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Encontrarás en este sobre algo que guardaba en secreto; me habría gustado incluirte una foto mía, pero en estos momentos no tengo muy buen aspecto, y además sería un poco presuntuoso por mi parte. Así que no es más que un billete de avión. Ya ves, ya no necesitarás trabajar largos meses para reunirte conmigo, si aún lo deseas. Yo también había ahorrado para ir a buscarte. Me lo había llevado conmigo a Kabul, tenía pensado mandártelo, pero como podrás ver… aún es válido.

Te esperaré en el aeropuerto de Berlín el último día de cada mes.

Si volvemos a vernos, juraré no separar a la hija que me des del hombre al que ame algún día. Y por muy diferente que sea, comprenderé a aquel que me la robe, comprenderé a mi hija, puesto que habré amado a su madre.

Julia, nunca te guardaré rencor, respetaré tu elección, sea cual sea. Si no vinieras, si tuviera que marcharme solo de ese aeropuerto, el último día del mes, que sepas que lo comprenderé, es para decirte eso por lo que hoy te escribo.

No olvidaré jamás el rostro maravilloso que la vida me regaló una tarde de noviembre, una tarde en que, habiendo recuperado la esperanza, trepé a un muro para caer en tus brazos, yo que venía del Este, y tú, del Oeste.

Eres, y seguirás siendo en mi memoria, lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Me doy cuenta ahora de cuánto te amo al escribirte estas palabras.

Hasta pronto, quizá. De todas maneras, estás aquí, siempre estarás aquí. Sé que, en alguna parte, respiras, y eso ya es mucho.

Te amo,

Tomas

Una fundita amarillenta cayó del sobre. Julia la abrió. En letras rojas impresas sobre un billete de avión podía leerse: «Fráulein Julia Walsh, Nueva York – París – Berlín, 29 de septiembre de 1991.» Julia lo devolvió al cajón de su escritorio. Entornó la ventana y fue a tumbarse en la cama. Con el brazo detrás de la cabeza, permaneció así largo rato, mirando sin más las cortinas de su habitación, dos trozos de tela por donde se paseaban viejos compañeros, cómplices recuperados de las soledades de otro tiempo.

A primera hora de la tarde, Julia abandonó su habitación para ir al office. Abrió el armario en el que Wallace guardaba siempre la mermelada. Cogió un paquete de biscotes de la alacena, eligió un tarro de miel y se instaló a la mesa de la cocina. Miró el surco cavado por la cuchara en la masa untuosa. Extraña marca que probablemente habría dejado Anthony Walsh cuando tomó su último desayuno. Lo imaginó, sentado a la mesa en el lugar que ella ocupaba ahora, solo en esa inmensa cocina ante su taza de café, leyendo el periódico. ¿En qué pensaría aquel día? Curioso testimonio del pasado. ¿Por qué ese detalle, aparentemente anodino, le hacía tomar conciencia, quizá por primera vez, de que su padre estaba muerto? Basta a veces algo insignificante, un objeto recuperado, un olor, para que vuelva a nuestra memoria alguien que ya no está. Y, en mitad de ese amplio espacio, por primera vez también, afloró su infancia, pese al infausto recuerdo que de ella guardaba. Oyó un carraspeo en el umbral, levantó la cabeza y vio a Anthony Walsh que le sonreía.

– ¿Puedo entrar? -dijo sentándose frente a ella.

– ¡Haz como si estuvieras en tu casa!

– Me la mandan de Francia, es de lavanda, ¿te sigue gustando tanto esta miel?

– Como ves, hay cosas que no cambian.

– ¿Qué te decía en esa carta?

– Me parece que no es asunto tuyo.

– ¿Has tomado una decisión?

– ¿De qué estás hablando?

– Lo sabes muy bien. ¿Piensas contestarle?

– Veinte años después es un poco tarde, ¿no te parece?

– ¿Esa pregunta es para mí o para ti?

– Hoy en día seguro que Tomas está casado y tiene hijos. ¿Qué derecho tengo a volver a aparecer en su vida?

– ¿Un niño, una niña, o gemelos tal vez?

– ¿Qué?

– Te pregunto si tus habilidades de vidente te permiten saber también cómo es su familia. Bueno, ¿qué?, ¿niño o niña? -Pero ¿de qué estás hablando?

– Esta mañana lo creías muerto, quizá vayas un poco de prisa con tus conjeturas para decidir lo que ha hecho con su vida.

– ¡Veinte años, maldita sea, no estamos hablando de seis meses!

– ¡Diecisiete! Tiempo de sobra de divorciarse varias veces, a no ser que se haya cambiado de acera, como tu amigo el anticuario. ¿Cómo se llamaba?, ¿Stanley? ¡Sí, eso es, Stanley!

– ¡Y encima tienes la cara de hacer bromas!

– Ah, el humor, qué maravillosa manera de lidiar con la realidad cuando ésta te golpea en plena cara; no sé quién dijo eso, pero qué razón tenía. Vuelvo a hacerte la misma pregunta, ¿has tomado una decisión?

– No hay ninguna decisión que tomar, ya es demasiado tarde. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Deberías alegrarte, ¿no?

– Demasiado tarde es un concepto que sólo se aplica a las cosas que ya son definitivas. Es demasiado tarde para decirle a tu madre todo lo que hubiera querido que supiera antes de dejarme y que tanto me hubiera gustado que me escribiera antes de perder la razón. En lo que a nosotros dos respecta, a ti y a mí, demasiado tarde será el sábado, cuando me apague como un vulgar juguete al que se le han gastado las pilas. Pero si Tomas aún está vivo, entonces siento mucho llevarte la contraria, pero no, no es demasiado tarde. Y si recordaras, aunque sólo fuera un poco, tu reacción cuando viste ese dibujo ayer, lo que nos ha traído aquí hoy, entonces no te protegerías detrás del pretexto de que es demasiado tarde. Búscate otra excusa.

– ¿Qué es lo que quieres exactamente?

– Yo, nada. Tú, en cambio, quizá quieras a tu Tomas, ¿a no ser que…?

– ¿A no ser que qué?

– No, nada, perdóname, hablo y hablo sin parar, pero tienes razón tú.

– Es la primera vez que te oigo decir que tengo razón en algo, me gustaría saber en qué.

– No, déjalo, de verdad, no merece la pena. Es tanto más fácil seguir lamentándose, lloriqueando sobre lo que podría haber sido y no fue. Ya estoy oyendo todo el blablablá típico en estos casos, «el destino lo quiso de otra manera, qué le vamos a hacer», por no hablar de «todo es culpa de mi padre, de verdad me ha arruinado la vida». Después de todo, vivir en un drama es una manera de existir como otra cualquiera.

– ¡Qué susto! Por un momento he pensado que me estabas tomando en serio.

– ¡Dada tu manera de comportarte, el riesgo era ínfimo!

– Pues aunque me muriera de ganas de escribir a Tomas, aunque lograra dar con una dirección a la que enviarle mi carta diecisiete años después, jamás le haría algo así a Adam, sería infame. ¿No te parece que esta semana ya ha tenido su cupo de mentiras?

– ¡Desde luego! -contestó Anthony con un aire de lo más irónico.

– ¿Y ahora qué pasa?

– Tienes razón. Mentir por omisión es mucho mejor, ¡mucho más honrado! Además eso os dará la oportunidad de compartir algo. Adam ya no será la única persona a la que le hayas mentido.

– ¿Se puede saber en quién estás pensando?

– ¡En ti! Cada noche que te acuestes a su lado y tengas el más mínimo pensamiento por tu amigo del Este, hala, una mentirita que añadir a la lista; un minúsculo instante de anhelo, y hala, otra mentirita más; cada vez que te preguntes si deberías haber regresado a Berlín para arrojar luz sobre tus sentimientos, hala, otra mentirita más, y ya van tres. Espera, déjame calcular, siempre se me han dado bien las matemáticas: pongamos unos tres pensamientos a la semana, dos recuerdos fulgurantes y tres comparaciones entre Tomas y Adam, lo que hace tres más dos más tres, es decir, ocho multiplicado por cincuenta y dos semanas, multiplicadas por treinta años de vida en común, sí, lo sé, estoy siendo optimista, pero bueno… Asciende a un total de doce mil cuatrocientas ochenta mentiras. ¡No está mal para una vida en pareja!

– ¿Estás orgulloso de ti? -preguntó Julia aplaudiendo cínicamente.

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