– ¿Te estás burlando de mí?
– ¡Totalmente! -replicó Marina, echándose a reír.
Y tiró de él hacia los escalones de la piazza di Spagna, señalando con el dedo las dos cúpulas de la iglesia de la Tri nitá dei Monti.
– ¿Hay algún lugar más hermoso que éste? -quiso saber Marina.
– ¡Berlín! -contestó Tomas sin pensarlo un segundo.
– ¡Ni remotamente! Y si dejas de decir tonterías, luego te llevo al café Greco, ¡cuando hayas probado el capuchino me dices si en Berlín lo sirven tan bueno!
Sin apartar la vista del ordenador, Anthony trataba de descifrar las indicaciones que aparecían en la pantalla. -Creía que hablabas bien alemán -comentó Julia.
– Hablarlo lo hablo, pero leerlo y escribirlo no es exactamente lo mismo, y además no es un problema de idioma, sino de que no entiendo nada de estas máquinas.
– ¡Pues quita! -ordenó Julia, sentándose ante el teclado.
Se puso a escribir a toda velocidad, y el motor de búsqueda entregó sus resultados. Tecleó el nombre de Knapp en la casilla indicada y se interrumpió de pronto.
– ¿Qué pasa?
– No recuerdo su nombre, no sé siquiera si Knapp es un nombre de pila o un apellido. Siempre lo llamábamos así.
– ¡Quita! -ordenó a su vez Anthony y, junto a Knapp, añadió «journalist».
Al instante apareció una lista con once nombres. Siete hombres y cuatro mujeres respondían al nombre de Knapp, y todos ejercían la misma profesión.
– ¡Es él! -exclamó Anthony señalando la tercera línea-. ¡Jürgen Knapp!
– ¿Por qué ése precisamente?
– Porque seguro que la palabra Chefredakteur significa redactor jefe.
– ¡No me digas!
– Si no recuerdo mal cómo hablabas de ese joven, me imagino que a los cuarenta habrá sido lo bastante inteligente para hacer carrera, si no, seguramente habría cambiado de profesión, como tu Tomas. En lugar de ponerte así, mejor felicítame por mi perspicacia.
– No creo haberte hablado de Knapp, y no entiendo cómo haces para trazar su perfil psicológico -respondió Julia, estupefacta.
– ¿De verdad quieres que hablemos de la agudeza de tu memoria? ¿Quieres recordarme en qué lado de la calle se encontraba el bar en el que tantos momentos maravillosos viviste? Tu Knapp trabaja en la redacción del Tagesspiegel, sección de información internacional. ¿Vamos a hacerle una visita, o prefieres que nos quedemos aquí diciendo tonterías?
A la hora en que empezaban a cerrar las oficinas, tardaron mucho en cruzar Berlín, sumida en atascos sin fin. El taxi los dejó ante la Pu erta de Brandemburgo. Después de afrontar el tráfico, ahora tenían que abrirse camino entre la densa multitud de berlineses que volvían del trabajo y las manadas de turistas que habían ido a visitar los monumentos. Allí, un día un presidente norteamericano había instado a su homólogo soviético, al otro lado del Muro, a restaurar la paz en el mundo, a echar abajo esa frontera de hormigón que antaño se elevaba detrás de las columnas del gran arco. Y, por una vez, los dos jefes de Estado se habían escuchado y puesto de acuerdo para reunir el Este con el Oeste.
Julia apretó el paso, a Anthony le costaba seguirla. Varias veces gritó su nombre, seguro de haberla perdido, pero siempre terminaba por distinguir su silueta entre la muchedumbre que había invadido la Pa riserplatz.
Lo esperó en la puerta del edificio. Se presentaron juntos en la recepción. Anthony pidió ver a Jürgen Knapp. La recepcionista estaba hablando por teléfono. Puso la llamada en espera y les preguntó si habían concertado una cita.
– No, pero estoy seguro de que estará encantado de recibirnos -afirmó Anthony.
– ¿A quién anuncio? -preguntó la recepcionista, admirando el pañuelo con el que se había recogido el cabello la mujer acodada al mostrador.
– Julia Walsh -contestó ella.
Sentado tras su escritorio en la segunda planta, Jürgen Knapp le pidió a la señorita que le repitiera si era tan amable el nombre que acababa de pronunciar. Le dijo que esperara un momento, ahogó el auricular con la palma de la mano y avanzó hasta la gran luna de cristal que dominaba la planta de abajo.
Desde ahí disfrutaba de una vista que abarcaba todo el vestíbulo y, en especial, la recepción. La mujer que se quitaba el pañuelo para acariciarse el cabello, aunque lo llevara ahora más corto de lo que él recordaba, esa mujer de elegancia natural que caminaba nerviosa de un lado a otro bajo su ventana, era sin lugar a dudas la mujer a la que había conocido hacía dieciocho años.
Volvió a llevarse el auricular al oído.
– Dígale que no estoy, que esta semana estoy de viaje, dígale incluso que no volveré hasta final de mes. Y, se lo ruego, ¡sea creíble!
– Muy bien -dijo la recepcionista, velando por no pronunciar el nombre de su interlocutor-. Tengo una llamada para usted. ¿Se la paso?
– ¿Quién es?
– No me ha dado tiempo a preguntarlo. -Pásemela.
La recepcionista colgó el teléfono e interpretó su papel a la perfección.
– ¿Jürgen? -¿Quién es?
– Tomas, ¿ya no reconoces mi voz?
– Sí, claro, perdóname, estaba distraído.
– ¡Llevo esperando cinco minutos por lo menos, te llamo desde el extranjero! ¿Qué pasa, es que estabas hablando con un ministro para hacerme esperar tanto?
– No, no, lo siento, no era nada importante. Tengo una buena noticia para ti, pensaba anunciártela esta noche: ya me han dado luz verde, te vas a Somalia.
– ¡Fantástico! -exclamó Tomas-. Vuelvo a Berlín y me marcho corriendo para allá.
– No es necesario, quédate en Roma, te saco un billete electrónico y te enviamos por mensajero todos los documentos importantes, los tendrás mañana por la mañana.
– ¿Estás seguro de que no es mejor que pase a verte por la redacción?
– No, hazme caso, ya hemos esperado bastante para tener las autorizaciones, no podemos perder un solo día más. Tu vuelo para África sale del aeropuerto de Fiumicino a última hora de la tarde, te llamo mañana por la mañana con todos los detalles.
– ¿Estás bien? -quiso saber Tomas-. Tienes una voz muy rara…
– Todo va muy bien. Ya me conoces, es sólo que me hubiera gustado estar contigo para celebrar tu marcha.
– No sé cómo darte las gracias, Jürgen; ¡me traeré de Somalia un premio Pulitzer para mí y un ascenso a director de la redacción de la sección internacional para ti!
Tomas colgó el teléfono. Knapp miró a Julia y al hombre que la acompañaba cruzar el vestíbulo y salir del recinto del periódico.
Volvió a su escritorio y colgó a su vez el teléfono.
17
Tomas se reunió con Marina, que lo esperaba sentada en lo alto de la gran escalinata de la piazza di Spagna, atestada de gente.
– ¿Qué, has hablado con él? -le preguntó ella.
– Ven, hay mucha gente aquí, no se puede ni respirar; vamos a mirar escaparates, y si encontramos la tienda donde viste ese pañuelo de colorines, te lo regalo.
Marina se ajustó las gafas de sol y se puso en pie sin añadir palabra.
– ¡Pero que la tienda no estaba por ahí en absoluto! -le gritó Tomas a su amiga, que se alejaba a paso rápido hacia la fuente.
– ¡No, voy en dirección contraria incluso, y de todas maneras no quiero tu pañuelo!
Tomas corrió tras ella y la alcanzó al pie de la escalinata.
– ¡Pero si ayer te morías por tenerlo!
– ¡Ayer era ayer, y hoy ya no lo quiero! Así son las mujeres, cambian de opinión de la noche a la mañana, y vosotros los hombres sois unos imbéciles.
– Pero ¿qué pasa? -quiso saber Tomas.
– Pues lo que pasa es que si de verdad querías hacerme un regalo, tenías que elegirlo tú, envolverlo en un paquete bonito y esconderlo como una sorpresa, porque habría sido una sorpresa. A eso se le llama ser detallista, Tomas, es un rasgo poco frecuente y difícil de encontrar en un hombre que a las mujeres les gusta mucho. Y si con esto te intranquilizo, tampoco vayas a pensar que con detalles de ese tipo os vamos a saltar al cuello y a daros el «sí, quiero».