4
A las diez, Julia salió de su apartamento, decidida a pasar el día en la oficina. Tenía trabajo atrasado, y de nada servía quedarse en casa como un león enjaulado o, peor aún, ordenando lo que volvería a estar en desorden unos días después. De nada servía tampoco llamar a Stanley, que a esas horas seguiría aún durmiendo; los domingos, a no ser que lo sacaran a rastras de la cama para llevarlo a un brunch o le prometieran tortitas con canela, no se levantaba hasta bien entrada la tarde.
Horatio Street seguía desierta. Julia saludó a unos vecinos instalados en la terraza del Pastis y apretó el paso. Mientras subía por la No vena Avenida, le mandó a Adam un mensajito tierno, y dos calles más arriba, entró en el edificio del Chelsea Farmer's Market. El ascensorista la llevó hasta el último piso. Deslizó su tarjeta de identificación sobre el lector que controlaba el acceso a las oficinas y cerró la pesada puerta metálica.
Había tres infografistas en sus puestos de trabajo. Por la cara que tenían, y visto el número de vasitos de café amontonados en la papelera, Julia comprendió que habían pasado la noche allí. El problema que ocupaba a su equipo desde hacía varios días no debía, pues, de haberse resuelto todavía. Nadie conseguía establecer el complicado algoritmo que permitiría dar vida a un grupo de libélulas cuya tarea era la de defender un castillo de la invasión inminente de un ejército de mantis religiosas. El horario colgado de la pared indicaba que el ataque estaba previsto para el lunes. Si de ahí a entonces el escuadrón no estaba listo, o bien la ciudadela caería sin resistencia en manos enemigas, o el nuevo dibujo animado se retrasaría mucho; tanto una opción como la otra eran inconcebibles.
Julia empujó su sillón con ruedas y se instaló entre sus colaboradores. Tras consultar sus progresos, decidió activar el procedimiento de urgencia. Descolgó el teléfono y llamó, uno tras otro, a todos los miembros de su equipo. Disculpándose cada vez por estropearles la tarde del domingo, los convocó en la sala de reuniones una hora más tarde. Aunque tuvieran que repasar todos los datos, la noche entera, no llegaría la mañana del lunes sin que sus libélulas invadieran el cielo de Enowkry.
Y mientras el primer equipo se declaraba vencido, Julia bajó corriendo hacia los diferentes puestos del mercado para llenar dos cajas de pasteles y sandwiches de todo tipo con los que alimentar a las tropas.
A mediodía, treinta y siete personas habían respondido a su convocatoria. La atmósfera tranquila que había reinado en la oficina por la mañana cedió paso a la ebullición propia de una colmena, en la que dibujantes, infografistas, iluminadores, programadores y expertos en animación intercambiaban informes, análisis y las ideas más estrafalarias.
A las cinco, una pista descubierta por una reciente incorporación al equipo suscitó una gran efervescencia y una asamblea en la sala de reuniones. Charles, el joven informático recientemente contratado como refuerzo, apenas llevaba ocho días en activo en la compañía. Cuando Julia le pidió que tomara la palabra para exponer su teoría, le temblaba la voz y sólo acertaba a balbucear. El jefe de equipo no le facilitó la tarea burlándose de su manera de hablar. Al menos, hasta que el joven se decidió a concentrarse largos segundos sobre el teclado de su ordenador mientras aún se oían las burlas a su espalda; burlas que cesaron definitivamente cuando una libélula empezó a agitar las alas en mitad de la pantalla y levantó el vuelo describiendo un círculo perfecto en el cielo de Enowkry.
Julia fue la primera en felicitarlo, y sus treinta y cinco colegas aplaudieron. Ya sólo quedaba conseguir que otras setecientas cuarenta libélulas con sus armaduras levantaran a su vez el vuelo. El joven informático mostró algo más de aplomo y expuso el método gracias al cual se podía multiplicar su fórmula. Mientras detallaba su proyecto, sonó el timbre del teléfono. El colaborador que descolgó le hizo una seña a Julia: la llamada era para ella y parecía urgente. Ésta le murmuró a su vecino de mesa que se fijara bien en lo que estaba explicando Charles y salió de la sala para responder a la llamada en su despacho.
Julia reconoció en seguida la voz del señor Zimoure, el dueño de la tienda situada en la planta baja de su casa, en Horatio Street. Seguro que, una vez más, las cañerías de su apartamento habían exhalado su último suspiro. El agua debía de caer a chorros por el techo sobre las colecciones de zapatos del señor Zimoure, aquellos que, en período de rebajas, costaban el equivalente de la mitad de su sueldo. Julia conocía ese dato, pues era precisamente lo que le había indicado su agente de seguros, que el año anterior le había entregado un cheque considerable al señor Zimoure para compensar los daños que le había causado. A Julia se le había olvidado cerrar la llave del agua de su antigua lavadora antes de salir de casa, pero ¿a quién no se le olvidan ese tipo de detalles?
Ese día, su agente de seguros le dijo que era la última vez que pensaba asumir un siniestro de ese tipo. Si había sido tan amable de convencer a su compañía para no suspender pura y simplemente su póliza, era sólo porque Tilly era el personaje preferido de sus hijos y la salvadora de sus domingos por la mañana desde que les había comprado los dibujos animados en DVD.
En lo que a las relaciones de Julia con el señor Zimoure se refería, la cuestión había requerido muchos más esfuerzos. Una invitación a la fiesta de Acción de Gracias que Stanley había organizado en su casa, un recuerdo de la tregua en Navidad y otras múltiples atenciones habían sido necesarias para que el clima entre vecinos volviera a ser normal. El personaje en cuestión no era especialmente agradable, tenía teorías sobre todo y en general sólo se reía de sus propios chistes. Conteniendo el aliento, Julia esperó a que su interlocutor le anunciara la magnitud de la catástrofe.
– Señorita Walsh…
– Señor Zimoure, sea lo que sea lo que haya ocurrido, sepa usted que lo siento en el alma.
– No tanto como yo, señorita Walsh. Tengo la tienda abarrotada de gente y cosas más importantes que hacer que ocuparme en su ausencia de sus problemas de entrega a domicilio.
Julia trató de apaciguar los latidos de su corazón y comprender de qué se trataba esta vez. -¿Qué entrega?
– ¡Eso debería decírmelo usted, señorita!
– Lo siento mucho, yo no he encargado nada y, de todas maneras, siempre pido que lo entreguen todo en mi oficina.
– Pues bien, parece que esta vez no ha sido así. Hay un enorme camión aparcado delante de mi tienda. El domingo es el día más importante para mí, por lo que me causa un perjuicio considerable. Los dos gigantes que acaban de descargar esa caja a su nombre se niegan a marcharse mientras nadie acuse recibo de la mercancía. A ver, según usted, ¿qué tenemos que hacer?
– ¿Una caja?
– Eso es exactamente lo que acabo de decirle, ¿es que tengo que repetírselo todo dos veces mientras mi clientela se impacienta?
– Estoy confundida, señor Zimoure -prosiguió Julia-, no sé qué decirle.
– Pues dígame, por ejemplo, cuándo podrá venir, para que pueda informar a esos señores del tiempo que vamos a perder todos gracias a usted.
– Pero ahora me es del todo imposible ir, estoy en pleno trabajo…
– ¿Y qué se cree que estoy haciendo yo, señorita Walsh? ¿Crucigramas?
– ¡Señor Zimoure, yo no estoy esperando ninguna entrega, ni un paquete, ni un sobre, y mucho menos una caja! Como le digo, sólo puede tratarse de un error.
– En el albarán que puedo leer sin gafas desde el escaparate de mi tienda, puesto que su caja está colocada en la acera delante de mí, figura su nombre en grandes letras de molde justo encima de nuestra dirección común y bajo la palabra «Frágil»; ¡sin duda se trata de un olvido por su parte! No sería la primera vez que su memoria le juega una mala pasada, ¿verdad?