Len esperó a acabar su cigarrillo en la entrada de nuestra casa. Todavía era temprano, pero había más humedad que el día anterior. Habían anunciado lluvias para toda la semana, la clase de tormentas con truenos y relámpagos típicas de la región, pero la única humedad de la que era consciente Len en esos momentos era la que cubría su cuerpo de sudor. Había hecho su última visita relajada a mis padres.
Oyó un canturreo, una voz femenina dentro de la casa. Apagó el cigarrillo debajo del seto y levantó la pesada aldaba de latón. Antes de que la soltara, la puerta se abrió.
– He olido su cigarrillo -dijo Lindsey.
– ¿Eras tú la que cantaba?
– Eso lo matará.
Lindsey se hizo a un lado para dejarlo pasar.
– ¡Papá! -gritó hacia la casa-. ¡Es Len!
– Has estado fuera, ¿verdad? -preguntó Len.
– Acabo de volver.
Mi hermana llevaba la camisa de softball de Samuel y unos extraños pantalones de chándal. Mi madre la había acusado de haber vuelto sin una sola prenda suya.
– Tus padres deben de haberte echado de menos.
– No esté tan seguro -dijo ella-. Creo que se alegraron de perderme de vista por un tiempo.
Len sabía que ella tenía razón. Mi madre había parecido menos frenética en la última visita del policía.
– Buckley le ha nombrado jefe de la brigada de policía que ha montado debajo de su cama -dijo Lindsey.
– Eso es un ascenso.
Los dos oyeron los pasos de mi padre en el pasillo del piso de arriba y a continuación la voz suplicante de Buckley. Lindsey sabía que, fuera lo que fuese lo que había pedido, nuestro padre había acabado concediéndoselo.
Mi padre y mi hermano bajaron juntos las escalera, todo sonrisas.
– Len -dijo, y le estrechó la mano.
– Buenos días, Jack -dijo Len-. ¿Cómo estamos esta mañana, Buckley?
Mi padre cogió la mano de Buckley y lo puso delante de Len, que se inclinó hacia él con solemnidad.
– Tengo entendido que me has nombrado jefe de policía -dijo.
– Sí, señor.
– No creo merecer el puesto.
– Usted más que nadie -dijo mi padre jovialmente.
Le encantaba que Len Fenerman se pasara por casa. Cada vez que lo hacía le confirmaba que había un consenso, un equipo detrás de él, que no estaba solo en todo eso.
– Necesito hablar con vuestro padre, chicos.
Lindsey se llevó a Buckley a la cocina con la promesa de prepararle cereales. Pensaba en lo que le había enseñado Samuel: una bebida llamada «medusa» que consistía en una cereza al marrasquino en el fondo de un vaso de ginebra y un poco de azúcar. Samuel y Lindsey habían sorbido las cerezas impregnadas de alcohol y azúcar hasta que les había dolido la cabeza y se les habían quedado los labios rojos.
– ¿Llamo a Abigail? ¿Puedo ofrecerle un café o alguna cosa?
– Jack -dijo Len-, no estoy aquí para darles ninguna noticia, más bien al contrario. ¿Podemos sentarnos?
Vi a mi padre y a Len dirigirse a la sala de estar. La sala de estar donde nadie parecía estar en realidad. Len se sentó en el borde de una silla y esperó a que mi padre tomara asiento.
– Escuche, Jack -dijo-. Es sobre George Harvey.
Mi padre se animó.
– Creía que había dicho que no tenía noticias.
– Y así es. Hay algo que debo decirle en nombre de la comisaría y de mí mismo.
– Sí.
– Necesitamos que deje de llamar para hablar de George Harvey.
– Pero…
– Necesito que lo deje. Por mucho que intentemos relacionarlo con la muerte de Susie, no tenemos nada contra él. Perros que ladran y tiendas nupciales no son pruebas.
– Sé que lo hizo él -dijo mi padre.
– Es un tipo raro, no lo niego. Pero, que nosotros sepamos, no es un asesino.
– ¿Cómo está tan seguro?
Len Fenerman habló, pero todo lo que oía mi padre eran las palabras que le había dicho Ruana Singh y que se había repetido a sí mismo delante de la casa del señor Harvey, sintiendo la energía que irradiaba de ella, la frialdad que había en el alma de ese hombre. El señor Harvey era insondable y, al mismo tiempo, la única persona del mundo que podría haberme matado. Cuanto más lo negaba Len, más convencido estaba mi padre.
– Va a dejar de investigarlo -dijo mi padre con firmeza.
Lindsey estaba en el umbral, como había hecho el día que Len y el agente uniformado habían traído el gorro de cascabeles idéntico al que ella tenía. Ese día había metido en silencio ese segundo gorro en una caja llena de muñecas viejas que guardaba en el fondo de su armario. No quería que mi madre volviera a oír el ruido de esos cascabeles.
Allí estaba nuestro padre, el corazón que sabíamos que nos sostenía a todos. Nos sostenía con fuerza y desesperación, las puertas de su corazón abriéndose y cerrándose con la rapidez de los pistones de un instrumento de viento, los impulsos delicadamente sentidos, los dedos fantasmales ejercitándose una y otra vez, y a continuación, de manera asombrosa, el sonido, la melodía y el calor. Lindsey dio un paso adelante desde la puerta.
– Hola de nuevo, Lindsey -dijo Len.
– Detective Fenerman.
– Le decía a tu padre…
– Que se rinde.
– Si hubiera un motivo razonable para sospechar que ese hombre…
– ¿Ha terminado? -preguntó Lindsey.
De pronto era la esposa de nuestro padre, aparte de la hija mayor y más responsable.
– Sólo quiero que sepáis que hemos investigado todas las pistas.
Mi padre y Lindsey la oyeron, y yo la vi. Mi madre bajaba por la escalera. Buckley salió corriendo de la cocina y se lanzó a la carga, descargando todo su peso contra las piernas de mi padre.
– Len -dijo mi madre, cerrándose mejor el albornoz al verlo-, ¿le ha ofrecido café Jack?
Mi padre miró a su mujer y a Len Fenerman.
– La poli se raja -dijo Lindsey, sujetando a Buckley con suavidad por los hombros y atrayéndolo hacia sí.
– ¿Se raja? -preguntó Buckley. Siempre daba vueltas en la boca a un sonido como si se tratase de un caramelo ácido, hasta que se hacía con el sabor y el tacto-. ¿Qué?
– El detective Fenerman ha venido para decirle a papá que deje de darles la lata.
– Lindsey -dijo Len-, yo no lo diría con esas palabras.
– Como usted quiera -dijo ella.
En esos momentos quería estar en algún lugar como el campamento del simposio, donde rigieran el mundo Samuel y ella, o incluso Artie, que a última hora había ganado el concurso del Asesinato Perfecto al introducir la idea del carámbano de hielo como arma del crimen.
– Vamos, papá -dijo.
Mi padre encajaba algo poco a poco. No tenía nada que ver con George Harvey ni conmigo. Estaba en los ojos de mi madre.
Esa noche, mi padre, como hacía cada vez más a menudo, se quedó despierto hasta tarde en su estudio. No podía creerse que el mundo se desmoronara a su alrededor, lo inesperado que había sido todo desde el estallido inicial de mi muerte. «Tengo la sensación de estar en medio de la erupción de un volcán -escribió en su cuaderno-. Abigail cree que Len Fenerman tiene razón respecto a Harvey.»
Mientras escribía, la vela de la ventana no paró de parpadear y, a pesar de la lámpara de su escritorio, el parpadeo lo distrajo. Se recostó en la vieja butaca de madera que tenía desde sus tiempos de universidad y oyó el tranquilizador crujido debajo de él. No atinaba a comprender qué quería de él la compañía para la que trabajaba. Se enfrentaba a diario con columna tras columna de cifras sin sentido que se suponía que tenía que hacer cuadrar con las reclamaciones de la compañía. Cometía errores con una frecuencia que daba miedo, y temía, más de lo que había temido los primeros días que siguieron a mi desaparición, no ser capaz de mantener a los dos hijos que le quedaban.
Se levantó y estiró los brazos por encima de su cabeza, tratando de concentrarse en los pocos ejercicios que el médico de la familia le había sugerido que hiciera. Observé cómo doblaba el cuerpo de una manera sorprendente e inquietante que yo nunca había visto. Podría haber sido un bailarín antes que un hombre de negocios. Podría haber bailado en Broadway con Ruana Singh.