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– Ha sido bonito volver a verte, un regalo inesperado de la vida -murmuró él.

Julia apoyó la cabeza en su hombro.

– Sí, ha sido bonito.

– No has contestado a la única pregunta que me preocupa, ¿eres feliz? -Ya no.

– ¿Y tú, crees que la cosa habría funcionado entre nosotros?

– Probablemente. -Entonces has cambiado. -¿Por qué?

– Porque en el pasado, con tu humor sarcástico, me habrías contestado que habríamos ido directos a un fiasco total, que no habrías soportado que yo envejeciera, que engordara, que siempre estuviera por ahí de viaje…

– Pero desde entonces he aprendido a mentir.

– Ahora por fin vuelves a ser tú, tal y como nunca he dejado de amarte…

– Conozco una manera infalible de saber si habríamos tenido una oportunidad… o no.

– ¿Cuál?

Julia posó sus labios sobre los de Tomas. El beso fue largo, semejante al de dos adolescentes que se aman hasta el punto de olvidarse del resto del mundo. Lo tomó de la mano y lo condujo hacia el vestíbulo del hotel. El recepcionista estaba medio dormido en su silla. Julia guió a Tomas hacia los ascensores. Pulsó el botón, y su beso continuó hasta la sexta planta.

La piel de ambos reunida, como los recuerdos más íntimos, se confundía entre las sábanas. Julia cerró los ojos. La mano que era caricia se deslizaba sobre su vientre, las suyas se aferraban a su nuca. La boca rozaba el hombro, el cuello, la curva de los senos, los labios se paseaban, indóciles; sus dedos agarraron el cabello de Tomas. La lengua bajaba, y el placer subía en oleadas, reminiscencia de voluptuosidades nunca igualadas. Las piernas se entrelazaban, los cuerpos se anudaban el uno al otro, ya nada podía separarlos. Los gestos seguían intactos, a veces algo torpes, pero siempre tiernos.

Los minutos se convirtieron en horas, y la aurora se levantó sobre sus dos cuerpos abandonados que languidecían entre la calidez de las sábanas.

En la lejanía, la campana de una iglesia dio las ocho. Tomas se desperezó y fue hasta la ventana. Julia se sentó en la cama y contempló su silueta teñida de sombra y de luz.

– Qué hermosa eres -dijo Tomas dándose media vuelta.

Julia no contestó.

– ¿Y ahora? -preguntó él con voz dulce. -¡Tengo hambre!

– Tu maleta sobre esa butaca, ¿ya está hecha?

– Regreso… esta mañana -contestó Julia, vacilante.

– He necesitado diez años para olvidarte, creía haberlo logrado; pensaba haber conocido el miedo en los escenarios de la guerra, pero me equivocaba por completo, no era nada comparado con lo que siento a tu lado en esta habitación, ante la idea de perderte de nuevo. -Tomas…

– ¿Qué me vas a decir, Julia, que ha sido un error? Quizá. Cuando Knapp me confesó que estabas en Berlín, imaginaba que el tiempo habría borrado las diferencias que nos separaron, ¡tú, la muchacha del Oeste, yo, el chiquillo del Este! Esperaba que envejecer nos habría dado al menos algo positivo, eso. Pero nuestras vidas siguen siendo muy diferentes, ¿verdad?

– Soy dibujante, tú, reportero, ambos hemos realizado nuestros sueños…

– No los más importantes, al menos yo, no. Todavía no me has dado las razones por las que tu padre ha hecho que cancelarais vuestra boda. ¿Acaso va a aparecer de pronto en esta habitación para volver a dejarme inconsciente?

– Tenía dieciocho años entonces, y no me quedaba otro remedio que seguirlo, ni siquiera era mayor de edad. En cuanto a mi padre, ha muerto. Su entierro tuvo lugar el día en que debía celebrarse mi boda, ahora ya sabes el motivo…

– Lo siento por él, y por ti también si estás triste.

– Sentirlo no sirve de nada, Tomas.

– ¿Por qué has venido a Berlín?

– Lo sabes muy bien, puesto que Knapp te lo ha explicado todo. Tu carta me llegó anteayer, no he podido venir antes… -Y ya no podías casarte sin estar segura, ¿es eso? -No hace falta que te pongas desagradable. Tomas se sentó al pie de la cama.

– He amaestrado la soledad, hace falta muchísima paciencia. He caminado por ciudades de todo el mundo en busca del aire que respirabas. Dicen que los pensamientos de dos personas que se aman siempre terminan por encontrarse, así que me preguntaba a menudo antes de dormirme por las noches si tú también pensabas en mí cuando yo pensaba en ti; fui a Nueva York, recorrí las calles soñando con verte y temiendo a la vez que ese encuentro se produjera. Cien veces creí reconocerte, y era como si mi corazón dejara de latir cuando la silueta de una mujer me recordaba a ti. Me juré no volver nunca a amar así, es una locura, un abandono de sí mismo imposible. El tiempo ha pasado, también el nuestro, ¿no crees? ¿Te hiciste esa pregunta antes de coger el avión?

– Calla, Tomas, no lo estropees todo. ¿Qué quieres que te diga? Escudriñé el cielo de noche y de día, segura de que me mirabas desde arriba… De modo que no, no me hice esa pregunta antes de coger el avión.

– ¿Qué propones, que quedemos como amigos? ¿Que te llame cuando esté de paso por Nueva York? ¿Iremos a tomar una copa evocando nuestros buenos recuerdos, unidos por la complicidad de lo prohibido? Me enseñarás fotos de tus hijos, que no serán los nuestros. Te diré que se parecen a ti, tratando de no adivinar en sus rasgos los de su padre. Mientras esté en el cuarto de baño, ¿descolgarás el teléfono para llamar a tu futuro marido, y yo dejaré correr el agua para no oírte decirle «Hola, mi amor»? ¿Sabe siquiera que estás en Berlín?

– ¡Calla! -gritó Julia.

– ¿Qué le vas a decir cuando vuelvas? -preguntó Tomas volviendo junto a la ventana. -No lo sé.

– ¿Lo ves?, tenía yo razón, no has cambiado. -Sí, Tomas, claro que he cambiado, pero habría bastado una señal del destino que me llevara hasta aquí para darme cuenta de que mis sentimientos, en cambio, no han cambiado…

Abajo, en la calle, Anthony Walsh caminaba nervioso de un lado a otro consultando su reloj. Ya iban tres veces que levantaba la cabeza hacia la ventana de la habitación de su hija, e incluso desde la sexta planta se podía leer la impaciencia en su rostro.

– Recuérdame una cosa: ¿cuándo dijiste que había muerto tu padre? -preguntó Tomas cerrando el visillo.

– Ya te lo he dicho, lo enterré el sábado pasado.

– Entonces no digas nada más. Tienes razón, no estropeemos el recuerdo de esta noche; no se puede amar a alguien y mentirle, tú no, nosotros no.

– No te miento…

– Coge esa maleta que está sobre la butaca y vuelve a tu casa -murmuró Tomas.

Se puso el pantalón, la camisa y la chaqueta, y no se molestó en atarse los cordones de los zapatos. Se acercó a Julia, le tendió la mano y la atrajo hacia sí para abrazarla.

– Esta noche cojo un avión para Mogadiscio, ya sé que allí pensaré todo el tiempo en ti. No te preocupes, no te arrepientas de nada, he esperado vivir este momento tantas veces que ya no puedo contarlas, y ha sido magnífico, amor mío. Poder llamarte así una vez más, una sola vez nada más, era algo con lo que ya no me atrevía a soñar. Has sido y serás siempre la mujer más hermosa de mi vida, la que me dio mis recuerdos más bellos, y eso ya es mucho. Sólo te pido una cosa: júrame que serás feliz.

Tomas besó a Julia con ternura y se marchó sin mirar atrás.

Al salir del hotel, se acercó a Anthony Walsh, que seguía esperando ante la limusina.

– Su hija ya no debería tardar mucho en bajar -le dijo antes de despedirse.

Se alejó calle arriba.

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