Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Anthony Walsh rechazó la bebida que le ofrecía la azafata. Echó un vistazo a la parte de atrás del avión. La cabina estaba casi vacía, pero Julia había preferido sentarse diez filas detrás, al lado de la ventanilla, y seguía teniendo la mirada perdida hacia el cielo.

Al salir del hospital, me fui de casa y até tus cien cartas con un lazo rojo. Las guardé en un cajón del escritorio de mi habitación. Ya no necesitaba releerlas para recordar. Llené una maleta y me marché sin despedirme de mi padre, incapaz de perdonarle el habernos separado. El dinero que había ahorrado para volver a verte algún día lo empleé en vivir lejos de él. Unos meses después, empecé mi carrera de dibujante y el principio de mi vida sin ti.

Stanley y yo pasábamos el tiempo juntos. Así nació nuestra amistad. Por aquel entonces él trabajaba en un mercadillo en Brooklyn. Cogimos la costumbre de quedar por las noches en medio del puente. A veces permanecíamos allí durante horas, acodados a la barandilla, mirando pasar los barcos que subían o bajaban el río; otras veces paseábamos por las orillas. Él me hablaba de Edward, y yo le hablaba de ti, y cuando cada uno volvía a su casa traía un poco de ambos en su equipaje nocturno.

Busqué la sombra de tu cuerpo en las que proyectaban los árboles sobre las aceras por las mañanas, los rasgos de tu rostro en los reflejos del Hudson; busqué tus palabras en vano en todos los vientos que recorrían la ciudad. Durante dos años reviví así cada uno de nuestros momentos en Berlín, a veces me reía de nosotros, pero sin dejar jamás de pensar en ti.

Nunca recibí tu carta, Tomas, la que me habría hecho saber que estabas vivo. Ignoro lo que me escribías en ella. Fue hace casi veinte años, y tengo la extraña sensación de que me la mandaste ayer. Quizá, tras tantos meses sin noticias tuyas, me anunciabas tu decisión de no esperarme nunca más en un aeropuerto. Que el tiempo transcurrido desde mi marcha se te había hecho demasiado largo. Que quizá hubiéramos alcanzado ese tiempo en que los sentimientos se marchitan; el amor también tiene su otoño para quien ha olvidado el sabor del otro. Quizá hubieras dejado de creer en nosotros, quizá te hubiera perdido de otra manera. Veinte años o casi para llegar a su destino es mucho tiempo para una carta.

Ya no somos los mismos. ¿Emprendería yo de nuevo el camino de París a Berlín? ¿Qué ocurriría si nuestras miradas volvieran a cruzarse, tú a un lado del Muro y yo al otro? ¿Me abrirías los brazos, como hiciste una noche de noviembre de 1989 con Knapp? ¿Acaso iríamos a recorrer las calles de una ciudad que ha rejuvenecido, cuando nosotros, en cambio, hemos envejecido? ¿Serían hoy tus labios tan suaves como entonces? Quizá esa carta debió quedarse en el cajón de ese escritorio, quizá fue mejor así.

La azafata le dio unos golpecitos en el hombro. Había llegado el momento de abrocharse el cinturón, el avión se estaba aproximando a Nueva York.

Adam tenía que resignarse a pasar parte del día en Montreal. La empleada de Air Canadá había hecho todo lo posible por ser agradable, pero, desgraciadamente, la única plaza disponible para volver a Nueva York estaba en un vuelo que despegaba a las cuatro de la tarde. Una y otra vez había tratado de hablar con Julia, pero siempre contestaba su buzón de voz.

Otra autopista, por la ventanilla esta vez se veían los rascacielos de Manhattan. La Lin coln se adentró por el túnel del mismo nombre.

– Me da la extraña sensación de que ya no soy bienvenido en casa de mi hija. Entre tu desván asqueroso y mis apartamentos, mejor estoy en mi casa. Regresaré el sábado para volver a meterme en mi caja antes de que acudan para llevársela. Sería mejor que llamaras a Wallace, para asegurarnos de que no esté en casa -dijo Anthony, tendiéndole a Julia un trozo de papel con un número de teléfono.

– ¿Tu mayordomo sigue viviendo en tu casa?

– No sé exactamente lo que hace mi secretario particular. Desde que fallecí, no he tenido ocasión de preguntarle en qué ocupa su tiempo. Pero si quieres evitarle un ataque al corazón, lo más juicioso sería que no se encontrara en casa cuando regresemos. Y ya que hablas con él, me vendría bien que le dieras una buena razón para irse a la otra punta del mundo hasta que termine la semana.

Por toda respuesta, Julia se contentó con marcar el número de Wallace. Le respondió un mensaje de voz que decía que, debido al fallecimiento de su jefe, estaría de vacaciones durante un mes. Era imposible dejarle un mensaje. En caso de urgencia por algún asunto relacionado con los negocios del señor Walsh, rogaba se pusieran directamente en contacto con su notario.

– ¡Puedes estar tranquilo, hay vía libre! -dijo Julia guardándose el móvil en el bolsillo.

Media hora más tarde, la limusina aparcó junto a la acera, ante el palacete en el que vivía Anthony Walsh. Julia contempló la fachada, y su mirada se dirigió de inmediato hacia una ventana del segundo piso. Allí había visto una tarde, al volver del colegio, a su madre, asomándose peligrosamente al balcón. ¿Qué habría hecho si Julia no hubiera gritado su nombre? Su madre, al verla, la había saludado con la mano, como si ese gesto pudiera borrar todo rastro de lo que se disponía a hacer.

Anthony abrió su maletín y le tendió un manojo de llaves.

– ¿También te han entregado tus llaves?

– Digamos que habíamos previsto la hipótesis de que no me quisieras en tu casa, pero tampoco quisieras apagarme antes de tiempo… ¿Abres? ¡No merece la pena esperar a que algún vecino me reconozca!

– Ah, así que ahora conoces a tus vecinos… ¡Primera noticia!

– ¡Julia!

– Vale, vale -suspiró ella, haciendo girar el picaporte de la pesada puerta de hierro forjado.

La luz entró con ella. Todo estaba intacto, tal y como se conservaba en sus recuerdos más remotos; las baldosas blancas y negras del vestíbulo que formaban un gigantesco damero. A la derecha, el tramo de escaleras de madera oscura que conducía al piso superior y que dibujaba una grácil curva. La barandilla de lupa, cincelada por la herramienta de un ebanista de renombre, que su padre gustaba de citar cuando enseñaba las partes comunes de su vivienda a sus invitados. Al fondo, la puerta que se abría sobre la cocina y el office, ambos más espaciosos que todos los lugares en los que Julia había vivido desde que dejó la casa de su padre. A la izquierda, el despacho en el que Anthony llevaba su propia contabilidad, las escasas noches en que se encontraba en casa. Por todas partes esos signos de riqueza que habían alejado a Anthony Walsh de los tiempos en que servía cafés en un rascacielos de Montreal. En la gran pared, un retrato de Julia cuando era niña. ¿Quedaban hoy en su mirada algunas de esas chispas que un pintor había plasmado cuando tenía cinco años? Julia alzó la cabeza para contemplar el artesonado del techo. Si hubiera habido aquí y allá alguna telaraña colgando de los rincones de los revestimientos de madera, el ambiente habría sido fantasmagórico, pero la casa de Anthony Walsh siempre lucía un impecable mantenimiento.

– ¿Sabes dónde está tu habitación? -le preguntó Anthony entrando en su despacho-. Te dejo ir, estoy seguro de que aún recuerdas el camino. Si tienes hambre, seguramente habrá algo de comer en los armarios de la cocina, pasta o algunas latas de conserva. No hace tanto que he muerto.

Y miró a Julia subir los escalones de dos en dos, deslizando la mano por la barandilla, exactamente como lo hacía cuando era niña; y, al llegar al rellano, también como cuando era niña, se volvió para ver si la seguía alguien.

– ¿Qué pasa? -le preguntó, mirándolo desde lo alto de la escalera.

– Nada -contestó Anthony sonriendo.

Y entró en su despacho.

El pasillo se extendía ante sí. La primera puerta era la de la habitación de su madre. Julia llevó la mano al picaporte, éste bajó despacio y volvió a subir también despacio cuando renunció a entrar. Avanzó hasta el final del pasillo sin dar más rodeos.

30
{"b":"117977","o":1}