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Miró al señor O'Dwyer.

– Stan -dijo-, Susie se quedaba delante de la ventana en verano y te escuchaba cantar en tu patio. Le encantaba. ¿Quieres cantar para nosotros?

Y con la clase de gracia que se concede -aunque en contadas ocasiones y no cuando más se desea- para salvar a un ser querido de la muerte, al señor O'Dwyer le tembló la voz sólo en la primera nota, y luego cantó alto, claro y entonado.

Todos cantaron con él.

Recordé las noches de verano de las que había hablado mi padre. Cómo la oscuridad tardaba una eternidad en llegar, y con ella siempre esperaba que refrescara. A veces, de pie junto a la ventana abierta, sentía una brisa, y con esa brisa llegaba la música de la casa de los O'Dwyer. Mientras escuchaba al señor O'Dwyer cantar todas las baladas irlandesas que se sabía, la brisa traía un olor a tierra y a aire, y un olor como a musgo que sólo podía significar tormenta.

En esos momentos reinaba un maravilloso silencio temporal mientras Lindsey estudiaba en el viejo sofá de su habitación, mi padre leía en su estudio y mi madre bordaba o lavaba los platos en el piso de abajo.

A mí me gustaba ponerme un camisón largo de algodón y salir al porche trasero, donde, mientras empezaban a caer gruesas gotas contra el tejado, la brisa entraba a través de la tela metálica y me pegaba el camisón al cuerpo. Era agradable y maravilloso, y de pronto llegaba un relámpago seguido de un trueno.

Junto a la puerta abierta del porche estaba mi madre, que después de soltarme su típica advertencia -«Vas a coger un resfriado de muerte»- se quedaba callada. Juntas escuchábamos cómo caía la lluvia y retumbaban los truenos, y olíamos la tierra que se elevaba para saludarnos.

– Pareces invencible -me dijo mi madre una noche.

Me encantaban esos momentos en los que parecía que sentíamos lo mismo. Me volví hacia ella, envuelta en mi fino camisón, y dije:

– Lo soy.

FOTOS

Con la cámara que me regalaron mis padres saqué montones de fotos a mi familia. Tantas, que mi padre me obligó a seleccionar los carretes que creía que merecía la pena revelar. A medida que aumentaba el precio de mi obsesión, empecé a tener en mi armario dos cajas: «Carretes para revelar» y «Carretes para guardar». Fue, según mi madre, el único indicio de mis dotes organizativas.

Me encantaba cómo los flashes de la Kodak Instamatic señalaban un instante que había pasado y que ya habría desaparecido para siempre si no fuera por la foto. Una vez utilizados, me pasaba los flashes cúbicos de una mano a otra hasta que se enfriaban. Los filamentos rotos se volvían de un azul intenso o ennegrecían el fino cristal con el humo. Yo había rescatado el instante al utilizar mi cámara, y de ese modo había descubierto una forma de detener el tiempo y conservarlo. Nadie podía arrebatarme esa imagen, porque me pertenecía.

Una tarde del verano de 1975, mi madre se volvió hacia mi padre y le dijo:

– ¿Has hecho alguna vez el amor en el mar?

Y él respondió:

– No.

– Yo tampoco -dijo mi madre-. Hagamos ver que esto es el mar, y que yo me voy y tal vez no nos volvamos a ver.

Al día siguiente se marchó a la cabaña de su padre en New Hampshire.

Ese mismo verano, Lindsey, Buckley o mi padre, al abrir la puerta de la calle, encontraban en el umbral una cazuela o un bizcocho. A veces una tarta de manzana, la favorita de mi padre. La comida era impredecible. Los guisos que preparaba la señora Stead eran asquerosos. Los bizcochos de la señora Gilbert no estaban lo bastante secos, pero eran pasables. Las tartas de manzana eran de Ruana: el cielo en la Tierra.

En su estudio, en las largas noches que siguieron a la partida de mi madre, mi padre trataba de abstraerse releyendo pasajes de las cartas que Mary Chesnut le había escrito a su marido durante la guerra civil. Trató de desprenderse de todo sentimiento de culpabilidad, de toda esperanza, pero era imposible. Una vez logró esbozar una pequeña sonrisa.

– Ruana Singh hace una tarta de manzana formidable -escribió en su cuaderno.

Una tarde de otoño, contestó al teléfono y oyó la voz de la abuela Lynn.

– Jack -anunció mi abuela-, estoy pensando en irme a vivir con vosotros.

Mi padre guardó silencio, pero la línea se llenó de su vacilación.

– Me gustaría ponerme a tu disposición y a la de los niños. Ya llevo demasiado tiempo deambulando por este mausoleo.

– Lynn, estamos empezando de nuevo -tartamudeó él. Aun así, no podía contar con que la madre de Nate cuidara eternamente de Buckley. Cuatro meses después de que mi madre se marchara, su ausencia temporal empezaba a sentirse como permanente.

Mi abuela insistió. Yo la vi resistir la tentación de apurar el vodka de su vaso.

– Me abstendré de beber hasta… -Se quedó pensativa un buen rato y añadió-: Las cinco de la tarde… Qué demonios, lo dejaré del todo si lo crees necesario.

– ¿Eres consciente de lo que estás diciendo?

Mi abuela sintió cómo la clarividencia le recorría desde la mano que sostenía el teléfono hasta sus pies enfundados en zapatillas.

– Sí, creo que sí.

Sólo cuando colgó el teléfono mi padre se permitió preguntarse: «¿Dónde vamos a meterla?».

Era obvio para todos.

En diciembre de 1975 hacía un año que el señor Harvey había hecho las maletas, pero seguía sin haber rastro de él. Por un tiempo, hasta que la cinta adhesiva se ensució o el papel se rasgó, los dueños de las tiendas colgaron en sus escaparates una foto de él. Lindsey y Samuel paseaban por el vecindario o frecuentaban el taller de motos de Hal. Ella no iba al restaurante al que iban los otros chicos. El dueño del restaurante era un defensor del orden público, y había ampliado dos veces el dibujo de George Harvey y lo había pegado en la puerta. Y explicaba con mucho gusto los espeluznantes detalles a cualquier cliente que se los preguntara: niña, campo de trigo, sólo se había encontrado un codo.

Al final, Lindsey le pidió a Hal que la llevara a la comisaría. Quería saber exactamente qué estaban haciendo.

Se despidieron de Samuel en el taller y Hal llevó a Lindsey en su moto a través de la húmeda nieve de diciembre.

Desde el primer momento, la juventud y la determinación de Lindsey habían cogido a la policía desprevenida. Cada vez eran más los agentes que sabían quién era, y cada vez la evitaban más. Allí estaba esa chica de quince años de ideas fijas y un poco loca, de pechos pequeños pero perfectos, piernas larguiruchas pero bien formadas, ojos como sílex y pétalos de flor.

Mientras esperaba sentada con Hal en un banco de madera a la puerta de la oficina del capitán de policía, le pareció ver en el otro extremo de la sala algo que reconoció. Estaba encima del escritorio del detective Fenerman y destacaba en la habitación por su color: lo que su madre siempre había descrito como rojo chino, un rojo más intenso que el de las rosas, el rojo de las barras de labios clásicas que tan pocas veces se encontraba en la naturaleza. Nuestra madre se enorgullecía de su facilidad para vestir de rojo chino, y cada vez que se anudaba un pañuelo al cuello comentaba que era de un color que ni siquiera la abuela Lynn se atrevería a llevar.

– Hal -dijo ella con todos los músculos tensos mientras contemplaba el objeto cada vez más familiar encima del escritorio de Fenerman.

– ¿Sí?

– ¿Ves esa tela roja?

– Sí.

– ¿Puedes ir a cogerla?

Cuando Hal la miró, ella añadió:

– Creo que es de mi madre.

Hal se levantaba para ir a cogerla cuando Len entró en la sala por detrás de donde estaba sentada Lindsey. Le dio unos golpecitos en el hombro en el preciso momento en que se daba cuenta de lo que Hal iba a hacer. Lindsey y el detective Fenerman se miraron.

– ¿Qué hace aquí el pañuelo de mi madre?

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