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El restaurante estaba casi lleno. Un camarero muy atento les ofreció una copa de champán. Anthony no tocó la suya, pero Julia se la bebió de un trago antes de hacer lo mismo con la de su padre y, con una seña, le indicó al camarero que volviera a llenárselas. Antes de que les llevaran las cartas ya estaba algo achispada.

– Deberías parar de beber -le aconsejó Anthony cuando ya estaba pidiendo una cuarta copa de champán.

– ¿Por qué? ¡Está lleno de burbujas y sabe bien!

– Estás borracha.

– Todavía no -replicó ella riendo.

– Podrías intentar no exagerar. ¿Quieres estropear nuestra primera cena? No hace falta que te pongas mala, basta que me digas que prefieres volver al hotel.

– ¡De eso nada! ¡Tengo hambre!

– Puedes cenar en tu habitación, si quieres.

– Mira, me parece que ya no tengo edad para escuchar ese tipo de frases.

– De niña te comportabas exactamente igual que ahora cuando intentabas provocarme. Y tienes razón, Julia, ni tú ni yo tenemos ya edad para esta clase de cosas.

– De hecho, ¡era lo único que no habías elegido tú por mí!

– ¿El qué?

– ¡Tomas!

– No, era el primero, después de él hiciste muchas otras elecciones por tu cuenta, si recuerdas bien.

– Siempre has querido controlar mi vida.

– Ésa es una enfermedad que afecta a muchos padres, y, a la vez, es un reproche bastante contradictorio para alguien a quien acusas de haber estado tan ausente.

– Habría preferido que fueras un padre ausente, ¡te contentaste con no estar ahí!

– Estás borracha, Julia, hablas alto, y resulta molesto.

– ¿Molesto? ¿Acaso crees que no fue molesto cuando apareciste de improviso en ese apartamento de Berlín; cuando gritaste hasta aterrorizar a la abuela del hombre al que amaba para que te dijera dónde estábamos; cuando echaste abajo la puerta de la habitación mientras dormíamos y le hiciste pedazos la mandíbula a Tomas unos minutos más tarde? ¿Te parece que eso no fue molesto?

– Digamos que fue algo excesivo, te lo concedo.

– ¿Me lo concedes? ¿Fue molesto cuando me arrastraste de los pelos hasta el coche que esperaba en la calle? ¿Fue molesto cuando me hiciste cruzar el vestíbulo del aeropuerto sacudiéndome tan fuerte del brazo que parecía una muñeca desarticulada? ¿Y cuando me abrochaste el cinturón por miedo a que me bajara del avión en pleno vuelo, no fue molesto eso? ¿Y no fue molesto cuando, al llegar a Nueva York, me arrojaste dentro de mi habitación, como una delincuente, antes de cerrar la puerta con llave?

– ¡Hay momentos en que me pregunto si, a fin de cuentas, no hice bien en morir la semana pasada!

– ¡Por favor, no empieces otra vez con tus palabras grandilocuentes!

– No, si esto no tiene nada que ver con tu deliciosa conversación, estaba pensando en otra cosa. -¿En qué, a ver?

– En tu comportamiento desde que has visto ese dibujo que se parecía a Tomas.

Julia abrió unos ojos como platos.

– ¿Qué tiene eso que ver con tu muerte?

– Tiene gracia esa frase, ¿no te parece? Digamos que, sin haberlo hecho a propósito, ¡te impedí casarte el sábado! -concluyó Anthony Walsh con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Y tanto te alegra eso?

– ¿Que se haya aplazado tu boda? Hasta hace muy poco, lo sentía sinceramente, ahora la cosa ha cambiado. Incómodo por esos dos clientes que hablaban demasiado alto, el camarero intervino y propuso tomar nota de lo que querían cenar. Julia eligió un plato de carne.

– ¿Cómo le gusta la carne? -quiso saber el camarero. -¡Seguro que medio cruda! -contestó Anthony Walsh. -¿Y para el señor? -¿Tiene pilas? -preguntó Julia.

Y como el camarero parecía haberse quedado mudo de repente, Anthony Walsh le precisó que no pensaba cenar nada.

– Casarse es una cosa -le dijo a su hija-, pero permíteme que te diga que compartir tu vida entera con alguien es otra muy distinta. Hace falta mucho amor, mucho espacio. Un territorio que ambas personas inventan juntas, y donde ninguna debe sentir que le falta el aire para respirar.

– Pero ¿quién eres tú para juzgar mis sentimientos por Adam? No sabes nada de él.

– No te hablo de Adam, sino de ti, de ese espacio que podrás otorgarle; y si vuestro horizonte ya lo oculta el recuerdo de otro, estáis muy lejos de ganar la apuesta de una vida en común.

– Y tú sabes mucho de eso, ¿verdad?

– Tu madre murió, Julia, yo no tuve la culpa, aunque tú sigas pensando que sí.

– Tomas también murió, y aunque tampoco de su muerte tuviste la culpa, siempre te guardaré rencor. Así que, ya ves, en cuestión de espacio, Adam y yo tenemos todo el universo libre.

Anthony Walsh carraspeó, y unas gotas de sudor se formaron en su frente.

– ¿Sudas? -preguntó Julia, sorprendida.

– Es una ligera disfunción tecnológica que no me habría importado poder ahorrarme -dijo enjugándose delicadamente la cara con su servilleta-. ¡Tenías dieciocho años, Julia, y querías compartir tu vida con un comunista al que conocías desde hacía unas semanas!

– ¡Cuatro meses!

– ¡Dieciséis semanas, entonces!

– Y era alemán oriental, no comunista.

– ¡Mejor me lo pones!

– ¡Si hay algo que no olvidaré jamás es por qué te odiaba tanto!

– Habíamos quedado en que no hablaríamos en pasado, ¿recuerdas? No temas hablar conmigo en presente; aunque esté muerto, sigo siendo tu padre, o lo que queda de él…

El camarero le llevó su plato a Julia. Ella le pidió que volviera a servirle más champán. Anthony Walsh tapó la copa con la mano.

– Creo que todavía tenemos cosas que decirnos.

El camarero se alejó sin decir una palabra.

– Vivías en Berlín Oriental, hacía meses que no tenía noticias tuyas. ¿Cuál habría sido tu etapa siguiente? ¿Moscú?

– ¿Cómo diste conmigo?

– Por ese artículo que publicaste en un periódico de Alemania Occidental. Alguien tuvo la delicadeza de hacerme llegar una copia.

– ¿Quién?

– Wallace. Quizá fuera su manera de hacerse perdonar el haberte ayudado a salir de Estados Unidos a mis espaldas. -¿Te enteraste?

– O si no, quizá él también se preocupara por ti y juzgara que ya iba siendo hora de poner fin a esas peripecias antes de que de verdad estuvieras en peligro.

– Nunca estuve en peligro, quería a Tomas.

– Hasta cierta edad, uno se lía la manta a la cabeza por amor a otra persona, ¡pero a menudo es por amor a uno mismo! Estabas destinada a estudiar Derecho en Nueva York, lo dejaste todo para cursar estudios de dibujo en la Aca demia de Bellas Artes de París; una vez allí, al cabo de no sé cuánto tiempo, te marchaste a Berlín; te enamoriscaste del primero que se te cruzó y, como por arte de magia, adiós a las Bellas Artes, quisiste ser periodista, y si mal no recuerdo, qué coincidencia, él también quería ser periodista, qué extraño…

– ¿Y eso a ti qué más te daba?

– Fui yo quien le dijo a Wallace que te devolviera tu pasaporte el día que se lo pidieras, Julia, y estaba en la habitación de al lado cuando fuiste al cajón de mi despacho a recuperarlo.

– ¿Por qué tanto intermediario?, ¿por qué no dármelo tú mismo?

– Porque por aquel entonces no nos llevábamos precisamente bien, si recuerdas. Y, también, digamos que si lo hubiera hecho, eso le habría quitado cierto gusto a tu aventura. Al dejarte marchar en plena rebelión contra mí, tu viaje era aún más atractivo, ¿no crees?

– ¿De verdad pensaste en todo eso?

– Le indiqué a Wallace dónde estaban tus documentos, y yo de verdad estaba en el salón mientras tanto; por lo demás, quizá por mi parte hubiera también algo de amor propio herido.

– ¿Tú, herido?

– ¿Y Adam? -replicó Anthony Walsh.

– Adam no tiene nada que ver en todo esto.

– Te recuerdo, por extraño que me resulte decírtelo, que de no haberme muerto hoy serías su esposa. De modo que voy a tratar de volver a plantear mi pregunta de otra manera, pero, antes, ¿te importaría cerrar los ojos?

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