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Me sabía de memoria el plano de la casa del señor Harvey. Había dejado una mancha tibia en el suelo de su garaje hasta que me enfrié. Él había llevado mi sangre a la casa en su ropa y su piel. Yo conocía su cuarto de baño. Sabía que mi madre había intentado decorar el de mi casa para la llegada tardía de Buckley dibujando con una plantilla buques de guerra en la parte superior de las paredes rosadas. En la casa del señor Harvey, el cuarto de baño y la cocina estaban impecables. La porcelana era amarilla y las baldosas del suelo verdes. Mantenía la casa fresca. En el piso de arriba, donde Buckley, Lindsey y yo teníamos nuestros cuartos, él no tenía casi nada. Tenía una silla de respaldo recto donde a veces se sentaba y miraba por la ventana el instituto, esperando a que le llegara a través del campo el sonido de la banda al ensayar, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en la parte trasera del piso de abajo, en la cocina, construyendo casas de muñecas, o en el salón, escuchando la radio o, cuando la lujuria se apoderaba de él, trazando planos para construir disparates como la madriguera o la tienda nupcial.

Nadie le había molestado a propósito de mí en varios meses. Durante el verano sólo había visto algún que otro coche patrulla delante de su casa. Era lo bastante listo para no dejar de hacer lo que estaba haciendo, y si había salido al garaje o al buzón, seguía andando.

Se ponía un par de despertadores, uno para saber cuándo abrir los postigos y otro para cerrarlos. En conjunción con esos despertadores encendía o apagaba las luces de toda la casa. Cuando de vez en cuando pasaba un chico para venderle tabletas de chocolate para un concurso escolar o para preguntarle si quería subscribirse al Evening Bulletin, se mostraba afable aunque serio, como un tipo corriente.

Coleccionaba cosas para contarlas, porque el acto de contar lo tranquilizaba. Eran cosas sencillas, como un anillo de boda, una carta dentro de un sobre cerrado, la suela de un zapato, unas gafas, una goma de borrar de un personaje de dibujos animados, un frasquito de perfume, una pulsera de plástico, mi colgante con una piedra de Pensilvania o el collar de ámbar de su madre. Los sacaba por la noche, una vez que se había asegurado de que ningún vendedor de periódicos ni ningún vecino iban a llamar a su puerta. Y los contaba como las cuentas de un rosario. Había olvidado los nombres de algunas. Yo los sabía. La suela del zapato había pertenecido a una niña llamada Claire, de Nutley, Nueva Jersey, a quien había convencido para que se subiera a la parte trasera de su furgoneta. Era más pequeña que yo. (Quiero creer que yo nunca me habría subido a una furgoneta. Quiero creer que fue mi curiosidad sobre cómo había construido una madriguera subterránea sin que se derrumbara.) Antes de dejarla marchar, le había arrancado la suela del zapato. Eso fue todo lo que hizo. La subió a la furgoneta y le quitó los zapatos. Ella se echó a llorar, y el ruido lo taladró. Suplicó a la niña que se callara y se marchara. Que se bajara de la furgoneta como por arte de magia, descalza y sin quejarse, mientras él se quedaba con sus zapatos. Pero en lugar de eso, ella lloró. El empezó a arrancar con su navaja una de las suelas de los zapatos hasta que alguien aporreó la furgoneta por detrás. Oyó voces de hombres y a una mujer gritando algo sobre llamar a la policía. Abrió la puerta.

– ¿Qué demonios le está usted haciendo a esa niña? -gritó uno de los hombres.

Su compañero cogió en brazos a la niña cuando ésta salió volando de la parte trasera, berreando.

– Trataba de arreglarle el zapato.

La niña estaba histérica. El señor Harvey era todo sensatez y calma. Pero Claire había visto lo mismo que yo, su mirada amenazadora, su deseo de algo impronunciable que al dárselo nos relegaría al olvido.

Mientras los hombres y la mujer se quedaban confundidos, incapaces de ver lo que Claire y yo sabíamos, el señor Harvey se apresuró a darle los zapatos a uno de los hombres y se despidió. Se quedó con una suela. Le gustaba sostener la pequeña suela de cuero y frotarla entre el pulgar y el índice: un objeto perfecto con que juguetear para calmar los nervios.

Yo conocía el rincón más oscuro de nuestra casa. Me había metido y permanecido en él un día entero, le dije a Clarissa, aunque en realidad habían sido cuarenta y cinco minutos. Era un espacio en el sótano al que sólo podía accederse a gatas. Dentro del nuestro había cañerías que iluminé con una linterna y toneladas de polvo. Eso era todo. No había bichos. Mi madre, como su madre antes que ella, llamaba a un exterminador a la menor invasión de hormigas.

En cuanto sonaba el despertador que le avisaba de que cerrara los postigos y a continuación el siguiente despertador que le indicaba que apagara las luces porque el vecindario ya dormía, el señor Harvey bajaba al sótano, donde no había rendijas por las que entrara la luz, dando motivos a la gente para decir que era un tipo raro. En la época en que me mató se había cansado de visitar ese espacio al que sólo se accedía a gatas, pero le gustaba instalarse en el sótano en una butaca vuelta hacia ese oscuro agujero en medio de la pared y alargar una mano para tocar las tablas del suelo de la cocina. A menudo se quedaba dormido, y allí dormía cuando mi padre pasó por delante de la casa verde hacia las 4.40 de la madrugada.

Joe Ellis era un bruto desagradable. Nos había pellizcado a Lindsey y a mí bajo el agua en la piscina, y, de tanto que lo odiábamos, nos había quitado las ganas de ir a las fiestas que se organizaban en la piscina. Tenía un perro al que arrastraba por ahí, le gustara o no. Era un perro pequeño que no podía correr muy deprisa, pero eso a Ellis no le importaba. Lo golpeaba o lo levantaba por la cola, haciéndole daño. Un día desapareció, lo mismo que un gato al que le habían visto torturar. Y empezaron a desaparecer los animales de todo el vecindario.

Lo que encontré cuando seguí la mirada del señor Harvey hasta el exiguo espacio de las cañerías fueron esos animales que habían desaparecido durante más de un año. La gente creyó que eso había dejado de suceder porque habían enviado a Ellis a una escuela militar. Cuando soltaban a sus animales de compañía por la mañana, volvían por las noches. Lo consideraban una prueba. Nadie podía imaginar un apetito como el de la casa verde. Alguien que extendía cal viva sobre los cuerpos de perros y gatos, impaciente por tener sólo sus huesos. Al contar los huesos y mantenerse lejos de la carta cerrada, el anillo de boda o el frasquito de perfume, trataba de mantenerse alejado de lo que más deseaba: subir por la escalera en la oscuridad, sentarse en la silla de respaldo recto y mirar hacia el instituto, imaginarse los cuerpos que acompañaban las voces de las animadoras, que llegaban en oleadas los días de otoño durante los partidos de fútbol, u observar cómo los autocares del colegio se vaciaban dos casas más abajo. Una vez había mirado mucho rato a Lindsey, la única niña del equipo de fútbol masculino, que corría por el vecindario casi al anochecer.

Creo que lo que más me costó comprender fue que él había intentado contenerse cada vez. Había matado a animales, había quitado vidas menores para no matar a una niña.

En agosto, Len quiso establecer ciertos límites por el bien de mi padre y de él mismo. Mi padre había llamado a la comisaría tantas veces que había exasperado a la policía, algo que no ayudaba a encontrar a nadie y que sólo iba a conseguir volverlos a todos contra él.

El colmo fue una llamada que habían recibido la primera semana de julio. Jack Salmón había explicado con todo detalle al operador cómo, en un paseo matinal, su perro se había parado delante de la casa del señor Harvey y se había puesto a ladrar y, por mucho que lo había intentado, no había logrado moverlo de allí ni hacerlo callar. Se convirtió en una broma en la comisaría: el señor Pez y su sabueso Huckleberry Hound.

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