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Al abrir los ojos, Julia se desperezó sin prisa. La habitación estaba vacía, y la puerta de la caja de madera, cerrada. -¿Papá?

Pero ninguna respuesta alteró el silencio que reinaba. El desayuno estaba servido en la mesa de la cocina. Contra el tarro de miel descansaba un sobre, entre la caja de cereales y el cartón de leche. Julia se sentó y reconoció la letra.

Hija mía:

Cuando leas esta carta, se me habrán acabado las fuerzas; espero que no me guardes rencor, he preferido evitarte una despedida inútil. Ya es bastante enterrar a un padre una vez. Cuando hayas leído estas últimas palabras, sal de casa unas horas. Vendrán a buscarme, y prefiero que no estés presente. No vuelvas a abrir esta caja, estoy durmiendo en ella, sereno, gracias a ti. Julia mía, gracias por estos días que me has dado. Hacía tanto tiempo que los esperaba, hacía tanto tiempo que soñaba con conocer a la mujer maravillosa en la que te has convertido. Es uno de los grandes misterios de la vida de un padre este que habré aprendido estos últimos días. Hay que saber amaestrar el tiempo en el que uno conocerá al adulto en que se ha convertido su hijo, aprender a cederle paso. Perdóname también por todo lo que no hice o hice mal en tu infancia, sólo yo soy responsable. No estuve presente lo suficiente, no tanto como tú deseabas; me habría gustado ser tu amigo, tu cómplice, tu confidente; sólo he sido tu padre, pero lo seré para siempre. Dondequiera que vaya ahora, llevo conmigo el recuerdo de un amor infinito, mi amor por ti. ¿Recuerdas esa leyenda china, esa historia tan bonita que narraba las virtudes de un reflejo de luna en el agua? Hacía mal en no creer en ella, también eso era sólo cuestión de paciencia; mi deseo se habrá cumplido al final, puesto que esa mujer que tanto esperaba ver reaparecer en mi vida eras tú.

Todavía te recuerdo de niña, cuando corrías a abrazarme… Es tonto decirlo, pero es la cosa más bonita que me ha pasado en la vida. Nada me habrá hecho más feliz que tu risa, que esos cariños de niña que me hacías cuando volvía a casa por la noche. Sé que algún día, cuando te hayas liberado de la pena, volverán a ti los recuerdos. Sé también que nunca olvidarás los sueños que me contabas cuando venía a sentarme al pie de tu cama. Incluso en mis ausencias no estaba tan lejos de ti como creías; aunque sea torpe, aunque no se me dé bien, te quiero. Sólo me queda una cosa que pedirte: prométeme que serás feliz.

Tu padre

Julia dobló la carta. Avanzó hasta la caja en mitad del salón. Acarició la madera con la mano y le murmuró a su padre que lo quería. Con el corazón lleno de pena, obedeció su última voluntad, sin olvidar confiarle la llave de su casa a su vecino. Avisó al señor Zimoure de que esa mañana iría un camión a recoger un paquete en su casa y le pidió que fuera tan amable de abrirles la puerta. No le dejó oportunidad de protestar y se alejó calle arriba, rumbo a una tienda de antigüedades.

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Había pasado un cuarto de hora, volvía a reinar el silencio en el apartamento de Julia. Se oyó un tenue chasquido seguido de un crujido, y la puerta de la caja se abrió. Anthony salió, se sacudió el polvo de los hombros y avanzó hasta el espejo para ajustarse el nudo de la corbata. Devolvió a su sitio en la estantería el marco con su foto y paseó la mirada por la habitación.

Salió del apartamento y bajó a la calle. Aparcado ante el edificio lo esperaba un coche.

– Buenos días, Wallace -dijo acomodándose en el asiento trasero.

– Es un placer volver a verlo, señor -contestó su secretario personal.

– ¿Están avisados los transportistas? -El camión está justo detrás de nosotros. -Perfecto -contestó Anthony. -¿Lo llevo al hospital, señor?

– No, ya he perdido bastante tiempo. Vamos al aeropuerto, pasando primero por mi casa, tengo que cambiar de maleta. Prepare también su propio equipaje, pues me acompañará: ya no me gusta viajar solo.

– ¿Puedo preguntarle adonde vamos, señor? -Se lo explicaré por el camino. No se olvide de coger su pasaporte.

El coche giró por Greenwich Street. Al siguiente cruce, se abrió la ventanilla y un mando a distancia blanco fue a parar a la alcantarilla.

24

Que pudieran recordar los neoyorquinos, nunca había hecho tan buen tiempo en el mes de octubre. El verano tardío era uno de los más bellos que la ciudad había conocido jamás. Como todos los fines de semana desde hacía tres meses, Stanley se había reunido con Julia para tomar juntos un brunch. Hoy la mesa reservada para ellos en Pastis tendría que esperar. Ese domingo era especial, el señor Zimoure inauguraba sus rebajas. Por primera vez, Julia llamó a su puerta sin que fuera para anunciarle una catástrofe, y éste aceptó abrirle la tienda dos horas antes del horario oficial.

– Bueno, ¿qué te parece? -Vuélvete y deja que te mire.

– Stanley, llevas media hora examinándome los pies, ya no aguanto ni un minuto más subida a este estrado.

– Cariño, ¿quieres mi opinión, sí o no? Vuélvete otra vez para que te vea de frente. Lo que yo pensaba, la altura de los tacones no es en absoluto la que necesitas.

– ¡Stanley!

– Esta manía de comprar en rebajas me horripila. -Pero ¿has visto los precios de esta tienda? Perdona si no tengo más remedio, no me alcanza con mi sueldo de infografista -susurró.

– ¡Oh, no empieces otra vez con lo mismo!

– Bueno, ¿qué?, ¿se los lleva? -preguntó el señor Zimoure, agotado-. Creo que le he sacado todos los pares, los dos solos han conseguido poner mi tienda patas arriba.

– No -dijo Stanley-, todavía no se ha probado esos maravillosos zapatos que veo en ese estante, sí, el de arriba de todo.

– Ese modelo ya no me queda en el número de la señorita.

– ¿Y en el almacén? -suplicó Stanley.

– Tengo que bajar a ver -suspiró el señor Zimoure antes de desaparecer.

– Este tipo tiene la suerte de ser la elegancia personificada, al menos compensa un poco ese carácter de perros…

– ¿Te parece que es la elegancia personificada? -se rió Julia.

– Después de todo este tiempo, podríamos al menos invitarlo una vez a cenar a tu casa. -¿Estás de broma?

– Que yo sepa, no soy yo quien no deja de repetir que vende los zapatos más bonitos de todo Nueva York. -Y por eso querrías…

– No voy a seguir viudo toda la vida, ¿o es que tienes algo en contra?

– Nada en absoluto, pero en fin, el señor Zimoure… -¡Olvida al señor Zimoure! -dijo Stanley, lanzando una ojeada por la ventana. -¿Ya?

– ¡Sobre todo, no te vuelvas, el hombre que nos mira desde el otro lado del escaparate es absolutamente irresistible!

– ¿Qué hombre? -preguntó Julia sin atreverse a hacer el menor movimiento.

– El que tiene la nariz pegada al cristal desde hace diez minutos y te mira como si hubiera visto a la Vir gen… Que yo sepa, la Vir gen no habría llevado zapatos de trescientos dólares, ¡y menos de rebajas! ¡Te he dicho que no vuelvas, lo he visto yo primero!

Julia levantó la cabeza y no pudo reprimir un temblor en los labios.

– De eso nada -dijo con voz temblorosa-, a ése lo vi yo mucho antes que tú…

Abandonó los zapatos sobre el estrado, abrió el pestillo de la puerta de la tienda y se precipitó a la calle.

Cuando el señor Zimoure volvió a la tienda encontró a Stanley sentado solo en el estrado, con un par de zapatos en la mano.

– ¿Se ha marchado la señorita Walsh? -preguntó, estupefacto.

– Sí -contestó Stanley-, pero no se preocupe, volverá, probablemente hoy no, pero volverá.

De la sorpresa, al señor Zimoure se le cayó la caja que tenía en la mano. Stanley la recogió y se la tendió.

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