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En todo el viaje desde Berlín hasta Nueva York, Julia y su padre no intercambiaron una sola palabra; salvo una frase que Anthony pronunció varias veces: «Me parece que he vuelto a fastidiarla», y cuyo sentido su hija no entendió del todo. Cuando llegaron, en mitad de la tarde, llovía en Manhattan.

– ¡Bueno, Julia, vas a decir algo al final, ¿sí o no?! -protestó Anthony, entrando en el apartamento de Horatio Street. -¡No! -contestó ella, dejando su maleta en el suelo. -¿Viste anoche a Tomas? -¡No!

– Dime lo que pasó, a lo mejor puedo aconsejarte.

– ¿Tú? Vaya, eso sí que sería el mundo al revés.

– No seas cabezota, ya no tienes cinco años, y a mí me quedan menos de veinticuatro horas.

– No he vuelto a ver a Tomas y me voy a dar una ducha. ¡Punto final!

Anthony se interpuso en su camino, bloqueándole el paso.

– ¿Y luego, piensas quedarte en ese cuarto de baño durante los próximos veinte años?

– ¡Quítate de en medio!

– No mientras no me contestes.

– ¿Quieres saber lo que voy a hacer ahora? Voy a intentar recoger los pedazos de mi vida que tú has desperdigado a conciencia durante una semana. Probablemente no tenga el gusto de volver a pegarlos todos puesto que siempre faltará alguno, y no pongas esa cara como si no entendieras lo que te estoy diciendo, no has dejado de reprochártelo durante todo el vuelo.

– No me refería a nuestro viaje…

– Entonces ¿a qué?

Anthony no contestó.

– ¡Lo que yo decía! -le espetó Julia-. Mientras tanto, me voy a poner un liguero, un sujetador wonderbra, el más sexy que tengo, llamaré a Tomas e iré a que me dé un buen revolcón. Y si consigo mentirle una vez más como tan bien he aprendido a hacerlo desde que estoy contigo, quizá acepte que volvamos a hablar de matrimonio.

– ¡Has dicho Tomas!

– ¿Qué?

– Es con Adam con quien debías casarte, has vuelto a tener un lapsus.

– ¡Apártate de esa puerta o te mato!

– Perderías el tiempo, ya estoy muerto. ¡Y si crees que vas a conseguir escandalizarme hablándome de tu vida sexual, lo llevas claro, querida!

– En cuanto llegue a casa de Adam -prosiguió Julia mirando a su padre, como retándolo-, lo placo contra la pared, le quito la ropa…

– ¡Ya basta! -gritó Anthony-. Tampoco necesito saber todos los detalles -añadió, recuperando la calma.

– ¿Y ahora me dejas que me duche?

Anthony hizo un gesto de exasperación y se apartó. Pegó el oído a la puerta y oyó a Julia llamar por teléfono.

No, en absoluto quería importunar a Adam si estaba en una reunión, sólo avisarle de que acababa de regresar a Nueva York. Si esa noche estaba libre, podía pasar a buscarla a las ocho, ella lo esperaría en la puerta de su casa. Si surgía algún imprevisto, podía localizarla por teléfono.

Anthony volvió al salón de puntillas y se acomodó en el sofá. Cogió el mando para encender el televisor pero se paró en seco, pues no era el adecuado. Observó el famoso mando blanco y sonrió, dejándolo justo a su lado sobre el sofá.

Un cuarto de hora después, volvió a aparecer Julia, con un impermeable sobre los hombros.

– ¿Vas a algún sitio?

– A trabajar.

– ¿Un sábado? ¿Y con la que está cayendo? -Siempre hay gente en la oficina los fines de semana, y tengo correo atrasado.

Ya se disponía a salir cuando Anthony la retuvo. -¿Julia?

– ¿Y ahora qué pasa?

– Antes de que hagas una tontería muy gorda, quiero que sepas que Tomas todavía te quiere. -¿Y eso tú cómo lo sabes?

– Nos hemos cruzado esta mañana, ¡de hecho me ha saludado muy amable al salir del hotel! Imagino que me había visto en la calle desde la ventana de tu habitación.

Julia fustigó a su padre con la mirada.

– ¡Vete, cuando vuelva quiero que te hayas ido de aquí!

– Para ir ¿adonde? ¿Arriba, a ese desván horroroso?

– ¡No, a tu casa! -contestó ella, cerrando con un sonoro portazo.

Anthony cogió el paraguas colgado del perchero junto a la entrada y salió al balcón que se erguía sobre la calle. Asomado a la barandilla, miró a Julia alejarse hacia el cruce. En cuanto hubo desaparecido, fue a la habitación de su hija. El teléfono estaba sobre la mesilla de noche. Descolgó el auricular y pulsó la tecla de rellamada automática.

Se presentó a su interlocutora como el asistente personal de la señorita Julia Walsh. Por supuesto que sabía que ésta acababa de llamar y que Adam no estaba disponible; era, sin embargo, extremadamente importante que le dijera que Julia lo esperaría antes de lo convenido, a las seis de la tarde en su casa, y no en la calle, puesto que estaba lloviendo. En efecto, era dentro de cuarenta y cinco minutos, por lo que sería mejor interrumpirlo en su reunión, después de todo. Era inútil que Adam la llamara, su móvil se había quedado sin batería y ella había salido a hacer un recado. Anthony le hizo prometer dos veces que entregaría el mensaje a su destinatario y colgó sonriendo, con un aire particularmente satisfecho.

Entonces salió de la habitación, se instaló cómodamente en un sillón y ya no apartó la mirada del mando que descansaba a su lado en el sofá.

Julia hizo girar su sillón y encendió el ordenador. Una lista interminable de correos electrónicos desfiló en la pantalla; echó una rápida ojeada a su mesa de trabajo: la bandeja del correo desbordaba de sobres, y el piloto del contestador automático parpadeaba frenéticamente en la carcasa del teléfono.

Cogió su móvil del bolsillo de su impermeable y llamó a su mejor amigo para pedirle auxilio.

– ¿Tienes gente en la tienda? -le preguntó.

– Con el tiempo que hace, ni una rana, la tarde está perdida.

– Y que lo digas, yo estoy empapada. -¡Entonces ya has vuelto! -exclamó Stanley. -Hace apenas una hora. -¡Podrías haberme llamado antes!

– ¿Cerrarías la tienda para reencontrarte con una vieja amiga en Pastis?

– Pídeme un té, no, mejor un capuchino, bueno, lo que te apetezca; llego en seguida.

Y, diez minutos más tarde, Stanley se reunió con Julia, que lo esperaba sentada a una mesa al fondo de la antigua cervecería.

– Pareces un perro de aguas que se hubiera caído a un lago -le dijo dándole un beso.

– Y tú, un cocker que lo hubiera seguido. ¿Qué has pedido? -preguntó Stanley sentándose.

– ¡Unos huesos para roer!

– Tengo un par de cotilleos jugosos sobre quién se ha acostado con quién esta semana, pero cuenta tú primero; quiero saberlo todo. Deja que adivine, has encontrado a Tomas, puesto que no he sabido nada de ti estos dos últimos días, y a juzgar por tu cara, las cosas no salieron como imaginabas.

– No imaginaba nada…

– ¡Mentirosa!

– i Si querías pasar un rato en compañía de una verdadera idiota, aprovecha, es tu momento!

Julia le contó casi todo de su viaje: su visita al sindicato de los periodistas, la primera mentira de Knapp, las razones de la doble identidad de Tomas, la inauguración de la exposición, la carroza que, en el último momento, el recepcionista del hotel había mandado llamar para conducirla hasta allí; cuando le habló del calzado que había llevado con el vestido de noche, Stanley, escandalizado, apartó su taza de té para pedir un vino blanco seco. Fuera seguía lloviendo, con más fuerza aún. Julia le relató su visita al antiguo Berlín Este, una calle en la que las casas habían desaparecido, el aspecto decadente de un bar que había sobrevivido, su conversación con el mejor amigo de Tomas, su loca carrera hacia el aeropuerto, Marina y, por fin, antes de que Stanley desfalleciera, su reencuentro con Tomas en el parque Tiergarten. Julia prosiguió, describiendo esta vez la terraza de un restaurante en el que se servía el mejor pescado del mundo, aunque apenas lo hubiera probado, un paseo nocturno alrededor de un lago, una habitación de hotel en la que habían hecho el amor la noche anterior y, por último, la historia de un desayuno que nunca había tenido lugar. Cuando el camarero volvió por tercera vez para preguntarles si todo iba bien, Stanley lo amenazó con el tenedor si se atrevía a molestarlos de nuevo.

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