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En mi cielo, yo vibraba de energía y calor a medida que llegaba cada vez más gente al campo de trigo, encendían sus velas y empezaban a cantar muy bajito una especie de canto fúnebre con el que el señor O'Dwyer evocó el lejano recuerdo de su abuelo de Dublín. Mis vecinos se sintieron incómodos al principio, pero en cuanto el señor O'Dwyer se puso a cantar, la secretaria del colegio se unió a él con su voz menos melódica. Ruana Singh permaneció rígida en el borde del corro, lejos de su hijo. El doctor Singh había llamado justo cuando ella salía para decirle que iba a quedarse a dormir en la oficina. Pero otros padres que volvían del trabajo aparcaron el coche en los caminos de acceso de sus casas, bajaron y se reunieron con sus vecinos. ¿Cómo iban a trabajar para mantener a sus familias y al mismo tiempo vigilar a sus hijos para cerciorarse de que estaban fuera de peligro? Como grupo aprenderían que era imposible, por muchas normas que establecieran. Lo que me había pasado a mí podía pasarle a cualquiera.

Nadie había telefoneado a nuestra casa. Dejaron a mi familia tranquila. La impenetrable barrera que rodeaba las tejas de madera, el hueco de la chimenea, el montón de leña, el camino del garaje, la cerca, era como una capa de hielo transparente que cubría los árboles cuando llovía y luego helaba. Nuestra casa parecía igual que las demás casas de la manzana, pero no lo era. El asesinato tenía una puerta sanguinolenta al otro lado de la cual estaba todo lo que a todos les parecía inconcebible.

El cielo se había vuelto de color rosa moteado cuando Lindsey se dio cuenta de lo que ocurría. Mi madre no levantó la vista de su libro.

– Están celebrando una ceremonia por Susie -dijo Lindsey-. Escucha. -Abrió un poco la ventana, y entraron el aire frío de diciembre y el lejano rumor de un canto.

Mi madre empleó toda su energía.

– Ya hemos tenido un funeral -dijo-. Para mí se ha acabado.

– ¿Qué se ha acabado?

Mi madre tenía los codos apoyados en los brazos del sillón de orejas amarillo. Se inclinó ligeramente hacia delante y su cara quedó en la sombra, haciendo más difícil que Lindsey viera su expresión.

– No creo que ella esté esperándonos ahí fuera. No creo que encender velas y hacer todo eso honre su recuerdo. Hay otras maneras de honrarlo.

– ¿Cuáles? -preguntó Lindsey.

Estaba sentada con las piernas cruzadas en la alfombra delante de mi madre, que estaba sentada en el sillón de orejas, con un dedo marcando el lugar donde se había quedado en su lectura de Moliere.

– Quiero ser algo más que una madre.

Lindsey creyó comprenderlo. Ella quería ser algo más que una chica.

Mi madre dejó el libro de Moliere encima de la mesa de centro y se deslizó hacia delante hasta sentarse sobre la alfombra. Yo me sorprendí. Mi madre nunca se sentaba en el suelo, lo hacía en el escritorio de pagar facturas o en los sillones de orejas o a veces en el extremo del sofá, con Holiday acurrucado a su lado.

Cogió la mano de mi hermana entre las suyas.

– ¿Vas a dejarnos? -preguntó Lindsey.

Mi madre titubeó. ¿Cómo iba a decirle lo que ya sabía? En lugar de eso, mintió.

– Te prometo que no voy a dejarte.

Lo que más deseaba era volver a ser la chica libre y sin compromisos que apilaba porcelana en Wanamaker's, escondía del gerente del Wedgwood una taza con el asa rota, soñaba con vivir en París como De Beauvoir y Sartre, y volvía a casa ese día riéndose para sus adentros del extraño Jack Salmón, que era bastante guapo aunque no soportase el tabaco. Los cafés de París estaban llenos de cigarrillos, le había dicho ella, y él había parecido impresionado. Cuando al final de ese verano ella lo invitó a subir e hicieron el amor por primera vez, ella se fumó un cigarrillo en la cama, y él, en broma, también se fumó uno. Cuando ella le pasó la taza de porcelana rota como cenicero, empleó todas sus palabras favoritas para embellecer la historia de cómo había roto y escondido dentro de su abrigo la ahora familiar taza de Wedgwood.

– Ven aquí, hija mía -dijo mi madre, y Lindsey obedeció. Apoyó la espalda en el pecho de mi madre y ésta la meció con torpeza en la alfombra-. Lo estás haciendo muy bien, Lindsey, estás manteniendo vivo a tu padre. -Y oyeron el coche detenerse en el camino del garaje.

Lindsey dejó que mi madre la abrazara mientras ésta pensaba en Ruana Singh fumando detrás de su casa. El dulce aroma de los Dunhill había llegado hasta la calle y transportado a mi madre muy lejos. Al último novio que había tenido antes que mi padre le encantaban los Gauloises. «Era un tipo pretencioso», pensó, pero en cierto modo tan serio que le había permitido a ella ser también muy seria.

– ¿Ves las velas, mamá? -preguntó Lindsey, mirando fijamente por la ventana.

– Ve a buscar a tu padre -dijo mi madre.

Mi hermana encontró a mi padre en el vestíbulo, colgando las llaves y el abrigo. Sí, iban a ir, dijo. Por supuesto que iban a ir.

– ¡Papá! -gritó mi hermano desde el piso de arriba, y mi hermana y mi padre fueron a su encuentro.

– Te toca a ti -dijo mi padre cuando Buckley lo inmovilizó con el cuerpo.

– Estoy cansada de protegerlo -dijo Lindsey-. No me parece bien excluirlo. Susie nos ha dejado, y él lo sabe.

Mi hermano alzó la vista y la miró.

– Están dando una fiesta por Susie -dijo Lindsey-, y papá y yo vamos a llevarte.

– ¿Está enferma mamá? -preguntó Buckley.

Lindsey no quería mentirle, pero le pareció que era una descripción exacta de la situación.

– Sí.

Quedó en reunirse abajo con su padre mientras llevaba a Buckley a su cuarto para cambiarle de ropa.

– La veo, ¿sabes? -dijo Buckley, y Lindsey lo miró-. Viene y habla conmigo, y pasamos tiempo juntos mientras tú juegas al fútbol.

Lindsey no sabía qué decir, pero lo cogió y lo atrajo hacia sí como él a menudo hacía con Holiday.

– Eres un niño extraordinario -le dijo-. Yo siempre estaré aquí, pase lo que pase.

Mi padre bajó despacio la escalera, aferrándose con la mano izquierda a la barandilla de madera, hasta que llegó al vestíbulo.

Mi madre lo oyó acercarse y, cogiendo el libro de Moliere, entró con sigilo en el comedor, donde él no la viera. Se puso a leer de pie en un rincón del comedor, escondiéndose de su familia. Esperó a que la puerta se abriera y se cerrara.

Mis vecinos y profesores, amigos y familiares se colocaron en círculo alrededor de un lugar escogido al azar, no muy lejos de donde me habían matado. Mi padre y mis hermanos volvieron a oír los cantos en cuanto salieron. Todo en mi padre se inclinó y lanzó hacia el calor y la luz. Quería desesperadamente que yo estuviera presente en la mente y en el corazón de todos. Mientras observaba, me di cuenta de algo: casi todos se despedían de mí. Me había convertido en una de las muchas niñas desaparecidas. Ellos volverían a sus casas y me enterrarían, como una carta del pasado que no volvería a abrirse o leerse. Y yo tenía una oportunidad para despedirme de ellos y desearles lo mejor, bendecirlos de alguna manera por sus buenos pensamientos. Un apretón de manos en la calle, un objeto caído recogido y devuelto, o un afable saludo con la mano desde una ventana lejana, un movimiento de la cabeza, una sonrisa, unos ojos que se fijan en la travesura de un niño.

Ruth fue la primera en ver a los tres miembros de mi familia, y tiró a Ray de la manga.

– Ve a ayudarlos -susurró.

Y Ray, que había conocido a mi padre el primer día de lo que resultaría ser un largo trayecto para intentar dar con mi asesino, se adelantó. Samuel también se separó de la gente. Como jóvenes pastores, condujeron a mi padre y a mis hermanos hasta el grupo, que se apartó para dejarles pasar y guardó silencio.

Mi padre llevaba meses sin salir de casa salvo para ir y volver del trabajo o sentarse en el patio trasero, y no había visto a sus vecinos. Ahora los miró, uno por uno, y se dio cuenta de que me habían querido personas que él ni siquiera reconocía. Sintió una oleada de afecto como no había experimentado en lo que le parecía mucho tiempo, con la excepción de los breves instantes olvidados con Buckley, los amorosos accidentes con su hijo.

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