérdida, su desesperación. Toda la vida perdida salía formando un arco de ese techo, obstruyendo su ser. Necesitaba que Len expulsara de ella a su hija muerta.
Él la hizo retroceder hasta la superficie de estuco de la pared mientras se besaban, y mi madre se aferró a él como si al otro lado del beso pudiera haber una nueva vida.
Al volver del colegio, a veces me paraba a la puerta de nuestracasa y observaba a mi madre montada en la segadora serpenteando entre los pinos, y recordaba entonces cómosilbaba por las mañanas al prepararse su té, y cómo mi padre le traía caléndulas los jueves por la tarde y a ella se leiluminaba la cara de alegría. Habían estado profunda, separada y completamente enamorados; dejando aparte a sushijos, mi madre podía reivindicar ese amor, pero con loshijos empezó a ir a la deriva. Fue mi padre quien se volvió más próximo a nosotros con los años; mi madre se distanció.
Juntoa la cama del hospital, Lindsey se había quedado dormida sosteniendo la mano de nuestro padre. Mi madre, todavía despeinada, pasó junto a Hal Heckler en la sala de espera,y un momento después lo hizo Len. Hal no necesitó nada más. Cogió el casco y salió al pasillo.
Tras una breve visita al lavabo, mi madre se encaminó a la habitación de mi padre. Hal la detuvo.
– Su hija está dentro -le dijo. Ella se volvió, y él añadió-: Hal Heckler, el hermano de Samuel. Estuve en el funeral.
– Ah, sí. Lo siento, no te había reconocido.
– No tenía por qué hacerlo -dijo él.
Hubo un silencio incómodo.
– Lindsey me ha llamado, y la he traído aquí hace una hora.
– Oh. -Ella lo miraba fijamente. Sus ojos mostraron que estaba subiendo a la superficie. Utilizó la cara de él pararegresar.
– ¿Se encuentra bien?
– Estoy un poco afectada… es comprensible, ¿no?
– Desde luego -dijo él, hablando despacio-. Sólo quería avisarle de que su hija está con su marido. Estaré en la sala de espera por si me necesitan.
– Gracias -dijo ella. Lo vio darse la vuelta y se quedó un momento allí, escuchando cómo las suelas gastadas de sus botas reverberaban en el suelo de linóleo del vestíbulo.
Luego volvió en sí y con un estremecimiento regresó al presente, sin sospechar ni por un segundo que ése había sido el propósito de Hal al saludarla.
La habitación estaba casi a oscuras, el tubo fluorescente de detrás de la cama de mi padre parpadeaba tan débilmente que sólo iluminaba las masas más obvias de la habitación. Mi hermana estaba sentada en una silla que había acercado a la cama, con la cabeza apoyada en el borde y una mano alargada hacia mi padre. Éste dormía profundamente, boca arriba. Mi madre no sabía que yo estaba allí con ellos, que estábamos los cuatro, tan cambiados desde los tiempos en que ella nos arropaba a Lindsey y a mí, y luego iba a hacer el amor con su marido, nuestro padre. De pronto vio las piezas. Vio que mi hermana y mi padre, juntos, se habían convertido en una sola pieza, y se alegró de ello.
Al hacerme mayor, yo había jugado con el amor de mi madre a una especie de juego del escondite, tratando de ganarme su aprobación y su atención con recursos que nunca había tenido que utilizar con mi padre.