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Los antiguos edificios y las viejas casas que antes ocupaban la calle habían cedido paso a construcciones más recientes. No subsistía ya nada de lo que había poblado los recuerdos de Julia, excepto el parque público.

Avanzó hasta el número 2 de la calle. Antes había allí un edificio frágil y, al otro lado de la puerta verde, una escalera de madera que ascendía hasta la primera planta; Julia ayudaba a la abuela de Tomas a subir los últimos peldaños. Cerró los ojos y recordó. Primero el olor a cera cuando uno se acercaba a la cómoda, los visillos siempre cerrados que filtraban la luz y protegían de las miradas ajenas; el eterno mantel de muletón sobre la mesa, las tres sillas del comedor; un poco más allá, el sofá desgastado, frente al televisor en blanco y negro. La abuela de Tomas no había vuelto a encenderlo desde que se limitaba a difundir las buenas noticias que el gobierno quería dar. Y, detrás, el fino tabique que separaba el salón de su habitación. ¿Cuántas veces no había estado a punto Tomas de ahogar a Julia con la almohada cuando se reía de sus torpes caricias?

– Tenías el cabello más largo -dijo Anthony sacándola de su ensimismamiento.

– ¿Qué? -preguntó ella, volviéndose.

– Cuando tenías dieciocho años, llevabas el cabello más largo.

Anthony recorrió el horizonte con la mirada.

– No queda gran cosa, ¿verdad?

– No queda nada de nada, querrás decir -balbuceó Julia.

– Ven, vamos a sentarnos en ese banco de ahí enfrente, estás muy pálida, tienes que reponerte un poco.

Se instalaron en un rincón del césped, amarillento por el ir y venir de los niños.

Julia estaba callada. Anthony levantó el brazo, como si quisiera rodearle los hombros con él, pero su mano terminó por posarse en el respaldo del banco.

– ¿Sabes?, había otras casas aquí. Las fachadas eran decrépitas, no tenían muy buen aspecto, pero por dentro eran acogedoras, era…

– Mejor en tu recuerdo, sí, así es como suele ser -dijo Anthony con voz tranquilizadora-. La memoria es una artista extraña, redibuja los colores de la vida, borra lo mediocre y sólo conserva los trazos más hermosos, las curvas más conmovedoras.

– Al cabo de la calle, en lugar de esa horrible biblioteca, había un pequeño bar. Nunca había visto nada más cutre; una sala gris, del techo colgaban unos neones, había unas mesas de fórmica, la mayoría cojas, pero si supieras cuánto nos reímos en ese barucho sórdido, si supieras lo felices que fuimos allí. Sólo servían vodka y cerveza de mala calidad. A menudo ayudaba al dueño cuando tenía muchos clientes, me ponía un delantal y hacía de camarera. Mira, era allí -dijo Julia, señalando la biblioteca que había reemplazado al bar.

Anthony carraspeó.

– ¿Estás segura de que no era más bien al otro lado de la calle? Estoy viendo ahora un pequeño bar que recuerda bastante a lo que acabas de describirme.

Julia volvió la cabeza. En la esquina del bulevar y en el lado contrario al que ella le había señalado, parpadeaba un rótulo luminoso sobre la fachada deslucida de un viejo bar.

Julia se levantó, y Anthony la siguió. Subió la calle, aceleró y echó a correr, sintiendo que los últimos metros no terminaban nunca. Jadeante, abrió la puerta del bar y entró.

Habían vuelto a pintar las paredes de la sala, dos lámparas de araña sustituían ahora a los neones, pero las mesas de fórmica eran las mismas y le daban al lugar un estilo retro sumamente atractivo. Detrás del mostrador, que no había cambiado, un hombre de cabello blanco la reconoció.

Un solo cliente ocupaba una silla al fondo del local. Sentado de espaldas, se adivinaba que estaba leyendo el periódico. Conteniendo la respiración, Julia avanzó hacia él.

– ¿Tomas?

16

En Roma, el jefe del gobierno italiano acababa de anunciar su dimisión. Una vez terminada la conferencia de prensa, por última vez aceptó prestarse al juego de los fotógrafos. Los flashes chisporrotearon, irradiando el estrado. Al fondo de la sala, un hombre acodado sobre el radiador guardaba su material.

– ¿No inmortalizas la escena? -preguntó una joven a su lado.

– No, Marina, hacer la misma foto que otros cincuenta tipos no tiene ningún interés. Francamente, no es lo que yo llamo un reportaje.

– ¡Qué malas pulgas tienes, menos mal que al menos eres guapo y así compensas!

– Es una manera como otra cualquiera de decirme que tengo razón. ¿Y si en lugar de escuchar tus sermones te llevara a comer?

– ¿Tienes algún restaurante en mente? -preguntó la periodista.

– ¡No, pero estoy seguro de que tú, sí! Un periodista de la RA IRAI pasó junto a ellos y le besó la mano a Marina antes de desaparecer.

– ¿Quién es?

– Un idiota -contestó ella.

– En cualquier caso, un idiota al que no pareces dejar indiferente.

– Precisamente lo que yo decía, ¿nos vamos?

– Recogemos nuestras credenciales en la entrada y nos largamos de aquí pitando.

Cogidos del brazo, salieron de la gran sala donde había tenido lugar la rueda de prensa y enfilaron el pasillo que conducía hacia la salida.

– ¿Qué proyectos tienes? -preguntó Marina, mostrándole su carnet de prensa al guardia de seguridad.

– Espero noticias de mi redacción. Llevo tres semanas dedicándome a cosas sin ningún interés, como hoy, esperando a diario que me den luz verde para ir a Somalia.

– ¡Excelentes noticias para mí!

A su vez, el periodista tendió su carnet de prensa para que el guardia de seguridad le devolviera el documento de identidad que cada visitante estaba obligado a entregar para poder entrar en el recinto del palazzo Montecitorio.

– ¿Señor Ullmann? -preguntó el agente.

– Sí, ya lo sé, mi apellido de periodista difiere del que aparece en mi pasaporte, pero mire la fotografía de mi carnet de prensa, así como el nombre de pila, y verá que son iguales.

El guardia comprobó la semejanza de los rostros y, sin hacer más preguntas, le devolvió el pasaporte a su dueño.

– ¿Cómo es que no firmas tus artículos con tu verdadero nombre? ¿Es una coquetería de divo?

– La razón es algo más sutil -contestó el periodista cogiendo a Marina por la cintura.

Cruzaron la piazza Colonna bajo un sol de justicia. Numerosos turistas buscaban refrescarse tomando un helado. -Menos mal que has conservado el nombre de pila. -¿Qué habría cambiado eso?

– Me gusta el nombre de Tomas, además te va como anillo al dedo, tienes cara de llamarte Tomas.

– ¿Ah, sí? ¿Qué pasa, que ahora los nombres tienen cara? ¡Vaya ideas se te ocurren!

– Pues claro que sí -prosiguió Marina-, no podrías haberte llamado de otra manera; no te pega nada Massimo, ni Alfredo, ni siquiera Karl. Tomas es exactamente lo que necesitas.

– No dices más que tonterías. Bueno, ¿qué?, ¿adonde me llevas?

– Este calor y ver a toda esa gente comiendo helado me han dado ganas de un granizado, vamos a la Taz za d'Oro, está en la plaza del Panteón, no muy lejos de aquí.

Tomas se detuvo al pie de la columna Antonina. Abrió su bolsa, escogió una cámara a la que le ajustó un objetivo, se arrodilló y fotografió a Marina mientras ésta contemplaba los bajorrelieves esculpidos a la gloria de Marco Aurelio.

– ¿Y ésta no es una foto que sacan igual cincuenta tipos? -preguntó la muchacha riendo.

– No sabía que tuvieras tantos admiradores -sonrió Tomas volviendo a pulsar el botón, esta vez para un primer plano.

– ¡Me refiero a la columna! ¿Me estás sacando a mí?

– La columna se parece a la de la Vic toria de Berlín, pero tú eres única.

– Lo que yo decía, el mérito es todo de tu cara bonita; eres un ligón patético, Tomas, en Italia no tendrías ninguna oportunidad. Anda, vamos, hace demasiado calor aquí.

Marina cogió a Tomas de la mano y se alejaron, dejando la columna Antonina a su espalda.

La mirada de Julia recorrió de arriba abajo la columna de la Vic toria, que se erguía en el cielo de Berlín. Sentado en la base, Anthony se encogió de hombros.

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