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– ¿Derecho o izquierdo? -volvió a preguntar Anthony, girando sobre el asiento plegable-. Siempre me han dicho que desde este lado tengo un perfil más elegante. ¿Usted qué opina? ¿Y tú, Julia, qué opinas tú?

– ¡Nada! ¡Absolutamente nada! -declaró ella, dándole la espalda.

– Con todos esos caramelos de goma que te has comido antes tu estómago puede esperar un poquitín. Ni siquiera entiendo que aún tengas hambre después de haberte atiborrado de golosinas.

La dibujante, compadeciéndose de Julia, le sonrió.

– Es mi padre, no nos hemos visto desde hace años (estaba demasiado ocupado consigo mismo), la última vez que dimos un paseo como éste fue para acompañarme a la guardería. ¡Ha retomado nuestra relación a partir de ese momento! ¡Sobre todo no le diga que ya tengo más de treinta años, le podría dar un patatús!

La joven dejó el carboncillo y miró a Julia.

– Me va a salir mal el retrato si sigue usted haciéndome reír.

– ¿Lo ves? -prosiguió Anthony-, perturbas el trabajo de la señorita. Ve a ver los dibujos que están expuestos, no tardaremos mucho.

– ¡Le trae sin cuidado el dibujo, si se ha sentado ahí es porque la encuentra a usted guapa! -le explicó Julia a la dibujante.

Anthony le indicó a su hija que se acercara, como si quisiera contarle un secreto. Julia se inclinó hacia él de mala gana.

– Según tú -le susurró al oído-, ¿cuántas jóvenes soñarían con que pintasen el retrato de su padre tres días después de su muerte?

Sin argumentos, Julia se alejó.

Aunque seguía posando para el retrato, Anthony observaba a su hija mientras ésta contemplaba los dibujos que no habían encontrado comprador o que la joven artista hacía por gusto, para pulir su talento.

Y, de pronto, el rostro de Julia se paralizó. Con los ojos como platos, entreabrió los labios como si de repente le faltara el aire. ¿Acaso era posible que la magia de un trazo a carboncillo reabriera una memoria entera de esa forma? Ese rostro colgado de una reja, ese hoyuelo esbozado en la barbilla, esa ligera raya que exageraba el pómulo, esa mirada que Julia contemplaba en una hoja y que parecía contemplarla a su vez, esa frente casi insolente la arrastraban tantos años atrás, hacia un sinfín de emociones pasadas.

– ¿Tomas? -balbuceó.

9

Julia había cumplido dieciocho años el uno de septiembre de 1989. Y, para celebrarlo, se disponía a abandonar los bancos de la facultad en la que Anthony la había matriculado, para iniciar un programa de intercambio internacional en un ámbito que nada tenía que ver con el que su padre había elegido para ella. El dinero que había ahorrado esos últimos años dando clases particulares, los últimos meses trabajando a escondidas como modelo en las salas del departamento de artes gráficas y el que le había ganado a sus compañeros de juego en algunas timbas de lo más reñidas venía a sumarse al de la beca que por fin había conseguido. Había sido necesaria la complicidad del secretario de Anthony Walsh para que pudiese obtenerla sin que la dirección de la facultad opusiera la fortuna de su padre a su demanda de beca. De mala gana, sin dejar de repetirle «Señorita, qué cosas me obliga a hacer, si se enterara su padre», Wallace había aceptado firmar el formulario que aseguraba que hacía ya mucho tiempo que su patrono no sufragaba los gastos de su propia hija. Presentando todos sus certificados de empleo, Julia había convencido al economato de la universidad para que le otorgaran la beca. Después de recuperar su pasaporte durante una breve y tumultuosa visita a la casa en Park Avenue en la que residía su padre, tras cerrar la puerta con un sonoro portazo, Julia se subió a un autobús en dirección al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy y aterrizó en París al alba del 6 de octubre de 1989.

De pronto volvía a su mente la habitación de estudiante que ocupaba entonces. La mesa de madera junto a la ventana y esa vista única sobre los tejados del Observatorio; la silla de hojalata, la lámpara que parecía provenir de otro siglo; la cama con sus sábanas un poco ásperas que olían tan bien, dos amigas que vivían en el mismo rellano pero cuyos nombres permanecían cautivos del pasado. El bulevar Saint-Michel, que recorría a pie todos los días para llegar hasta la escuela de Bellas Artes. El pequeño café en la esquina con el bulevar Arago, y esa gente que fumaba en el mostrador mientras se tomaba un café con coñac por las mañanas. Sus sueños de independencia se hacían realidad, y no pensaba dejar que ningún flirteo alterara el curso de sus estudios. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana Julia dibujaba. Había probado casi todos los bancos del jardín de Luxemburgo, recorrido cada uno de los caminos, se había tumbado en céspedes prohibidos para observar el torpe caminar de los pájaros, los únicos con permiso para posarse en la hierba. Había transcurrido el mes de octubre, y el alba de su primer otoño en París se había disipado en los primeros días grises de noviembre.

En el café Arago, una noche cualquiera, unos estudiantes de la Sor bona discutían con fervor lo que estaba ocurriendo en Alemania. Desde principios de septiembre, miles de alemanes del Este cruzaban la frontera húngara para tratar de pasar al Oeste. El día anterior eran un millón manifestándose en las calles de Berlín.

– ¡Es un acontecimiento histórico! -había exclamado uno de aquellos estudiantes. Se llamaba Antoine.

Y un torrente de recuerdos reavivó su memoria. -Hay que ir allí -había propuesto otro.

Ése era Mathias. Me acuerdo de que fumaba sin parar, se enfadaba por cualquier cosa, hablaba sin tregua y, cuando ya no tenía nada que decir, canturreaba. Nunca había conocido a nadie que le tuviera tanto miedo al silencio.

Se había formado un grupito dispuesto a marcharse. Saldrían en coche esa misma noche, rumbo a Alemania. Turnándose al volante, llegarían a Berlín antes o justo después de mediodía.

¿Qué había llevado a Julia aquella noche a levantar la mano en mitad del café Arago? ¿Qué fuerza la había empujado hasta la mesa de los estudiantes de la Sor bona?

– ¿Puedo ir con vosotros? -les había preguntado, acercándose.

Recuerdo cada palabra.

– Sé conducir y me he pasado el día durmiendo. No era verdad.

– Podría aguantar al volante durante horas.

Antoine había consultado al resto de los presentes. ¿Era Antoine o Mathias? Qué importa, puesto que la votación -casi por mayoría- había decidido integrarla al periplo que se preparaba.

– ¡Una americana, se lo debemos a sus compatriotas! -había añadido Mathias, mientras que Antoine todavía dudaba.

Y había concluido, levantando la mano:

– Cuando vuelva a su país, algún día dará fe de la simpatía de los franceses por todas las revoluciones en curso.

Habían apartado las sillas, y Julia se había sentado en medio de sus nuevos amigos. Algo más tarde, habían intercambiado abrazos en el bulevar Arago, Julia había besado rostros que no conocía, pero, ya que formaba parte del viaje, tenía que despedirse de los que se quedaban en París. Mil kilómetros por delante, no había tiempo que perder. Aquella noche del 7 de noviembre, mientras subía por el muelle de Bercy, a orillas del Sena, Julia no imaginaba que ese paseo era su adiós a París y que jamás volvería a ver los tejados del Observatorio desde la ventana de su habitación de estudiante.

Senlis, Compiégne, Amiens, Cambrai, tantos y tantos nombres misteriosos escritos en los paneles que desfilaban ante sí, tantas y tantas ciudades desconocidas.

Antes de la medianoche iban ya camino de Bélgica, y, en Valenciennes, Julia cogió el volante.

En la frontera, a los agentes de aduanas les intrigó el pasaporte estadounidense que Julia les tendía, pero su carnet de estudiante de la escuela de Bellas Artes hizo las veces de salvoconducto, y el viaje prosiguió.

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