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– El suelo de tu apartamento, o el techo, como prefieras, no está insonorizado. Ése es siempre el problema con las viejas casas mal reformadas.

– ¡Anthony! -exclamó Julia, furiosa.

– Oh, por favor, aunque no sea más que una máquina, llámame papá, me horroriza cuando me llamas por mi nombre.

– ¡Pero, maldita sea, hace veinte años que no puedo llamarte papá!

– ¡Razón de más para aprovechar al máximo estos seis días! -contestó Anthony Walsh con una sonrisa de oreja a oreja.

– No tengo la menor idea de lo que debo hacer -murmuró Julia dirigiéndose a la ventana.

– Vete a la cama y consúltalo con la almohada. Eres la primera persona de la Ti erra a la que se le ofrece la posibilidad de disfrutar de esta opción, merece la pena que lo pienses con calma. Mañana por la mañana tomarás una decisión, y sea cual sea, será la acertada. Lo peor que puede pasarte si me apagas es que llegues un poco tarde al trabajo. Tu boda te habría costado una semana de ausencia, la muerte de tu padre valdrá al menos unas pocas horas de trabajo perdidas, ¿no?

Julia observó largo rato a ese extraño padre que la miraba fijamente. De no haber sido el hombre al que siempre había tratado de conocer, le habría parecido descubrir una sombra de ternura en su mirada. Y aunque sólo fuera una copia de lo que había sido, a punto estuvo de desearle las buenas noches, pero no lo hizo. Cerró la puerta de su habitación y se tumbó en la cama.

Pasaron los minutos, transcurrió una hora, y luego otra. Las cortinas estaban abiertas, y la claridad de la noche se posaba sobre las baldas de las estanterías. Al otro lado de la ventana, la luna llena parecía flotar sobre el parquet de la habitación. Tumbada en la cama, Julia rememoraba sus recuerdos de infancia. Había vivido tantas noches como ésa, acechando el regreso de aquel que esa noche la esperaba al otro lado de la pared. Tantas noches de insomnio, en su adolescencia, cuando el viento reinventaba los viajes de su padre, describiendo mil países de maravillosas fronteras. Tantas veladas dando forma a sus sueños. No había perdido la costumbre con los años. Cuántos trazos a lápiz, cuánto había tenido que borrar para que los personajes que inventaba cobraran vida, se reunieran y satisficieran su necesidad de amor, de imagen en imagen. Desde siempre Julia sabía que, al imaginar, uno busca en vano la claridad del día, que basta renunciar un solo instante a tus sueños para que se desvanezcan, cuando están expuestos a la luz demasiado viva de la realidad. ¿Dónde está la frontera de nuestra infancia?

Una muñequita mexicana dormía junto a la estatuilla de yeso de una nutria, primer molde de una esperanza improbable que, pese a todo, se había hecho realidad. Julia se levantó y la cogió. Su intuición siempre había sido su mejor aliada, el tiempo había alimentado su universo imaginario. Entonces, ¿por qué no creer?

Dejó el juguete donde estaba, se puso un albornoz y abrió la puerta de su habitación. Anthony Walsh estaba sentado en el sofá del salón, había encendido el televisor y veía una serie de la NBC.

– Me he permitido volver a conectar el cable, ¡fíjate qué tontería, ni siquiera estaba enchufado! Siempre me ha encantado esta serie.

Julia se sentó a su lado.

– No había visto este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria -añadió su padre.

Julia cogió el mando a distancia de la tele y quitó el sonido. Anthony hizo un gesto de exasperación.

– ¿Querías que habláramos? -dijo-. Pues entonces hablemos.

Se quedaron los dos en silencio durante un cuarto de hora entero.

– Estoy encantado, no había podido ver este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria -repitió Anthony Walsh, subiendo el volumen.

Esta vez, Julia apagó el televisor.

– Tienes un virus en el sistema, acabas de repetir dos veces lo mismo.

Siguió un nuevo cuarto de hora de silencio en el que Anthony Walsh no apartó los ojos de la pantalla apagada.

– La noche de uno de tus cumpleaños, creo que celebrábamos que cumplías nueve años, después de cenar los dos solos en un restaurante chino que te gustaba mucho, nos pasamos la velada entera viendo la televisión, tranquilamente. Estabas tumbada sobre mi cama, e incluso cuando terminó la programación, tú seguiste contemplando la nieve que parpadeaba en la pantalla; no puedes acordarte, eras demasiado pequeña. Al final te quedaste dormida hacia las dos de la mañana. Quise llevarte a tu habitación, pero agarrabas con tanta fuerza la almohada cosida al cabecero de mi cama que no pude separarte de ella. Estabas tumbada en diagonal en la cama y ocupabas todo el espacio. Entonces me acomodé en la butaca, frente a ti, y me pasé toda la noche mirándote. No, no creo que te acuerdes, sólo tenías nueve años.

Julia no decía nada. Anthony Walsh volvió a encender el televisor.

– ¿De dónde sacarán estas historias? Hace falta mucha imaginación. ¡Es algo que nunca dejará de fascinarme! Lo más curioso es que siempre acabas encariñándote con la vida de estos personajes.

Julia y su padre permanecieron allí, sentados uno al lado del otro, sin decir nada más. Cada uno tenía la mano apoyada junto a la del otro, y ni una sola vez se acercaron, ni pronunciaron una sola palabra que viniera a alterar la quietud de esa noche tan especial. Cuando las primeras luces del alba entraron en la estancia, Julia se levantó, aún en silencio, cruzó el salón y, ya en el umbral de su habitación, se volvió. -Buenas noches.

6

En la mesita de noche, el radiodespertador indicaba ya las nueve. Julia abrió los ojos y saltó de la cama. -¡Mierda!

Se precipitó al cuarto de baño, golpeándose el pie contra el marco de la puerta.

– Ya es lunes -rezongó-. ¡Vaya noche!

Descorrió la cortina de la ducha, se metió en la bañera y dejó que el agua cayera mucho rato sobre su piel. Poco después, mientras se lavaba los dientes, contemplando su rostro en el espejo encima del lavabo, le entró un ataque de risa. Se puso una toalla alrededor del cuerpo, se enrolló otra en la cabeza a modo de turbante y se decidió a ir a prepararse el té de la mañana. Mientras cruzaba la habitación se prometió que nada más desayunar llamaría a Stanley. Tenía cierto riesgo revelarle sus delirios nocturnos, seguramente querría arrastrarla a la fuerza al diván de un psicoanalista. Era inútil resistirse, no aguantaría ni medio día sin llamarlo o sin acercarse a visitarlo. Una pesadilla tan rocambolesca merecía que se la contara a su mejor amigo.

Con una sonrisa en los labios fue a abrir la puerta de su habitación, que daba al salón, cuando un ruido de cubiertos la sobresaltó.

Su corazón empezó a latir de nuevo a toda velocidad. Abandonando las dos toallas sobre el parquet, se puso a toda prisa un vaquero y un polo, se peinó un poco, volvió al cuarto de baño y decidió delante del espejo que una sombrita de maquillaje no podía hacerle ningún daño. Luego entreabrió la puerta del salón, asomó la cabeza y murmuró, inquieta:

– ¿Adam? ¿Stanley?

– Ya no sé si tomas té o café, así que he hecho café -dijo su padre desde la cocina, enseñándole una cafetera humeante que blandía con un gesto de triunfo-. ¡Fuertecito, como a mí me gusta! -añadió, jovial.

Julia miró la vieja mesa de madera; estaba puesto su cubierto. Dos tarros de mermelada formaban una diagonal perfecta con el tarro de miel. Un poco más lejos, la mantequillera jugaba a describir un ángulo recto con el paquete de cereales. Un cartón de leche se erguía muy tieso ante el azucarero.

– ¡Para!

– Pero ¿qué he hecho ahora?

– Deja ya de jugar a ser el padre perfecto. Nunca me habías preparado el desayuno, no vas a empezar ahora que has…

– ¡No, nada de hablar en pasado! Es la norma que nos hemos impuesto. Todo se expresa en presente… El futuro es un lujo que no podemos permitirnos.

– ¡Es la norma que has impuesto tú! Y yo lo que desayuno es té.

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