– Yo tampoco -reconoció Ray.
– ¿Sentiste algo cuando besaste a Susie?
– Sí.
– ¿Qué?
– Que quería más. Esa noche soñé que volvía a besarla y me pregunté si ella pensaba lo mismo.
– ¿Y en sexo?
– Aún no había ido tan lejos -dijo Ray-. Ahora te beso a ti y no es lo mismo.
– Podríamos seguir intentándolo -dijo Ruth-. Estoy dispuesta, si no se lo dices a nadie.
– Creía que te gustaban las chicas -dijo Ray.
– Hagamos un pacto -dijo Ruth-. Imagínate que soy Susie y yo haré lo mismo.
– Eso es totalmente neurótico -dijo Ray sonriendo.
– ¿Estás diciendo que no quieres? -lo atormentó Ruth.
– Enséñame otra vez tus dibujos.
– Puede que yo sea una neurótica -dijo Ruth, sacando de su cartera su cuaderno de bocetos; estaba lleno de desnudos que había copiado de Playboy, reduciendo o agrandando ciertas partes y añadiendo pelo y arrugas en las zonas retocadas con aerógrafo-, pero al menos no soy un pervertido del carboncillo.
Ray bailaba en su cuarto cuando entró Ruth. Llevaba las gafas de las que trataba de prescindir en el instituto porque eran de cristales gruesos y su padre había escogido las menos caras, de montura resistente. Iba con unos vaqueros holgados y manchados, y una camiseta con la que Ruth imaginaba, y yo sabía, que había dormido.
Cuando la vio en la puerta con la bolsa dejó de bailar. Se llevó al instante las manos a las gafas para quitárselas y, sin saber qué hacer con ellas, las agitó en su dirección.
– Hola -dijo.
– ¿Puedes bajar el volumen? -gritó Ruth.
– Claro.
Al cesar el ruido, los oídos de Ruth resonaron un segundo, y en ese segundo vio un brillo en los ojos de Ray.
Estaba en el otro lado de la habitación y entre ambos estaba la cama, con las sábanas arrugadas y hechas un ovillo, y encima un retrato que ella me había hecho de memoria.
– Lo has colgado -dijo Ruth.
– Creo que es muy bueno.
– Tú y yo y nadie más.
– Mi madre también lo cree.
– Es una mujer tan especial… -dijo Ruth, dejando la bolsa-. No me extraña que seas tan estrambótico.
– ¿Qué llevas en esa bolsa?
– Velas -dijo Ruth-. Las he comprado en la tienda de comestibles. Hoy es seis de diciembre.
– Lo sé.
– Pensé que podríamos ir al campo de trigo y encenderlas. Para decirle adiós.
– ¿Cuántas veces se puede decir?
– Sólo era una idea -dijo Ruth-. Iré sola.
– No -dijo Ray-, voy contigo.
Ruth se sentó con su cazadora y su peto, y esperó a que él se cambiara de camiseta. Lo observó vuelto de espaldas, lo delgado que estaba, pero también cómo se ondulaban los músculos de sus brazos, como se suponía que debían hacer, y el color de su piel, como el de su madre, mucho más tentador que el de la suya.
– Podemos besarnos un rato, si quieres.
Y él se volvió sonriendo. Había empezado a disfrutar con los experimentos. Ya no pensaba en mí, aunque no podía decírselo a Ruth.
Le gustaba que ella maldijera y odiara el instituto. Le gustaba lo inteligente que era y que fingiera que no le importaba que el padre de él fuera médico (aunque no fuera un médico de verdad, como señaló) mientras que el suyo hurgaba en casas viejas, o que los Singh tuvieran hilera tras hilera de libros en su casa mientras que ella se moría por ellos.
Se sentó a su lado en la cama.
– ¿Quieres quitarte la parka?
Ella se la quitó.
Y así, el día del aniversario de mi muerte, Ray se lanzó sobre Ruth y los dos se besaron y en cierto momento ella lo miró a la cara.
– ¡Mierda! -dijo-. Creo que siento algo.
Cuando Ray y Ruth llegaron al campo de trigo lo hicieron callados y cogidos de la mano. Ella no sabía si él se la cogía porque velaban juntos por mí o porque le gustaba hacerlo. Su mente era un torbellino, la perspicacia que le caracterizaba la había abandonado.
Luego vio que ella no era la única que había pensado en mí. Hal y Samuel Heckler estaban en el campo de trigo, de espaldas a ella y con las manos en los bolsillos. Ruth vio los narcisos amarillos en el suelo.
– ¿Los has traído tú? -le preguntó a Samuel.
– No -dijo Hal, respondiendo por su hermano-. Ya estaban aquí cuando hemos llegado.
La señora Stead observaba desde el cuarto de su hijo, en el piso de arriba. Decidió ponerse el abrigo y salir al campo sin pararse a pensar si le correspondía estar allí o no.
Grace Tarking doblaba la esquina cuando vio a la señora Stead salir de su casa con una flor de pascua. Charlaron en la calle durante unos momentos. Grace dijo que iba a pasar antes por casa, pero que se reuniría con ellos.
Grace hizo dos llamadas, una a su novio, que vivía a poca distancia, en una urbanización ligeramente más próspera, y otra a los Gilbert. Éstos aún no se habían recuperado del extraño papel que habían desempeñado en la investigación de mi muerte: que su fiel perro ladrador hubiera descubierto la primera prueba. Grace se ofreció a acompañarlos, dado que eran ancianos y atravesar los jardines de los vecinos y el accidentado suelo del campo de trigo sería un reto para ellos, y sí, el señor Gilbert quiso ir. Necesitaban hacerlo, le dijo a Grace Tarking, sobre todo su mujer, aunque yo veía lo destrozado que estaba también el. Siempre disimulaba su dolor mostrándose atento con su mujer. Aunque se les había pasado por la cabeza regalar su perro, era un consuelo para ambos.
El señor Gilbert se preguntó si lo sabía Ray, que les hacía recados y era un buen chico que había sido erróneamente juzgado, de modo que llamó a casa de los Singh. Ruana dijo que le parecía que su hijo ya estaba allí, pero que ella también iría.
Lindsey miraba por la ventana cuando vio a Grace Tarking cogida del brazo de la señora Gilbert y al novio de Grace sosteniendo al señor Gilbert mientras cruzaban el jardín de los O'Dwyer.
– Pasa algo en el campo de trigo, mamá -dijo.
Mi madre estaba leyendo a Moliere, que con tanto apasionamiento había estudiado en la universidad y desde entonces no había vuelto a mirar. A su lado estaban los libros que la habían señalado como estudiante ultramoderna: Sartre, Colette, Proust, Flaubert. Los había bajado de la estantería de su cuarto y se había prometido releerlos ese año.
– No me interesa -le dijo a Lindsey-, pero estoy segura de que a tu padre sí que le interesará cuando llegue a casa. ¿Por qué no subes a jugar con tu hermano?
Mi hermana llevaba semanas andando detrás de nuestra madre, tratando de ganársela, sin hacer caso de las señales que ésta le enviaba. Al otro lado de la superficie de hielo había algo, Lindsey estaba segura de ello. Se quedó sentada al lado de mi madre, observando a nuestros vecinos desde la ventana.
Cuando se hizo de noche, las velas que los últimos en llegar habían tenido la previsión de llevar consigo iluminaban el campo de trigo. Parecía que estaba allí toda la gente que yo había conocido alguna vez o con la que me había sentado en clase desde el parvulario hasta octavo. El señor Botte había visto que pasaba algo al volver del colegio de preparar su experimento anual del día siguiente, que iba sobre la digestión animal. Se había acercado, y al darse cuenta de lo que ocurría, había vuelto al colegio para hacer varias llamadas. Había una secretaria a quien le había afectado mucho mi muerte y que vino con su hijo. Había profesores que no habían acudido al funeral oficial del colegio.
Los rumores acerca de la presunta culpabilidad del señor Harvey habían empezado a abrirse paso entre los vecinos la noche de Acción de Gracias. De lo único de que se hablaba en el vecindario la tarde siguiente era: ¿era posible? ¿Podía haber matado a Susie Salmón ese hombre extraño que había vivido tan discretamente entre ellos? Pero nadie se había atrevido a abordar a mi familia para averiguar los detalles. A los primos de los amigos o a los padres de los chicos que les cortaban el césped se les preguntó si sabían algo. Todo el que podía estar al corriente de qué hacía la policía se había visto muy solicitado la semana anterior, de tal modo que mi funeral fue tanto una manera de señalar mi recuerdo como una forma de que mis vecinos se consolaran los unos a los otros. Un asesino había vivido entre ellos, había caminado por la calle, había comprado galletas a sus hijas girl scouts y suscripciones de revistas a sus hijos.