Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Quieres que cenemos aquí? -le preguntó Anthony a Julia, volviéndose hacia ella.

– ¿Eres accionista de este hotel? -quiso saber ella.

– En caso contrario -prosiguió Anthony-, conozco un fantástico restaurante asiático a dos minutos de aquí. ¿Te sigue gustando tanto la cocina china?

Y como Julia no contestaba, Anthony rogó al recepcionista que les reservara mesa para dos en la terraza del China Garden.

Tras refrescarse un poco, Julia se reunió con su padre y se marcharon a pie hasta el restaurante. -¿Estás contrariada?

– Es increíble cómo ha cambiado todo -contestó ella.

– ¿Has hablado con Adam?

– Sí, lo he llamado desde mi habitación.

– ¿Y qué ha dicho?

– Que me echaba de menos, que no entendía por qué me había marchado así, ni tras qué corría de esa manera, que había ido a buscarme a Montreal, pero que nos habíamos cruzado; una hora menos y habríamos coincidido.

– ¡Imagínate qué cara habría puesto si nos hubiera encontrado juntos!

– También me ha pedido cuatro veces que le prometiera que estaba sola. -¿Y?

– ¡Le he mentido cuatro veces!

Anthony empujó la puerta del restaurante y le cedió el paso a su hija.

– Si sigues así, vas a terminar por cogerle gusto -rió.

– ¡No sé qué te parece tan gracioso!

– Lo gracioso es que estamos en Berlín en busca de tu primer amor, y tú te sientes culpable por no poder confesarle a tu prometido que estabas en Montreal en compañía de tu padre. Quizá me equivoque, pero lo encuentro bastante cómico, femenino, pero cómico.

Anthony aprovechó la cena para urdir un plan. Nada más levantarse al día siguiente, irían al sindicato de periodistas para comprobar si un tal Tomas Meyer seguía siendo titular de un carnet de prensa. En el camino de regreso al hotel, Julia arrastró a su padre al Tiergarten Park.

– Yo dormí ahí una vez -dijo señalando un gran árbol a lo lejos-. Es increíble, me siento como si hubiera sido ayer.

Anthony miró a su hija con aire malicioso. Se agachó, unió las manos y estiró los brazos.

– ¿Qué haces?

– Una escalera para que trepes, vamos, date prisa, vamos a aprovechar que no hay nadie a la vista.

Julia no se hizo de rogar, tomó apoyo en las manos de su padre y trepó la verja.

– ¿Y tú? -preguntó, pasando al otro lado.

– Pasaré por los torniquetes de entrada -dijo señalando un acceso algo más lejos-. El parque no cierra hasta medianoche, a mi edad será más fácil por ahí.

En cuanto se hubo reunido con Julia, la condujo hacia el césped y se sentó al pie del gran tilo que ella le había señalado.

– Es curioso, yo también me eché alguna que otra siesta bajo este árbol cuando estaba en Alemania. Era mi rincón preferido. Cada vez que tenía permiso, venía a instalarme aquí con un libro y miraba a las chicas que paseaban por el parque. Cuando teníamos la misma edad, estábamos sentados en el mismo lugar, bueno, con varios decenios de intervalo. Con el rascacielos de Montreal, ya tenemos dos lugares donde compartir recuerdos, estoy contento.

– Es aquí donde solíamos venir Tomas y yo -dijo Julia.

– Ese chico empieza a caerme simpático.

A lo lejos se oyó el bramido de un elefante. El zoo de Berlín estaba a unos metros a sus espaldas, en el lindero del parque.

Anthony se puso en pie e instó a su hija a que lo siguiera.

– De niña, odiabas los zoológicos. No te gustaba que los animales estuvieran encerrados en jaulas. Era la época en que de mayor querías ser veterinaria. Supongo que ya no te acordarás, pero cuando cumpliste seis años te regalé un peluche muy grande; era una nutria, si mal no recuerdo. No debí de elegirla muy bien, estaba siempre enferma y te pasabas el rato curándola.

– No estarás sugiriendo que si más tarde dibujé una nutria fue gracias a ti…

– ¡Vaya ideas se te ocurren! Como si nuestra infancia pudiera desempeñar algún papel en nuestra vida adulta… Con todo lo que me reprochas, no me faltaba más que eso.

Anthony le confesó que sentía que le fallaban las fuerzas a un ritmo que lo preocupaba. Era hora de regresar, de modo que tomaron un taxi.

De vuelta en el hotel, Anthony se despidió de su hija cuando salió del ascensor y siguió camino hasta el último piso, donde se encontraba su habitación.

Tumbada en la cama, Julia pasó largo rato consultando la agenda de su móvil. Se decidió a volver a llamar a Adam, pero cuando contestó su buzón de voz, colgó para, al instante, marcar el número de Stanley.

– ¿Y bien, has encontrado lo que habías ido a buscar? -le preguntó su amigo.

– Todavía no, acabo de llegar.

– ¿Has ido a pie todo el camino?

– En coche desde París, es una larga historia.

– ¿Me echas un poquito de menos? -quiso saber él.

– ¡No irás a creer que te llamo sólo para darte noticias mías!

Stanley le confió que había pasado por su portal al volver del trabajo; no le pillaba de camino pero, sin darse cuenta, sus pasos lo habían llevado a la esquina de Horatio con Greenwich Street.

– Qué triste se ve el barrio cuando tú no estás.

– Lo dices sólo para agradar.

– Me he cruzado con tu vecino, el de la zapatería.

– ¿Has hablado con el señor Zimoure?

– Con todo el tiempo que llevamos haciéndole maleficios… Estaba en la puerta de su tienda, me ha saludado, y yo le he devuelto el saludo.

– Desde luego, no puedo dejarte solo, en cuanto me alejo unos días, empiezas a juntarte con quien no debes.

– Eres un demonio; al final, tampoco es tan desagradable, el hombre…

– Stanley, ¿no estarás tratando de decirme algo? -Pero ¿en qué estás pensando?

– Te conozco mejor que nadie, cuando conoces a alguien, y de primeras no te cae mal, eso ya de por sí es sospechoso, así que si me dices que el señor Zimoure «no es tan desagradable», ¡ganas me dan de volver mañana mismo!

– Vas a necesitar otro pretexto para volver, querida. Nos hemos saludado, nada más. También Adam ha venido a visitarme.

– ¡Desde luego, ahora sois inseparables!

– Eres tú más bien la que parece querer separarse de él. Y no es culpa mía si vive a dos calles de mi tienda. Por si todavía te interesa, no me ha dado la impresión de que estuviera muy bien. De todas maneras, para que se acerque a visitarme no puede estar muy bien. Te echa de menos, Julia, está preocupado, y creo que tiene motivos para estarlo.

– Stanley, te juro que no es eso, es incluso lo contrario.

– ¡Ah, no, no se te ocurra jurar! ¿Te crees siquiera lo que me acabas de decir?

– ¡Sí! -contestó Julia sin vacilar.

– No sabes lo triste que me pongo cuando eres tan tonta. ¿De verdad sabes dónde te arrastra este misterioso viaje? -No -murmuró Julia.

– Entonces, ¿cómo quieres que lo sepa él? Te dejo, aquí son más de las siete y he de prepararme, esta noche tengo una cena.

– ¿Con quién?

– ¿Y tú con quién has cenado? -Sola.

– Como me horroriza que me mientas, voy a colgar, llámame mañana. Un beso.

Julia no pudo prolongar la conversación, oyó un clic: Stanley ya se había marchado, probablemente hacia su vestidor.

La despertó un timbre. Julia se estiró cuan larga era, descolgó el teléfono y sólo oyó un pitido. Se levantó, cruzó la habitación, se dio cuenta entonces de que estaba desnuda y se puso en seguida un albornoz que la noche anterior había dejado al pie de la cama.

Al otro lado de la puerta esperaba un botones. Cuando Julia le abrió, éste empujó al interior de la habitación un carrito en el que habían servido un desayuno continental y dos huevos pasados por agua.

– Yo no he pedido nada -le dijo al joven, que ya estaba sirviéndolo todo en la mesita baja.

– Tres minutos y medio, el tiempo ideal para usted, para los huevos pasados por agua, por supuesto, ¿no es así?

– Exactamente -contestó Julia ahuecándose el pelo.

– ¡Eso mismo nos ha precisado el señor Walsh!

– Pero no tengo hambre… -añadió mientras el camarero quitaba con cuidado la parte superior de la cáscara de los huevos.

39
{"b":"117977","o":1}