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– El señor Walsh me advirtió de que también diría usted eso. Ah, una última cosa antes de irme: la espera en el vestíbulo del hotel a las ocho, es decir, dentro de treinta y siete minutos -dijo consultando su reloj-. Que pase un buen día, señorita Walsh, hace un tiempo magnífico, eso debería asegurarle una feliz estancia en Berlín.

Y el joven se marchó ante la mirada pasmada de Julia.

Contempló la mesa, el zumo de naranja, los cereales, los panecillos frescos, no faltaba nada. Decidida a hacer caso omiso de ese desayuno, se dirigió al cuarto de baño, dio media vuelta y se sentó en el sofá. Metió un dedo en el huevo, y al final se comió casi todo lo que tenía delante.

Tras una ducha rápida se vistió mientras se secaba el pelo, se calzó saltando a la pata coja y salió de la habitación. ¡Eran las ocho en punto!

Anthony esperaba junto a la recepción.

– ¡Llegas tarde! -le dijo justo cuando salía del ascensor.

– ¿Tres minutos y medio? -contestó ella, mirándolo dubitativa.

– Así es como te gustan los huevos, ¿verdad? No perdamos tiempo, tenemos una reunión dentro de media hora y, con los atascos, llegaremos muy justos.

– ¿Dónde hemos quedado y con quién?

– En la sede del sindicato de prensa alemán. Por algún sitio teníamos que empezar nuestra investigación, ¿no?

Anthony salió por la puerta giratoria y pidió un taxi.

– ¿Cómo lo has hecho? -quiso saber Julia, acomodándose en el interior del Mercedes amarillo.

– He llamado esta mañana a primera hora, ¡mientras tú dormías!

– ¿Hablas alemán?

– Podría decirte que una de las maravillas tecnológicas de las que estoy equipado me permite hablar con soltura quince lenguas; eso quizá te impresionará, o quizá no, pero conténtate con la explicación de que pasé varios años destinado aquí, si no se te ha olvidado ya. De esa estancia he conservado algunos rudimentos de alemán gracias a los cuales puedo hacerme comprender cuando lo necesito. Y tú que querías vivir aquí, ¿practicas un poco la lengua de Goethe? -¡Se me ha olvidado todo lo que sabía!

El taxi recorría veloz la Stülerst rasse, en el cruce siguiente tomó a la izquierda y atravesó el parque. La sombra de un gran tilo se extendía sobre un césped que lucía distintas tonalidades de verde.

El coche bordeaba ahora las orillas transformadas del río Spree. A cada lado, edificios a cual más moderno rivalizaban en transparencia, la arquitectura rompedora característica de Berlín, testigo de que los tiempos habían cambiado. El barrio que ahora descubrían lindaba con la antigua frontera donde antaño se elevaba el siniestro Muro. Pero nada subsistía de esa época. Ante sí, un gigantesco mercado albergaba un centro de conferencias bajo su gran cristalera. Un poco más lejos, un complejo más importante aún se extendía a ambos lados del río, al que se accedía por una pasarela blanca de formas livianas. Empujaron una puerta y siguieron el camino que llevaba a las oficinas del sindicato de prensa. Los recibió un empleado en la planta baja. Con un alemán bastante digno, Anthony explicó que intentaba localizar a un tal Tomas Meyer.

– ¿Con qué intención? -preguntó el empleado sin levantar los ojos de lo que estaba leyendo.

– Debo confiar cierta información al señor Tomas Meyer que sólo él puede recibir -respondió Anthony con amabilidad.

Y como este último comentario pareció por fin atraer la atención de su interlocutor, se apresuró a añadir que le estaría infinitamente agradecido al sindicato si tenía a bien comunicarle una dirección en la que pudiera ponerse en contacto con el señor Meyer. No sus señas personales, por supuesto, sino las del organismo de prensa para el que trabajaba.

El recepcionista le pidió que esperara unos minutos y fue a buscar a su superior.

El subdirector convocó a Anthony y a Julia en su despacho. Acomodado en un sofá, bajo una gran fotografía mural que representaba a su anfitrión sujetando con el brazo tendido un considerable trofeo de pesca, Anthony repitió el mismo rollo palabra por palabra. El hombre calibró a Anthony con una mirada insistente.

– ¿Busca a ese tal Tomas Meyer para confiarle exactamente qué clase de información? -preguntó mesándose el bigote.

– Es precisamente lo que no puedo revelarle, pero tenga por seguro que es primordial para él -prometió Anthony con toda la sinceridad del mundo.

– Ahora mismo no recuerdo artículos importantes publicados por ningún Tomas Meyer -dijo el subdirector, dubitativo.

– Y eso es exactamente lo que podría cambiar si gracias a usted encontráramos la manera de ponernos en contacto con él.

– ¿Y qué tiene que ver la señorita en toda esta historia?

– preguntó el subdirector, volviendo su sillón giratorio hacia la ventana.

Anthony miró a Julia, que no había pronunciado palabra desde que habían llegado.

– Nada en absoluto -contestó-. La señorita Julia es mi asistente personal.

– No estoy autorizado a darle la más mínima información sobre ninguno de nuestros miembros sindicados -concluyó el subdirector poniéndose en pie.

Anthony se levantó a su vez y fue a su encuentro, poniéndole una mano en el hombro.

– Lo que he de revelarle al señor Meyer, y sólo a él -insistió en tono autoritario-, podría cambiar el curso de su vida, para bien, puede estar seguro. No me haga creer que un responsable sindical de su competencia obstaculizaría una mejora espectacular en la carrera de uno de sus miembros. Pues, de ser así, no tendría ninguna dificultad en hacer público un comportamiento como el suyo.

El hombre se frotó el bigote y volvió a sentarse. Tecleó algo en su ordenador y volvió la pantalla hacia Anthony.

– Mire, en nuestras listas no figura ningún Tomas Meyer. Lo siento. Y aunque no tuviera carnet, lo cual es imposible, tampoco aparece en el anuario profesional, puede comprobarlo usted mismo. Y ahora, tengo trabajo, de modo que si sólo ese tal señor Meyer puede recibir sus valiosas confidencias, voy a tener que pedirle que concluyamos aquí esta entrevista.

Anthony se levantó e indicó a Julia con un gesto que lo siguiera. Se mostró muy agradecido con su interlocutor por el tiempo que les había dedicado y abandonó el recinto del sindicato.

– Supongo que tenías tú razón -masculló recorriendo la acera a pie.

– ¿Tu asistente personal? -preguntó Julia frunciendo el ceño.

– ¡Oh, te lo ruego, no pongas esa cara, algo se me tenía que ocurrir!

– ¡Señorita Julia! Lo que me faltaba por oír…

Anthony llamó a un taxi que circulaba por el otro lado de la calzada.

– Tu Tomas quizá haya cambiado de profesión.

– De ninguna manera: ser periodista no era un trabajo para él, sino una vocación. No alcanzo a imaginar que se dedique a otra cosa en la vida.

– ¡Quizá él sí! Recuérdame el nombre de esa calle sórdida en la que vivíais los dos -le pidió a su hija.

– Comeniusplatz, está detrás de la avenida Karl Marx.

– ¡Vaya, vaya!

– ¿Cómo que vaya, vaya?

– Nada, sólo buenos recuerdos, ¿verdad?

Anthony le dio las señas al taxista.

El coche cruzó la ciudad. Esta vez ya no había puestos de control, ni rastro del Muro, nada que recordara dónde terminaba el Oeste y dónde empezaba el Este. Pasaron delante de la torre de la televisión, flecha escultural cuya cúspide y antena se erguían hacia el cielo. Y cuanto más avanzaban, más cambiaba cuanto los rodeaba. Cuando llegaron a su destino, Julia no reconoció nada del barrio en el que había vivido. Ahora era todo tan diferente que su memoria parecía referirse a otra vida.

– Entonces, ¿es en este magnífico lugar donde se supone que se desarrollaron los momentos más bellos de tu vida cuando eras joven? -preguntó Anthony en tono sarcástico-. Reconozco que tiene cierto encanto. -¡Ya basta! -gritó ella.

A Anthony le sorprendió el repentino enfado de su hija. -Pero ¿y ahora qué he dicho de malo? -Te lo suplico, cállate.

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