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Una extraña luz opalina brillaba en la habitación. Los visillos corridos de las ventanas flotaban sobre la alfombra de colores intactos. Avanzó hacia la cama, se sentó en el borde y hundió el rostro en la almohada, respirando a pleno pulmón el aroma de la funda. Vinieron a su mente entonces los recuerdos de aquellas noches en que leía a escondidas bajo las sábanas con una linterna; las noches en que personajes inventados cobraban vida entre las cortinas, cuando la ventana estaba abierta. Sombras cómplices que poblaban sus momentos de insomnio. Estiró las piernas y miró a su alrededor. La lámpara de araña, semejante a un móvil pero demasiado pesada para que sus alas negras revolotearan cuando se subía a una silla y soplaba sobre ella. Junto al armario, el baúl de madera donde amontonaba sus cuadernos, unas fotografías, mapas de países de mágicos nombres, comprados en la papelería o intercambiados por territorios que tenía repetidos; ¿de qué servía ir dos veces al mismo lugar cuando había tanto por descubrir? Su mirada se dirigió hacia el estante en el que estaban alineados sus manuales escolares, bien derechos, sujetos a uno y otro extremo por dos viejos juguetes, un perro rojo y un gato azul que se ignoraban desde siempre. La tapa granate de un libro de historia, olvidado nada más terminar el colegio, la impulsó a acercarse a su mesa de trabajo. Julia abandonó la cama y se dirigió a su escritorio.

Cuántas horas había pasado sobre esa tabla de madera arañada con la punta de un compás, cuántas horas pensando en las musarañas, redactando concienzudamente en sus cuadernos la letanía de siempre en cuanto Wallace llamaba a su puerta para vigilar que estaba haciendo los deberes. Páginas enteras con las mismas palabras: «Me aburro, me aburro, me aburro.» El pomo de porcelana del cajón tenía forma de estrella. Bastaba con tirar un poco de él para que se deslizara sin esfuerzo. Julia lo entreabrió. Un rotulador rojo rodó hacia el fondo del cajón. Metió en seguida la mano. La apertura no era muy grande, y el insolente consiguió escapar. Atraída por el juego, Julia siguió explorando el espacio a tientas.

Su pulgar reconocía aquí la escuadra para el dibujo técnico; su meñique, un collar que había ganado en una feria, demasiado feo para llevarlo al cuello; el anular vacilaba aún. ¿Qué era aquello, el sacapuntas en forma de rana o el rollo de celo en forma de tortuga? El dedo corazón rozó una superficie de papel. En la esquina superior derecha, un ínfimo relieve traicionaba el borde dentado de un sello que los años habían despegado ligeramente. En el sobre que acariciaba al amparo de la oscuridad del cajón, siguió las líneas que la tinta de una pluma había trazado. Tratando de no perder el hilo del trazo, como en ese juego en el que hay que adivinar palabras dibujadas con las yemas de los dedos sobre la piel de la persona amada, Julia reconoció la letra de Tomas. Cogió el sobre, lo abrió y sacó una carta.

Septiembre de 1991

Julia:

He sobrevivido a la locura de los hombres. Soy el único superviviente de tan triste aventura. Como te escribía en mi última carta, por fin partimos en busca de Masud. He olvidado en el fragor de la explosión que aún resuena en mí por qué era tan importante para mí reunirme con él. He olvidado el fervor que me animaba para filmar su verdad. No vi más que el odio que rozaba mi cuerpo y el que se llevó por delante a mis compañeros de viaje. Los habitantes de la aldea recogieron mi cuerpo entre los escombros, a veinte metros del lugar donde debería haber muerto. ¿Por qué la onda expansiva se contentó con lanzarme por los aires, cuando despedazó a los demás? Nunca lo sabré. Porque me creían muerto, me dejaron en una carreta. Si un niño no hubiera resistido al deseo de ponerse mi reloj en la muñeca, hasta el punto de vencer el miedo, si mi brazo no se hubiera movido y el niño no hubiera empezado a gritar, probablemente me habrían enterrado. Pero ya te lo he dicho: he sobrevivido a la locura de los hombres. Cuentan que cuando te llega la muerte, vuelves a ver en tu cabeza toda tu vida. Cuando la muerte te atrapa con esa fuerza, no se ve nada de eso. En el delirio que acompañaba mi fiebre, yo sólo veía tu rostro. Habría querido darte celos diciéndote que la enfermera que me atendía era una joven bellísima, pero era un hombre, y su larga barba no era en absoluto seductora. He pasado estos cuatro últimos meses en una cama de hospital en Kabul. Tengo la piel quemada, pero no te escribo para quejarme.

Cinco meses sin mandarte una sola carta es mucho tiempo cuando teníamos la costumbre de escribirnos dos veces por semana. Cinco meses de silencio, casi medio año, es más todavía cuando hace tanto tiempo que no nos hemos visto ni nos hemos tocado. Es durísimo amarse a distancia, por eso te hago ahora esta pregunta que me asalta a diario.

Knapp fue a Kabul en cuanto se enteró de la noticia. Tendrías que haber visto cómo lloraba al entrar en la sala, y yo también un poco, lo reconozco. Menos mal que el herido a mi lado dormía a pierna suelta, de lo contrario, ¿qué habrían pensado de nosotros esos soldados de inquebrantable valor? Si no te llamó nada más marcharse, para decirte que estaba vivo, fue porque le pedí que no lo hiciera. Sé que te había anunciado mi muerte, me tocaba a mí decirte que había sobrevivido. Quizá la verdadera razón sea otra, quizá al escribirte quiera dejarte la libertad de no interrumpir el duelo de nuestra historia, si ya lo has empezado.

Julia, nuestro amor nació de nuestras diferencias, de esa hambre de descubrimientos que sentíamos todas las mañanas, intacta, al despertar. Y ya que te hablo de mañanas, nunca sabrás la cantidad de horas que pasé mirándote dormir, mirándote sonreír. Pues, aunque no lo sepas, sonríes cuando duermes. No contarás jamás cuántas veces te acurrucaste contra mí, diciendo en sueños palabras que yo no comprendía; cien veces, es el número exacto.

Julia, sé que construir juntos es otra aventura. Odié a tu padre, y luego quise comprenderlo. ¿Habría actuado yo igual que él en las mismas circunstancias? Si me hubieras dado una hija, si me hubieras dejado solo con ella, si se hubiera enamorado de un extranjero que vivía en un mundo hecho de nada, o de todo lo que me aterroriza, quizá habría actuado como él. Nunca me ha apetecido contarte todos esos años vividos al otro lado del Muro, no habría querido malgastar un segundo de nuestro tiempo con esos recuerdos del absurdo, merecías algo mejor que tristes relatos sobre lo peor de lo que son capaces los hombres, pero tu padre seguramente conocía todo eso y no era lo que esperaba para ti.

Odié a tu padre por haberte raptado, dejándome ensangrentado en nuestra habitación, incapaz de retenerte. En mi rabia la emprendí a puñetazos con las paredes en las que aún resonaba tu voz, pero quería entender. ¿Cómo decirte que te amaba sin al menos haberlo intentado?

A la fuerza, volviste a tu vida. ¿Te acuerdas?, siempre hablabas de las señales que la vida nos dibuja, pero yo no te creía, mas terminé por persuadirme de tu verdad, aunque esta noche en que te escribo estas líneas, aquí la verdad que impera sea la de lo peor que albergan los hombres.

Te amé tal y como eras, y jamás querría que fueras de otra manera, te amé sin comprenderlo todo de ti, convencido de que el tiempo me daría la manera de hacerlo; quizá en medio de todo ese amor olvidara a veces preguntarte si me amabas hasta el punto de abrazar todo lo que nos separa. Quizá también nunca me dejabas tiempo de hacerte esta pregunta, como tampoco te lo dejabas a ti misma. Pero, a nuestro pesar, ese tiempo ha llegado.

Regreso mañana a Berlín. Echaré esta carta en el primer buzón que vea. Te llegará, como siempre, dentro de unos días; si no me equivoco en mis cálculos, debería ser el 16 o el 17 de septiembre.

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