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Anthony le sirvió café en una taza. -¿Quieres leche? -quiso saber.

Julia abrió el grifo del fregadero y llenó el hervidor eléctrico.

– Bueno, ¿qué?, ¿has tomado una decisión? -preguntó Anthony Walsh sacando dos rebanadas de pan del tostador.

– Si el objetivo era que habláramos, nuestra velada de anoche no fue muy lograda -contestó Julia con voz dulce.

– Pues a mí me gustó mucho ese momento que pasamos juntos, ¿a ti no?

– No fue cuando cumplí nueve años, sino diez. El primer fin de semana sin mamá. Era domingo, la habían hospitalizado el jueves. El restaurante chino se llamaba Wang, cerró el año pasado. El lunes por la mañana temprano, mientras yo aún dormía, hiciste la maleta y te marchaste al aeropuerto sin despedirte de mí.

– ¡Tenía una cita en Seattle a primera hora de la tarde! Ah, no, creo que era en Boston. Caramba, ya no me acuerdo… Volví el jueves…, ¿o fue el viernes?

– ¿De qué sirve todo esto? -preguntó Julia sentándose a la mesa.

– Con dos frasecitas de nada ya nos hemos dicho muchas cosas, ¿no te parece? Tu té nunca estará listo si no aprietas el botón del hervidor.

Julia olisqueó la taza que tenía ante sí.

– Creo que no he tomado café en toda mi vida -dijo mojando los labios en el brebaje.

– Entonces ¿cómo puedes saber que no te gusta? -preguntó Anthony Walsh mirando a su hija beberse la taza de un tirón.

– ¡Porque sí! -repuso ella con una mueca, dejando la taza en la mesa.

– Uno termina por acostumbrarse a ese sabor amargo… o al final termina también por apreciar la sensualidad que emana de él -dijo Anthony.

– Tengo que ir a trabajar -prosiguió Julia, abriendo el tarro de miel.

– ¿Has tomado una decisión, sí o no? Esta situación es irritante, ¡tengo derecho a saber a qué atenerme, vamos, digo yo!

– No sé qué decirte, no me pidas imposibles. A tus socios y a ti se os olvidó otro problema ético.

– A ver, cuenta, me interesa.

– Trastocar la vida de alguien que no os ha pedido nada.

– ¿Alguien? -replicó Anthony con voz molesta.

– No juegues con las palabras, no sé qué decirte, haz lo que quieras, descuelga el teléfono, llámalos, dales el código, y que decidan por mí a distancia.

– Seis días, Julia, tan sólo seis días para que pases el duelo de tu padre, no el de un desconocido, ¿estás segura de no querer elegir tú misma?

– ¡Seis días para ti, entonces!

– Yo ya no estoy en este mundo, ¿qué quieres que gane con ello? No imaginaba decir esto algún día, pero ese día ha llegado. De hecho, si lo piensas, es bastante cómico -prosiguió Anthony Walsh, divertido-. Esto tampoco lo habíamos pensado. ¡Es increíble! Reconocerás que, hasta la realización de este invento genial, era difícilmente imaginable poder decirle a tu propia hija que habías muerto y acechar a la vez su reacción, ¿no? Bueno, veo que ni siquiera sonríes, así que supongo que en realidad no era muy divertido.

– ¡Pues no, en efecto no lo era!

– Tengo una mala noticia que darte. No puedo llamarlos. No es posible. La única persona que puede interrumpir el programa es la beneficiaría. De hecho, ya he olvidado el número que te dije, al instante se borró de mi memoria. Espero que lo hayas apuntado…, por si acaso…

– i 1-800-300 00 01, código 654!

– ¡Anda, pues sí que lo has memorizado bien!

Julia se levantó y fue a dejar su taza en el fregadero. Se volvió para mirar largo rato a su padre y descolgó el teléfono que pendía de la pared de la cocina.

– Soy yo -le dijo a su compañero de trabajo-. Voy a seguir tu consejo, bueno, casi… Hoy me tomaré el día libre y mañana también, y quizá alguno más, aún no lo sé, pero te mantendré informado. Mandadme un e-mail todas las noches con lo que hayáis avanzado en el proyecto, y sobre todo llamadme si tenéis el menor problema. Una última cosa, hazle caso a ese tal Charles, el nuevo en el equipo, le debemos una. No quiero que lo tengan al margen, ayúdalo a integrarse en el grupo. Cuento contigo, Dray.

Julia colgó el teléfono sin apartar la mirada de su padre.

– Está bien eso de velar por los colaboradores -comentó Anthony Walsh-. Siempre he dicho que una empresa reposa sobre tres pilares: ¡sus trabajadores, sus trabajadores y sus trabajadores!

– ¡Dos días! Nos doy dos días, ¿me oyes? Tú decides si los aceptas o no. Dentro de cuarenta y ocho horas, me devuelves a mi vida y tú…

– ¡Seis días!

– ¡Dos!

– ¡Seis! -insistió Anthony Walsh.

El timbre del teléfono puso fin a la negociación. Anthony lo descolgó, Julia le arrancó el auricular de las manos y lo tapó con la mano indicándole a su padre que fuera lo más silencioso posible. Adam estaba preocupado al no haberla encontrado en la oficina cuando la había llamado. Se reprochaba haberse mostrado susceptible y desconfiado con ella. Julia se disculpó a su vez por haber estado tan irascible el día anterior, le dio las gracias por haber reaccionado a su mensaje y haberse acercado a verla. Y aunque el momento no había sido de los más tiernos, su aparición inesperada bajo su ventana tenía a fin de cuentas un toque muy romántico.

Adam le propuso pasar a recogerla cuando hubiera terminado de trabajar. Y mientras Anthony Walsh lavaba los platos, haciendo todo el ruido que podía y más, Julia le explicó que la muerte de su padre la había afectado más de lo que en un principio había estado dispuesta a reconocer. Había tenido muchas pesadillas esa noche y estaba agotada. De nada servía reproducir la experiencia del día anterior. Necesitaba pasar una tarde tranquila y acostarse temprano, y al día siguiente, o como muy tarde dentro de dos días, volverían a verse. Para entonces habría recuperado la digna apariencia de la mujer con la que quería casarse.

– Lo que yo decía, de tal palo, tal astilla -repitió Anthony Walsh cuando Julia colgaba.

Ella lo fusiló con la mirada.

– ¿Y ahora qué pasa?

– ¡Nunca has lavado un mísero plato en tu vida!

– Eso tú no lo sabes, ¡y además, lavar los platos es una tarea incluida en mi nuevo programa! -contestó alegremente Anthony Walsh.

Julia no contestó y cogió el manojo de llaves colgado del clavo.

– ¿Adonde vas?

– A preparar una habitación en el piso de arriba. No pienso dejar que pases la noche en mi salón sin estarte quieto un momento. Tengo unas cuantas horas de sueño que recuperar, no sé si me explico.

– Si es por el ruido de la televisión, puedo bajar el sonido…

– ¡Esta noche duermes arriba, o lo tomas o lo dejas!

– ¿No irás a recluirme en el desván?

– Dame una buena razón para no hacerlo.

– Hay ratas…, tú misma lo dijiste ayer -añadió su padre con la entonación de un niño castigado.

Y cuando ya Julia se disponía a salir del apartamento, su padre la retuvo con voz firme:

– ¡Aquí nunca lo conseguiremos!

Julia cerró la puerta y subió la escalera. Anthony Walsh consultó la hora en el reloj del horno, vaciló un instante y luego buscó el mando a distancia blanco que Julia había abandonado sobre la encimera.

Oyó los pasos de su hija por encima de su cabeza, los muebles que arrastraba por el suelo, el ruido de la ventana que abría y cerraba. Cuando volvió a bajar, Julia se encontró a su padre metido de nuevo en la caja, con el mando a distancia en la mano.

– ¿Qué haces? -le preguntó.

– Me voy a apagar, quizá sea lo mejor para los dos, en fin, sobre todo para ti, me doy perfecta cuenta de que te molesto.

– Creía que no podías hacerlo tú mismo -le dijo, arrancándole el mando de las manos.

– He dicho que tú eras la única que podía llamar a la empresa y dar el código, ¡pero creo que todavía soy capaz de pulsar un botón! -rezongó, saliendo de la caja.

– Anda, toma, haz lo que quieras -le contestó Julia, devolviéndole el mando-. ¡Eres agotador!

Anthony Walsh lo dejó sobre la mesa baja y se colocó delante de su hija.

– Por cierto, ¿adonde pensabais iros de viaje? -A Montreal, ¿por qué?

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