Ya se veía el tejado de una torre del barrio de negocios de Montreal, por lo que el hotel ya no quedaba muy lejos.
Con su bolso al hombro, Julia cruzó el vestíbulo y se dirigió con paso resuelto a la recepción. El empleado abandonó su mostrador para ir de inmediato a su encuentro.
– ¡Señora Walsh! -dijo abriendo los brazos de par en par-. El señor la está esperando fuera, la limusina que les hemos llamado llega con un poco de retraso, hoy hay un tráfico de locos.
– Gracias -contestó Julia.
– Siento muchísimo, señora Walsh, que tengan que dejarnos antes de tiempo, espero que la calidad de nuestro servicio no tenga nada que ver con su partida, ¿verdad? -preguntó, contrito.
– ¡Sus croissants son increíbles! -replicó Julia al instante-. ¡Y, de una vez por todas, no soy la señora, sino la señorita Walsh!
Salió del hotel y vio a Anthony, que la esperaba en la calle.
– La limusina ya no debería tardar…, anda, mira, ahí viene.
Una Lincoln negra aparcó justo a su altura. Antes de bajar para recibirlos, el conductor abrió el maletero desde dentro. Julia entró en el coche y se instaló en el asiento de atrás. Mientras el botones guardaba su equipaje, Anthony rodeó el vehículo. Un taxi tocó la bocina y no lo atropello de milagro.
– ¡Hay que ver la gente, es que no mira! -exclamó furioso el taxista, aparcando en doble fila delante del hotel Saint-Paul.
Adam le tendió un puñado de dólares y, sin esperar el cambio, se precipitó hacia las puertas giratorias. Se presentó en la recepción y pidió que le pusieran con la habitación de la señorita Walsh.
Fuera, una limusina negra esperaba pacientemente a que un taxi tuviera a bien despejar el paso. El conductor del vehículo que le bloqueaba la salida estaba contando un fajo de billetes y no parecía tener ninguna prisa.
– El señor y la señora Walsh ya se han marchado del hotel -le contestó, afligida, la recepcionista a Adam.
– ¿El señor y la señora Walsh? -repitió él, insistiendo mucho en la palabra «señor».
El empleado de mayor rango hizo un gesto de exasperación y se presentó a Adam.
– ¿Puedo ayudarlo en algo? -quiso saber, muy vehemente.
– ¿Ha pasado la noche mi mujer en este hotel?
– ¿Su mujer? -preguntó el empleado, lanzándole una mirada por encima del hombro.
La limusina seguía sin poder salir.
– ¡La señorita Walsh!
– Sí, la señorita pasó la noche en este hotel, pero ya se ha marchado. -¿Sola?
– No creo haberla visto acompañada -contestó el recepcionista, cada vez más incómodo.
Un concierto de bocinas hizo que Adam se volviera para mirar a la calle.
– ¿Señor? -intervino el recepcionista para recuperar su atención-. ¿Podemos ofrecerle quizá un desayuno o un pequeño tentempié?
– ¡Su empleada acaba de decirme que el señor y la señora Walsh se habían marchado del hotel! Eso suman dos personas, ¿estaba sola o no? -insistió Adam con tono firme.
– Nuestra colaboradora se habrá equivocado -afirmó el empleado, fulminándola con la mirada-, tenemos muchos clientes… ¿Desea tomar un té, o un café tal vez?
– ¿Hace mucho que se ha marchado?
De nuevo, el recepcionista lanzó una mirada discreta a la calle. La limusina negra arrancaba por fin. Dejó escapar un suspiro de alivio al verla alejarse.
– Pues hace ya un buen rato, me parece -dijo-. ¡Tenemos zumos excelentes! Permítame que lo acompañe a nuestro salón de desayuno, será nuestro invitado.
13
No intercambiaron una sola palabra en todo el viaje. Julia tenía la nariz pegada a la ventanilla.
Cada vez que viajaba en avión, buscaba tu rostro entre las nubes, me imaginaba tus rasgos en esas formas que se estiraban en el cielo. Te había escrito cien cartas y recibido cien tuyas, dos por cada semana que pasaba. Nos habíamos jurado reencontrarnos en cuanto me fuera posible. Cuando no estudiaba, trabajaba para ganar lo necesario para volver algún día contigo. Hice de camarera en restaurantes, de acomodadora de cine, o simplemente de repartidora de propaganda; y cada gesto que realizaba, lo hacía pensando en la mañana en que por fin llegaría a Berlín, a ese aeropuerto en el que estarías esperándome.
¿Cuántas noches me dormí en tu mirada, en el recuerdo de la risa que nos entraba de repente por las calles de la ciudad gris? A veces tu abuela me decía, cuando me dejabas sola con ella, que no creía en nuestro amor. Que no duraría. Había demasiadas diferencias entre nosotros: yo, la chica del Oeste, y tú, el chico del Este. Pero cada vez que volvías y me abrazabas, la miraba por encima de tu hombro y le sonreía, segura de que no tenía razón. Cuando mi padre me hizo subir a la fuerza a ese coche que esperaba debajo de tus ventanas, grité tu nombre, hubiera querido que lo oyeras. La noche en que las noticias informaron del «incidente» de Kabul que se había cobrado la vida de cuatro periodistas, entre ellos uno alemán, supe en ese mismo instante que estaban hablando de ti. Se me heló la sangre. Y en ese restaurante en el que secaba vasos detrás de una vieja barra de madera, me desmayé. El presentador decía que vuestro vehículo había saltado por los aires al pisar una mina olvidada por las tropas soviéticas. Como si el destino hubiera querido alcanzarte, no dejarte jamás ir al encuentro de tu libertad. Los periódicos no precisaban nada más, cuatro víctimas, al mundo le basta con esa información; qué importa la identidad de los que mueren, qué importan sus vidas, los nombres de aquellos a los que dejan en la ausencia. Pero yo sabía que eras tú el alemán del que hablaban. Tardé dos días en conseguir dar con Knapp; dos días en los que no pude tragar bocado.
Y por fin me devolvió la llamada; por el timbre de su voz, comprendí al instante que había perdido a un amigo, y yo al hombre al que amaba. Su mejor amigo, decía sin cesar. Se sentía culpable de haberte ayudado a hacerte periodista; y yo, con el alma hecha pedazos, lo consolaba. Te había ayudado a ser quien querías ser. Le decía cuánto te reprochabas a ti mismo no haber sabido jamás encontrar las palabras para darle las gracias. Entonces Knapp y yo hablamos de ti, para que no nos abandonaras del todo. Fue él quien me dijo que nunca identificarían vuestros cuerpos. Un testigo contó que cuando la mina explotó, vuestro camión saltó por los aires. Trozos de chapa cubrían la calzada a decenas de metros a la redonda, y allí donde habíais muerto sólo quedaba un cráter abierto y una carcasa destrozada, testigos del absurdo de los hombres y de su crueldad. Knapp no se perdonaba haberte enviado allí, a Afganistán. Una sustitución de última hora, decía llorando. Ojalá no hubieras estado junto a él cuando buscaba a alguien para partir inmediatamente. Pero yo era consciente de que te había ofrecido el regalo más hermoso que podías esperar. Lo siento, lo siento, repetía Knapp entre hipidos, y yo, desesperada, era incapaz de derramar una sola lágrima, llorar me habría quitado un poco más de ti. No fui capaz de colgar, Tomas, dejé el auricular sobre la barra, me quité el delantal y salí a la calle. Eché a andar sin saber hacia adonde iba. A mi alrededor, la ciudad vivía como si nada hubiera pasado.
¿Quién podía saber allí que, esa misma mañana, en las afueras de Kabul, un hombre de treinta años que se llamaba Tomas había muerto al pisar una mina? ¿A quién le habría importado? ¿Quién podía comprender que ya no volvería a verte, que mi mundo ya nunca sería el mismo?
¿Te he dicho que llevaba dos días sin comer? Poco importa. Lo habría dicho todo dos veces con tal de hablarte de mí, de oírte hablarme de ti. Al doblar una esquina, me desplomé.
¿Sabes que gracias a ti conocí a Stanley, el que se convirtió en mi mejor amigo, en el momento preciso en que nos vimos por primera vez? Salía de una habitación junto a la mía. Caminaba, con aire perdido, en ese largo pasillo de hospital; mi puerta estaba entreabierta, se detuvo, me miró, tumbada en la cama, y me sonrió. Ningún payaso del mundo podría haber lucido en su rostro una sonrisa más triste. Le temblaban los labios. De pronto, murmuró las dos palabras que yo me prohibía; pero a él quizá pudiera confesárselo, puesto que no lo conocía. Abrirle tu corazón a un desconocido no es como abrírselo a alguien cercano, no hace que la verdad sea irreversible, no es más que un abandono que se puede borrar con la goma de la ignorancia. «Ha muerto», dijo Stanley, y yo le contesté: «Sí, ha muerto.» Él hablaba de su novio, y yo le hablaba de ti. Así es como nos conocimos Stanley y yo, el día en que ambos perdimos al hombre al que amábamos. Edward había sucumbido al sida, y tú, a otra pandemia que sigue haciendo estragos entre los hombres. Se sentó al pie de mi cama, me preguntó si había podido llorar, le dije la verdad, y me confesó que él tampoco. Me tendió la mano, yo la cogí entre las mías, y entonces derramamos nuestras primeras lágrimas, las que te arrastraban lejos de mí, y a Edward lejos de él.