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Desde la frontera alemana, Anthony y Julia no habían intercambiado una sola palabra. De vez en cuando, Julia subía el volumen de la radio, y Anthony lo bajaba al instante. Un bosque de pinos se erguía en el paisaje. En el lindero de la pineda, una hilera de bloques de hormigón cerraba un desvío que ya no se utilizaba. Julia reconoció a lo lejos las formas siniestras de los antiguos edificios de la zona fronteriza de Marienborn, hoy en día convertidos en memorial.

– ¿Cómo os las apañasteis para pasar la frontera? -preguntó Anthony, mirando desfilar tras el cristal los miradores decrépitos.

– ¡Le echamos cara! Uno de los amigos con los que viajaba era hijo de diplomático, así que dijimos que íbamos a visitar a nuestros padres, que estaban destinados en Berlín Occidental.

Anthony se echó a reír.

– En lo que a ti respecta, la excusa no estaba exenta de ironía.

Apoyó las manos sobre las rodillas. -Siento mucho que no se me ocurriera entregarte esa carta antes -añadió.

– ¿Lo dices de verdad?

– No lo sé, en cualquier caso, me siento más ligero ahora que te lo he dicho. ¿Te importa parar cuando puedas? -¿Por qué?

– No sería ninguna tontería que tú descansaras un poco, y además a mí me gustaría estirar las piernas.

Un cartel anunciaba una área de servicio a diez kilómetros de allí. Julia prometió detenerse en ella.

– ¿Por qué os fuisteis mamá y tú a Montreal?

– No teníamos mucho dinero, bueno, sobre todo yo, tu madre tenía unos ahorros que no tardamos en gastar. La vida en Nueva York se hacía cada vez más difícil. Fuimos felices allí, ¿sabes? Creo incluso que fueron nuestros mejores años.

– Eso te enorgullece, ¿verdad? -preguntó Julia con voz agridulce.

– ¿El qué?

– Haberte marchado sin blanca y haber triunfado.

– ¿A ti no? ¿A ti no te enorgullece tu audacia? ¿No te sientes satisfecha cuando ves a un niño jugar con un peluche que es el fruto de tu imaginación? Cuando te paseas por un centro comercial y descubres en un cine el cartel de una película cuya historia has creado tú, ¿no te sientes orgullosa?

– Me contento con alegrarme, que no es poco.

El coche tomó la salida del área de servicio. Julia aparcó junto a una acera que delimitaba una gran extensión de césped. Anthony abrió la puerta y miró fijamente a su hija justo antes de salir.

– ¡Bueno, vaaale…! -dijo, y se alejó.

Ella apagó el motor y apoyó la cabeza sobre el volante.

– Pero ¿qué estoy haciendo aquí?

Anthony atravesó una zona de juegos reservada a los niños y entró en la gasolinera. Unos momentos después, regresó cargado con una bolsa de provisiones, abrió la puerta y dejó sus compras sobre el asiento.

– Ve a refrescarte un poco, he comprado lo necesario para que recuperes fuerzas. Mientras tanto yo vigilaré el coche.

Julia obedeció. Rodeó los columpios, evitó la zona de arena y entró ella también en la gasolinera. Cuando salió, encontró a Anthony tumbado a los pies de un tobogán, con los ojos fijos en el cielo.

– ¿Estás bien? -preguntó, inquieta.

– ¿Crees que estoy ahí arriba?

Desconcertada por la pregunta, Julia se sentó en la hierba, justo a su lado. A su vez, levantó la cabeza.

– No tengo ni idea. Durante mucho tiempo, busqué a Tomas entre las nubes. Estaba segura de haberlo reconocido varias veces y, sin embargo, está vivo.

– Tu madre no creía en Dios, yo sí. Entonces, ¿qué crees tú, que estoy en el Cielo sí o no?

– Perdóname si no puedo contestar a tu pregunta, no lo consigo.

– ¿No consigues creer en Dios?

– No consigo aceptar la idea de que estás aquí, a mi lado, que te estoy hablando cuando…

– ¡Cuando estoy muerto! Ya te lo he dicho, aprende a no tener miedo de las palabras. Las palabras adecuadas son importantes. Por ejemplo, si me hubieras dicho antes: «Papá, eres un cerdo y un imbécil que nunca entendió nada de mi vida, un egoísta que quería moldear mi vida a semejanza de la suya propia; un padre como muchos otros, que me hacía daño diciéndome que era por mi bien cuando en realidad era por el suyo», quizá te habría escuchado. Quizá no habríamos perdido todo este tiempo, quizá habríamos sido amigos. Reconoce que habría sido estupendo ser amigos. Julia se quedó callada.

– Mira, por ejemplo, estas palabras son pertinentes: a falta de ser un buen padre, me habría gustado ser tu amigo.

– Deberíamos reemprender camino -dijo Julia con voz temblorosa.

– Esperemos un poco todavía, creo que mis reservas de energía no están a la altura de lo que prometía el folleto; si sigo gastándolas de este modo, temo que nuestro viaje no dure todo lo que teníamos previsto.

– Podemos tomarnos todo el tiempo que necesites. Berlín ya no está tan lejos, y, además, habiendo transcurrido veinte años, poco importa que lleguemos unas horas antes o después.

– Diecisiete años, Julia, no veinte.

– La cosa no cambia mucho.

– ¿Tres años de vida? Sí, sí, es mucho. Créeme, sé de lo que hablo.

Padre e hija permanecieron así tumbados con los brazos cruzados detrás de la cabeza, ella en la hierba, él, a los pies del tobogán, ambos inmóviles, escrutando el cielo.

Había pasado una hora, Julia se había quedado dormida, y Anthony la contemplaba dormir. Su sueño parecía tranquilo. De vez en cuando fruncía el ceño, pues le molestaba el pelo, que el viento empujaba sobre su rostro. Con una mano titubeante, Anthony le apartó un mechón de la cara. Cuando Julia volvió a abrir los ojos, el cielo se teñía ya del color sombrío del atardecer. Anthony ya no estaba a su lado. Oteó el horizonte buscándolo y reconoció su silueta, sentado en el coche. Julia volvió a calzarse los zapatos, que sin embargo no recordaba haberse quitado, y corrió hacia el aparcamiento.

– ¿He dormido mucho rato? -preguntó, arrancando el motor.

– Dos horas, quizá más. No he llevado cuenta del tiempo.

– ¿Y tú, mientras, qué hacías?

– Esperar.

El coche abandonó el área de servicio y volvió a la autopista. Sólo quedaban ochenta kilómetros hasta Potsdam.

– Llegaremos al caer la noche -dijo Julia-. No tengo la menor idea de qué hacer para encontrar a Tomas. Ni siquiera sé si sigue viviendo allí. Después de todo, es verdad, me sacaste de allí de repente, ¿quién nos dice que sigue viviendo en Berlín?

– Sí, en efecto, cabe esa posibilidad, entre el alza de los precios de las casas, su mujer, sus trillizos y su familia política, que se ha ido a vivir con ellos, quizá se hayan instalado en un elegante chalet en el campo.

Julia miró rabiosa a su padre, que, de nuevo, le indicó que se concentrara en la carretera.

– Es fascinante cómo puede el miedo inhibir el espíritu -prosiguió él.

– ¿Qué estás insinuando?

– Nada, una idea como otra cualquiera. A propósito, no querría meterme donde no me llaman, pero ya sería hora de que le dieras noticias tuyas a Adam. Hazlo al menos por mí, ya no soporto a Gloria Gaynor, no ha parado de berrear en tu bolso mientras dormías.

Y Anthony entonó una endiablada parodia del Will Survive. Julia hizo lo posible por no echarse a reír, pero cuanto más fuerte cantaba Anthony, más risa le daba. Cuando se adentraron en la periferia de Berlín ambos reían.

Anthony guió a Julia hasta el hotel Brandenburger Hof.

Nada más llegar los recibió un botones, que saludó al señor Walsh al bajar del coche. «Buenas noches, señor Walsh», dijo a su vez el portero, poniendo en marcha la puerta giratoria. Anthony cruzó el vestíbulo y se dirigió a la recepción, donde el empleado lo saludó por su nombre. Aunque no habían reservado, y en esa época del año el hotel estaba completo, les aseguró que pondrían a su disposición dos habitaciones de la mejor categoría. Lo sentían mucho, pero no podrían estar en el mismo piso. Anthony le dio las gracias, añadiendo que no tenía importancia. Al entregarle las llaves al mozo de las maletas, el recepcionista le preguntó a Anthony si deseaba que les reservara una mesa en el restaurante gastronómico del hotel.

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