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Al no comprender adonde quería llegar su padre, Julia dudó, pero, ante su insistencia, obedeció.

– Ciérralos más. Me gustaría que te sumergieras en la más completa oscuridad.

– ¿A qué jugamos?

– Por una vez, haz lo que te pido, sólo nos llevará un momento.

Julia cerró los párpados con fuerza, y la invadió la oscuridad.

– Coge el tenedor y come.

Divertida, se prestó al ejercicio. Su mano tanteó el mantel hasta encontrar el objeto codiciado. Con un gesto torpe, trató entonces de pinchar un trozo de carne en su plato y, sin tener ni idea de lo que se estaba llevando a la boca, entreabrió los labios.

– ¿Difiere el gusto de ese alimento porque no lo veas? -Quizá -contestó sin abrir los ojos. -Ahora, haz algo por mí, y sobre todo mantén los ojos cerrados.

– Te escucho -le dijo con voz queda.

– Vuelve a pensar ahora en un momento de felicidad.

Y Anthony calló, observando el rostro de su hija.

La isla de los museos, recuerdo que paseábamos juntos. Cuando me presentaste a tu abuela, su primera reacción fue preguntarme a qué me dedicaba en la vida. La conversación no era fácil, tú traducías sus palabras en tu inglés tan básico, y yo no hablaba tu lengua. Le expliqué que estudiaba Bellas Artes en París. Ella sonrió y fue a su cómoda a buscar una tarjeta postal con una reproducción de un cuadro de Vladimir Radskin, un pintor ruso que le gustaba mucho. Y luego nos mandó que saliéramos a tomar el aire, que aprovecháramos el día tan bueno que hacía. No le habías contado nada de tu extraordinario viaje, ni una sola palabra sobre la forma en que nos habíamos conocido. Y cuando nos separamos de ella en el umbral de vuestro apartamento, te preguntó si habías vuelto a ver a Knapp. Tú dudaste largo rato, pero la expresión de tu rostro traducía que os habíais vuelto a encontrar. Te sonrió y te dijo que se alegraba por ti.

Nada más salir a la calle, me cogiste de la mano, y cada vez que te preguntaba adonde íbamos tan de prisa, tú contestabas: «Ven, ven.» Cruzamos el puentecito sobre el río Spree.

La isla de los museos, nunca había visto una concentración tal de edificios dedicados al arte. Creía que tu país sólo estaba hecho de grises, y allí todo era en color. Me llevaste ante la puerta del Altes Museum. El edificio era un inmenso cuadrado, pero, cuando entramos, el espacio interior tenía la forma de una rotonda. Nunca había visto una arquitectura como ésa, tan extraña, casi increíble. Me condujiste al centro de esa rotonda y me hiciste dar una vuelta sobre mí misma; luego otra, y otra más, cada vez más rápido, hasta sentir vértigo. Detuviste mi baile loco abrazándome y me dijiste «Mira, esto es el romanticismo alemán, un círculo en medio de un cuadrado», para demostrar que todas las diferencias pueden anularse. Y me llevaste a ver el museo de Pérgamo.

– Bueno, ¿qué? -quiso saber Anthony-. ¿Has rememorado ese momento de felicidad?

– Sí -contestó ella sin abrir los ojos. -¿Ya quién veías en él? Julia abrió los ojos.

– No tienes que decirme la respuesta, Julia, te pertenece. Yo ya no viviré tu vida por ti. -¿Por qué haces esto?

– Porque, cada vez que cierro los ojos, vuelvo a ver el rostro de tu madre.

– Tomas ha surgido en ese retrato que se parecía a él como un fantasma, una sombra que me decía que me marchara en paz, que podía casarme sin pensar ya más en él, sin nostalgia. Era una señal.

Anthony carraspeó.

– ¡Pero si no era más que un retrato a carboncillo! Si lanzo mi servilleta, que alcance o no a darle al paragüero de la entrada no cambiará nada. Que la última gota de vino caiga o no en la copa de esa mujer que está junto a nosotros no hará que antes de que concluya el año se case con el tontorrón con el que está cenando. No me mires como si fuera un extraterrestre, si ese imbécil no le hablara tan alto a su novia para impresionarla, no habría oído su conversación desde el principio de la cena.

– ¡Dices eso porque nunca has creído en las señales de la vida! ¡Porque siempre necesitas controlarlo todo!

– Las señales no existen, Julia. He lanzado mil hojas de papel arrugado a la papelera de mi despacho, seguro de que, si encestaba, mi deseo se cumpliría; ¡pero la llamada que esperaba no llegaba nunca! Llegué incluso a decirme que tenía que encestar tres o cuatro veces seguidas para merecer la recompensa; tras dos años de práctica encarnizada, era capaz de encestar un taco de hojas una tras otra en pleno centro de una papelera colocada a diez metros de distancia, y la llamada seguía sin llegar. Una noche, tres clientes importantes me acompañaron a una cena de negocios. Mientras uno de mis socios se esforzaba por enumerarles todos los países en los que teníamos filiales implantadas, yo buscaba aquel en el que debía de estar la mujer a la que esperaba; me imaginaba las calles que recorría al salir de su casa todas las mañanas. Al marcharnos del restaurante, uno de ellos, un chino, y no me preguntes su nombre, por favor, me contó una leyenda preciosa. Según parece, si uno salta en medio de un charco en el que se refleja la luna llena, su espíritu te lleva de inmediato junto a las personas a las que añoras. Tendrías que haber visto la cara que puso mi socio cuando salté con ambos pies en el arroyo. Mi cliente estaba calado hasta los huesos, le chorreaba hasta el sombrero. En lugar de pedirle disculpas, ¡le reproché que su truco no funcionaba! La mujer a la que yo esperaba no había aparecido. Así que no me hables de esas señales estúpidas a las que uno se aferra cuando ha perdido toda razón para creer en Dios.

– ¡Te prohíbo que digas esas cosas! -gritó Julia-. De niña, yo habría saltado en mil charcos, mil arroyos, con tal de que tú volvieras por la noche. Ya es demasiado tarde para contarme esa clase de historias. ¡Hace tiempo que dejé atrás la infancia!

Anthony Walsh miró a su hija con expresión triste. Julia seguía muy enfadada. Apartó su silla, se levantó de la mesa y salió del restaurante.

– Discúlpela -le dijo al camarero dejando unos billetes en la mesa-. ¡Me parece que es su champán, demasiadas burbujas!

Regresaron al hotel. Ninguna palabra vino a romper el silencio nocturno. Atravesaron las callejuelas de la ciudad vieja. Julia no caminaba recto del todo. A veces tropezaba con algún adoquín que sobresalía del suelo. Anthony avanzaba en seguida el brazo para sostenerla, pero ella recuperaba el equilibrio y rechazaba su gesto, sin dejar nunca que la tocara.

– ¡Soy una mujer feliz! -dijo titubeando-. ¡Feliz y del todo realizada! ¡Ejerzo una profesión que me gusta, vivo en un apartamento que me gusta, tengo un amigo muy bueno al que quiero y me voy a casar con un hombre al que amo! ¡Una mujer realizada! -repitió, tropezando con las sílabas.

Se le torció un tobillo, recuperó el equilibrio de milagro y se dejó caer hasta el suelo apoyándose en una farola.

– ¡Mierda! -masculló sentada en la acera.

Hizo caso omiso de la mano que le tendía su padre para ayudarla a levantarse. Éste se arrodilló y se sentó a su lado. La callejuela estaba desierta, y se quedaron los dos ahí sentados, apoyados contra la farola. Pasaron diez minutos, y Anthony Walsh se sacó una bolsita del bolsillo de su gabardina.

– ¿Qué es eso? -quiso saber Julia.

– Caramelos.

Ella se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

– Creo que en el fondo de la bolsa hay dos o tres ositos de chocolate… La última vez que supe de ellos estaban jugando con una espiral de regaliz.

Julia seguía sin reaccionar, de modo que Anthony hizo ademán de guardarse las golosinas en el bolsillo, pero ella le arrancó la bolsita de las manos.

– Cuando eras niña, adoptaste un gato vagabundo -dijo él mientras Julia se comía el tercer osito-. Lo querías mucho a él también, hasta que, al cabo de ocho días, se marchó. ¿Quieres que volvamos ya al hotel?

– No -contestó Julia masticando los caramelos.

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