Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Caray, pues sí que se ha estirado el prometido -silbó él entre dientes.

– ¿Tienes algo en contra de Quebec?

– ¡En absoluto! ¡Montreal es una ciudad del todo encantadora, y de hecho he pasado muy buenos momentos allí! Pero bueno, no es ésa la cuestión -carraspeó.

– ¿Y cuál es la cuestión, según tú?

– Pues es sólo que…

– ¿Que qué?

– Pues que un viaje de novios a una hora de avión nada más… ¡A eso se lo llama cambiar de aires! ¡Ya de paso que te lleve de camping para ahorrarse el hotel!

– ¿Y si el destino lo hubiera elegido yo? ¿Y si adorara esa ciudad, y si compartiéramos muy bellos recuerdos, Adam y yo? ¿Tú qué sabes, eh?

– ¡Si fueras tú la que ha decidido pasar tu noche de bodas a una hora de tu casa, no serías mi hija, y ya está! -afirmó Anthony con tono irónico-. Vale que te guste el jarabe de arce, pero hasta ese punto…

– Nunca te librarás de tus prejuicios, ¿eh?

– Reconozco que ya es un poco tarde para eso. De acuerdo, admitamos que has decidido pasar la noche más memorable de tu vida en una ciudad que ya conoces. ¡Adiós a las ansias de descubrir cosas nuevas! ¡Adiós al romanticismo! Hostelero, dénos la misma habitación que la última vez, ¡después de todo no es más que una noche como otra cualquiera! Sírvanos nuestra cena habitual, ¡mi futuro marido, qué digo, mi recién estrenado marido odia cambiar sus costumbres!

Anthony Walsh se echó a reír.

– ¿Has terminado?

– Sí -se disculpó-. ¡Señor, qué maravilla la muerte, uno se permite decir todo lo que se le pasa por los circuitos, es un gusto!

– ¡Tienes razón, nunca lo conseguiremos! -dijo Julia, poniendo punto final al buen humor de su padre.

– En todo caso aquí no. Necesitamos un territorio neutro. Julia lo miró, perpleja.

– Vamos a dejar de jugar al escondite en este apartamento, ¿quieres? Aun contando la habitación de arriba en la que querías meterme, no hay sitio suficiente, ni tampoco nos bastan estos valiosos minutos que estamos desperdiciando como dos niños caprichosos. Nunca más volverán.

– ¿Y qué propones?

– Un pequeño viaje. Así no habrá llamadas de tu trabajo, ni aparición inesperada de tu Adam, no nos pasaremos las veladas viendo la televisión sin decir nada, sino que iremos a pasear juntos y hablaremos. Por eso he vuelto desde tan lejos. ¡Un momento, unos días, los dos solos, para nosotros dos nada más!

– Me pides que te regale lo que tú nunca has querido darme, ¿es eso?

– Deja de enfrentarte conmigo, Julia. Luego tendrás toda la eternidad para retomar el combate, mis armas ya sólo existirán en tu memoria. Seis días es todo lo que nos queda, eso es lo que te pido.

– ¿Y dónde iríamos a hacer ese pequeño viaje?

– ¡A Montreal!

Julia no pudo reprimir la sonrisa sincera que acababa de iluminar su rostro. -¿A Montreal?

– ¡Hombre, ya que no te devuelven el dinero de los billetes…! Siempre podemos intentar cambiar el nombre de uno de los pasajeros…

Julia se hizo una coleta y se puso una chaqueta sobre los hombros. Como era obvio que se disponía a salir sin contestarle, Anthony Walsh se interpuso entre ella y la puerta.

– ¡No pongas esa cara, Adam dijo que hasta podías tirarlos!

– Me propuso que guardara los billetes de recuerdo y, por si acaso no te habías dado cuenta, lo decía en plan irónico. Pero no creo que me sugiriera que me marchara con otra persona.

– ¡No se trata de cualquier persona, se trata de tu padre! -¡Haz el favor de apartarte de la puerta! -¿Adonde vas? -le preguntó Anthony Walsh dejándola pasar.

– A tomar el aire. -¿Estás enfadada?

Por toda respuesta, oyó los pasos de su hija bajando la escalera.

Un taxi aminoró la marcha en el cruce con la calle Greenwich Street, y Julia se subió a toda prisa. No necesitaba levantar la mirada hacia la fachada de su casa. Sabía que su padre debía de mirar desde la ventana del salón cómo se alejaba el Ford amarillo hacia la No vena Avenida. En cuanto su hija hubo desaparecido en el cruce, Anthony Walsh se dirigió a la cocina, cogió el teléfono e hizo dos llamadas.

Julia pidió al taxista que la dejara en la entrada del Soho. En un día normal, habría recorrido a pie ese camino que conocía de memoria. Apenas quince minutos andando pero, para huir de su casa, habría sido capaz de robar una bicicleta si a alguien se le hubiera ocurrido dejar una aparcada sin candado en la esquina de su calle. Abrió la puerta de la pequeña tienda de antigüedades, y se oyó una campanita. Sentado en una butaca barroca, Stanley abandonó su lectura.

– ¡Greta Garbo en La reina Cristina de Suecia no lo habría hecho mejor!

– ¿De qué estás hablando?

– ¡De tu entrada, princesa, majestuosa y aterradora a la vez!

– No es el día más indicado para burlarte de mí.

– No hay día, por hermoso que sea, que pueda transcurrir sin una pizca de ironía. ¿No trabajas hoy?

Julia se acercó a una vieja biblioteca y miró atentamente el reloj de delicadas molduras doradas colocado en el estante más alto.

– ¿Has hecho novillos para ver qué hora era en el siglo XVIII? -quiso saber Stanley, ajustándose las gafas que resbalaban sobre su nariz.

– Es un reloj muy bello.

– Sí, y yo también. ¿Qué te pasa?

– Nada, simplemente me he acercado a verte, nada más.

– ¡Sí, claro, y yo voy a abandonar el estilo Luis XVI y me voy a dedicar al pop art! -replicó Stanley dejando caer su libro.

Se levantó y se sentó en la esquina de una mesa de caoba. -¿Se ha puesto triste esa carita tan linda?

– Sí, algo así.

Julia apoyó la cabeza sobre el hombro de Stanley.

– ¡Sí, desde luego, te ocurre algo grave! Voy a prepararte un té que me manda un amigo mío desde Vietnam. Una maravilla para eliminar toxinas, ya lo verás, sus virtudes son insospechables, probablemente porque mi amigo no tiene ninguna.

Stanley cogió una tetera que había sobre una estantería. Encendió el hervidor eléctrico que estaba sobre el antiguo escritorio que hacía las veces de mostrador. Tras unos minutos necesarios para la infusión, la bebida mágica llenaba dos tazas de porcelana recién sacadas de un viejo armario. Julia respiró el perfume de jazmín que exhalaba la suya y bebió un sorbito de té.

– Te escucho, y no trates de resistirte, esta pócima divina desata las lenguas más reacias.

– ¿Te marcharías de viaje de novios conmigo?

– Si me hubiera casado contigo, ¿por qué no…? Pero tendrías que haberte llamado Julien, Julia, porque si no, a nuestro viaje de novios le habría faltado algo de fantasía.

– Stanley, si cerraras tu tienda una semanita de nada y me dejaras que te raptara…

– Es divinamente romántico, ¿y adonde me llevarías?

– A Montreal.

– ¡Jamás!

– Pero ¿qué tienes tú también en contra de Quebec?

– He pasado seis meses de insoportables sufrimientos para perder tres kilos, así que no pienso recuperarlos en unos pocos días. ¡Sus restaurantes son irresistibles, y sus camareros también, de hecho! Y además, aborrezco la idea de ser el segundo plato de nadie.

– ¿Por qué dices eso?

– Antes de mí, ¿quién más ha rechazado irse contigo? -¡Qué más da! De todas maneras, no lo creerías. -Quizá si empezaras por contarme lo que te preocupa… -Aunque te lo contara todo desde el principio, tampoco me creerías.

– Admitamos que soy un imbécil… ¿Cuándo fue la última vez que te permitiste medio día libre en plena semana de trabajo?

Ante el mutismo de Julia, Stanley prosiguió: -Apareces un lunes por la mañana en mi tienda y te apesta el aliento a café, tú, que odias el café. Bajo ese maquillaje, muy mal extendido, por cierto, se esconde el rostro de alguien que, más que horas de sueño, como mucho habrá tenido minutos, y me pides, de buenas a primeras y sin avisar, que sustituya a tu prometido para acompañarte de viaje. ¿Qué ocurre? ¿Has pasado la noche con un hombre que no es Adam?

– ¡Pues claro que no! -exclamó Julia. -Vuelvo a hacerte la misma pregunta: ¿de qué o de quién tienes miedo? -De nada.

14
{"b":"117977","o":1}