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– ¿Para que Wallace me explique que mi padre lo siente en el alma pero que estará en el extranjero y que, por desgracia, no le es posible anular un viaje previsto desde hace meses? ¿O que, desgraciadamente, ese día tiene un asunto importantísimo y no sé qué más excusas?

– ¡O que está encantado de asistir a la boda de su hija y quiere asegurarse de que, pese a sus diferencias, ésta lo sentará en la mesa de honor!

– A mi padre le traen sin cuidado los honores; si viniera, preferiría que lo sentara junto al guardarropa, ¡siempre y cuando la muchacha encargada tuviera buen tipo!

– Deja de odiarlo y llámalo, Julia. Y si no, mira, haz lo que quieras, al final te pasarás la boda entera pendiente de si viene o no, en lugar de disfrutarla.

– ¡Bueno, así al menos no pensaré en que no puedo ni oler los canapés si no quiero que reviente el vestido que me has elegido!

– ¡Touché, cariño! -silbó Stanley, dirigiéndose a la puerta de la tienda-. Ya comeremos juntos un día que estés de mejor humor.

Julia estuvo a punto de tropezar al bajar del estrado y corrió hacia él. Lo agarró del hombro y, esta vez, fue ella quien lo abrazó.

– Perdóname, Stanley, no quería decir eso, lo siento.

– ¿A qué te refieres, a lo de tu padre o a lo del vestido que tan mal he elegido y ajustado? No sé si te habrás fijado, ¡pero no me ha parecido que ni tu bajada catastrófica del estrado ni tu carrerita por esta porquería de tienda hayan reventado la más mínima costura!

– Tu vestido es perfecto, eres mi mejor amigo, sin ti no podría ni pensar siquiera en presentarme ante el altar.

Stanley miró a Julia, se sacó un pañuelo de seda del bolsillo y enjugó los ojos húmedos de su amiga.

– ¿De verdad quieres cruzar la iglesia del brazo de una loca como yo, o tu última jugarreta consistiría en hacerme pasar por el malnacido de tu padre?

– No te hagas ilusiones, no tienes arrugas suficientes para resultar creíble en ese papel.

– Tonta, el cumplido te lo hacía yo a ti quitándote más años de la cuenta.

– ¡Stanley, quiero ir de tu brazo al altar! ¿Quién sino tú podría conducirme hasta mi marido?

Él sonrió, señaló el móvil de Julia y dijo con voz tierna:

– ¡Llama a tu padre! Voy a darle instrucciones a la cretina de la vendedora, que no tiene pinta de saber lo que es un cliente, para que tu vestido esté listo pasado mañana, y por fin podremos irnos a almorzar. ¡Llama ahora mismo, Julia, que me muero de hambre!

Stanley dio media vuelta y se dirigió a la caja. De camino, le lanzó una ojeada a su amiga, la vio dudar un momento y decidirse por fin a llamar. Entonces aprovechó para sacar discretamente su talonario, pagó el vestido, los arreglos de la modista, y añadió un suplemento para que todo estuviera listo en cuarenta y ocho horas. Se metió el resguardo en el bolsillo y volvió junto a Julia, que justo acababa de colgar.

– ¿Y bien? -preguntó, impaciente-. ¿Viene a la boda?

Julia negó con la cabeza.

– ¿Y esta vez qué pretexto ha esgrimido para justificar su ausencia?

Julia inspiró profundamente y miró con fijeza a Stanley. -¡Ha muerto!

Los dos amigos se quedaron un momento mirándose, sin decir una palabra.

– ¡Vaya, tengo que decir que esta vez la excusa es irreprochable! -susurró Stanley.

– ¡Eres un idiota!

– Estoy confundido, no es eso lo que quería decir, no sé ni cómo se me ha podido ocurrir decir algo así. Perdóname, cariño.

– No siento nada, Stanley, ni el más mínimo dolor en el pecho, ni la más mínima lágrima.

– Eso ya vendrá, no te preocupes, es que todavía no has asimilado la noticia.

– Que sí, que sí, te aseguro que la he asimilado perfectamente.

– ¿Quieres llamar a Adam? -No, ahora no, más tarde. Stanley miró a su amiga, inquieto.

– ¿No quieres decirle a tu futuro marido que tu padre acaba de morir?

– Murió anoche, en París; repatriarán su cuerpo por avión, el entierro será dentro de cuatro días -añadió Julia con una voz apenas audible.

Stanley se puso a contar con los dedos.

– ¿Este sábado? -dijo abriendo unos ojos como platos.

– La misma tarde de mi boda… -murmuró Julia.

Stanley se dirigió en seguida hacia la cajera, recuperó su talón y arrastró a Julia a la calle.

– ¡Te invito yo a comer!

La luz dorada de junio bañaba Nueva York. Los dos amigos cruzaron la No vena Avenida y se dirigieron a Pastis, una cervecería francesa, verdadera institución en ese barrio en plena transformación. Durante los últimos años, los viejos almacenes del distrito de los mataderos habían cedido paso a los rótulos de lujo y a los creadores de moda más conocidos de la ciudad. Como por arte de magia, habían surgido numerosos comercios y hoteles de prestigio. La antigua vía de ferrocarril a cielo abierto se había transformado en un paseo, que subía hasta la calle 10. Allí, una antigua fábrica reconvertida albergaba ahora un mercado biológico en la planta baja, mientras que las demás plantas se las repartían productoras y agencias publicitarias. En la quinta, Julia tenía su propia oficina. Allí también, las orillas del río Hudson, acondicionadas, acogían ahora un paseo para ciclistas, adeptos del jogging y enamorados de los bancos típicos de las películas de Woody Alien. Desde el jueves por la noche, el barrio estaba abarrotado de visitantes procedentes de Nueva Jersey que cruzaban el río para pasear y distraerse en los numerosos bares y restaurantes de moda.

Instalado en la terraza de Pastis, Stanley pidió dos tés.

– Ya debería haber llamado a Adam -reconoció Julia con aire de culpabilidad.

– Si es para decirle que tu padre acaba de morir, sí, ya deberías haberle informado de ello, no cabe duda. Ahora, si es para anunciarle que tenéis que aplazar la boda, que hay que avisar al cura, al catering, a los invitados y, por consiguiente, a sus padres, entonces digamos que la cosa aún puede esperar un poquito. Hace un tiempo fantástico, dale una horita más antes de estropearle el día. Además, estás de luto, eso te da todo el derecho del mundo a hacer lo que te dé la gana, ¡así que aprovecha!

– ¿Cómo voy a anunciarle algo así?

– Cariño, no debería costarle comprender que es bastante difícil enterrar a un padre y casarse, todo en la misma tarde; y aunque adivine que tal idea podría tentarte pese a todo, deja que te diga que no sería muy apropiada. Pero ¿cómo ha podido pasar algo así? ¡Dios santo!

– Créeme, Stanley, Dios no tiene nada que ver en esto; mi padre, y nadie más que él, ha elegido esta fecha.

– ¡No creo que decidiera morir anoche en París sin más fin que el de comprometer tu boda! Si bien le concedo cierto refinamiento en lo que a la elección del lugar se refiere.

– ¡No lo conoces, es capaz de cualquier cosa con tal de fastidiarme!

– ¡Tómate el té, disfrutemos del sol y, después, llamaremos a tu ex futuro marido!

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Las ruedas del Cargo 747 de Air France chirriaron sobre la pista del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Desde los grandes ventanales de la terminal, Julia contemplaba el largo ataúd de madera de caoba bajar por la cinta transportadora que lo trasladaba de la bodega del avión al coche fúnebre aparcado sobre el asfalto. Un agente de la policía aeroportuaria fue a buscarla a la sala de espera. Acompañada por el secretario de su padre, su prometido y su mejor amigo, subió a una furgoneta que la llevó hasta el avión. Un responsable de las aduanas estadounidenses la esperaba al pie de la cabina para entregarle un sobre. Contenía unos papeles administrativos, un reloj y un pasaporte.

Julia lo hojeó. Unos cuantos visados daban fe de los últimos meses de vida de Anthony Walsh. San Petersburgo, Berlín, Hong Kong, Mumbai, Saigón, Sídney, todas estas ciudades que le eran desconocidas, países que le hubiera gustado visitar con él.

Mientras cuatro hombres se atareaban alrededor del féretro, Julia pensaba en los largos viajes que emprendía su padre cuando ella no era aún más que una niña pequeña que se peleaba por cualquier cosa en el patio del colegio.

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