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– ¿Crees que vivir con alguien sin estar segura de tus sentimientos no es una mentira, una traición? ¿Tienes la más mínima idea de en qué se transforma la vida cuando la otra persona vive a tu lado como si te hubieras convertido en un extraño?

– ¿Acaso tú sí lo sabes?

– Tu madre me llamaba «señor» en los tres últimos años de su vida y, cuando entraba en su habitación, me indicaba dónde estaba el cuarto de baño, pensando que yo era el fontanero. ¿Quieres prestarme tus lápices de colores para que te haga un dibujo?

– ¿Mamá te llamaba de verdad «señor»?

– Los días buenos, sí; los malos llamaba a la policía porque un desconocido había entrado en su casa.

– ¿De verdad te hubiera gustado que te escribiera antes de…?

– No tengas miedo de las palabras exactas. ¿Antes de perder la razón? ¿Antes de volverse loca? La respuesta es sí, pero no estamos aquí para hablar de tu madre.

Anthony miró a su hija largo rato.

– Bueno, ¿qué?, ¿está buena la miel?

– Sí -dijo Julia mordiendo el biscote.

– Un poco más densa que de costumbre, ¿verdad?

– Sí, un poco más dura.

– Las abejas se volvieron perezosas cuando te marchaste de esta casa.

– Es posible -dijo ella sonriendo-. ¿Quieres que hablemos de abejas? -¿Por qué no?

– ¿La echaste mucho de menos? -¡Pues claro, qué pregunta!

– ¿Era mamá la mujer por la que saltaste en el charco de la calle?

Anthony rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar un sobre. Lo deslizó sobre la mesa hasta Julia. -¿Qué es?

– Dos billetes para Berlín, con escala en París, sigue sin haber vuelo directo. Despegamos a las cinco de la tarde. Puedes marcharte sola, no marcharte, o puedo acompañarte, tú decides; esto también es una novedad, ¿no es cierto?

– ¿Por qué haces esto?

– ¿Qué has hecho con tu trocito de papel?

– ¿Qué papel?

– Esa notita de Tomas que siempre llevabas encima y que aparecía como por arte de magia cuando te vaciabas los bolsillos; ese trocito de hoja arrugada que me acusaba cada vez del daño que te había hecho.

– La perdí.

– ¿Qué había escrito? Oh, déjalo, no me contestes, el amor es terriblemente banal. ¿De verdad que la has perdido? -¡Te lo acabo de decir!

– No te creo, ese tipo de cosas nunca desaparecen del todo. Un buen día vuelven a aparecer, surgen del fondo del corazón. Anda, corre a hacer la maleta.

Anthony se levantó y salió de la cocina. En el umbral de la puerta, se volvió.

– Date prisa; no necesitas pasar por tu casa, si te falta algo ya lo compraremos allí. No nos queda mucho tiempo. Te espero fuera, ya he mandado llamar un coche. Al decirte esto, tengo como una extraña sensación de haber vivido ya este momento, ¿me equivoco?

Y Julia oyó los pasos de su padre resonar en el vestíbulo de la casa.

Se llevó las manos a la cabeza y suspiró. Entre los dedos entreabiertos, miraba el tarro de miel encima de la mesa. Tenía que ir a Berlín, pero no tanto para encontrar a Tomas como para proseguir ese viaje con su padre. Y se juró, con toda la sinceridad del mundo, que no era un pretexto ni una excusa, y que seguramente Adam lo comprendería algún día.

De vuelta en su habitación, adonde fue a recoger su bolso que había dejado al pie de la cama, su mirada se dirigió a la estantería. Un libro de historia de tapas color granate sobresalía de los demás. Vaciló, lo abrió y sacó un sobre azul escondido entre las páginas. Lo guardó en su equipaje, cerró la ventana y salió del dormitorio.

Anthony y Julia llegaron justo antes de que concluyera el embarque. La azafata les entregó sus tarjetas de embarque y les aconsejó que se dieran prisa. Era tan tarde que no podía garantizarles que llegaran a la puerta antes de la última llamada.

– Pues con mi pierna, lo llevamos claro -declaró Anthony, mirando afligido a la empleada.

– ¿Tiene dificultades para desplazarse, señor? -se preocupó la joven.

– Por desgracia, señorita, a mi edad ¿quién no las tiene? -contestó muy orgulloso, presentándole el certificado que daba fe de que llevaba un marcapasos.

– Espere aquí -dijo ésta descolgando el teléfono.

Unos segundos más tarde, llegó un cochecito eléctrico para llevarlos a la puerta de embarque del vuelo con destino a París. Escoltados por un agente de la compañía, pasar el control de seguridad esta vez fue un juego de niños.

– ¿Vuelves a tener un virus en el sistema? -le preguntó Julia mientras recorrían a toda velocidad los pasillos del aeropuerto.

– Calla, demonios -murmuró Anthony-, ¡nos van a descubrir, no me pasa nada en la pierna!

Y reanudó su conversación con el conductor, como si la vida de éste de verdad lo apasionara. Apenas diez minutos más tarde, Anthony y su hija embarcaron entre los primeros pasajeros.

Mientras que las dos azafatas ayudaban a Anthony Walsh a acomodarse, una colocándole almohadas en la espalda, y la otra ofreciéndole una manta, Julia volvió a la puerta del avión. Informó al sobrecargo de que tenía que hacer una última llamada. Su padre ya había embarcado, volvería dentro de un momento. Deshizo el camino andado en la pasarela y sacó su móvil.

– ¿Y bien, cómo va ese misterioso periplo por Canadá? -dijo Stanley al contestar a la llamada. -Estoy en el aeropuerto. -¿Ya vuelves? -¡No, me marcho!

– ¡Cariño, me parece que me he perdido una etapa!

– He vuelto esta mañana, no me ha dado tiempo de pasar a visitarte, y sin embargo te juro que lo necesitaba.

– ¿Y se puede saber dónde vas esta vez?, ¿a Oklahoma, a Wisconsin tal vez?

– Stanley, si encontraras una carta de Edward, escrita de su puño y letra justo antes del final, ¿la abrirías?

– Ya te lo he dicho, Julia, sus últimas palabras fueron para decirme que me amaba. ¿Qué más querría saber? ¿Otras excusas, otros motivos de arrepentimiento? Esas pocas palabras suyas valían más que todas las cosas que olvidamos decirnos.

– Entonces, ¿volverías a dejar la carta en su lugar?

– Creo que sí, pero nunca he descubierto ninguna nota de Edward en nuestro apartamento. No escribía mucho, ¿sabes?, ni siquiera la lista de la compra; siempre me tocaba a mí ocuparme de esas cosas. No te imaginas lo mucho que me cabreaba eso entonces, y sin embargo, veinte años más tarde, cada vez que voy al mercado, compro su marca de yogures preferida. Es una tontería acordarse de esa clase de cosas tanto tiempo después, ¿verdad?

– Quizá no.

– ¿Has encontrado una carta de Tomas, es eso? Me hablas de Edward cada vez que te acuerdas de Tomas, ¡abre esa carta!…

– ¿Por qué, si tú no lo habrías hecho?

– Tiene narices que, en veinte años de amistad, aún no hayas comprendido que soy todo menos un buen ejemplo. Abre esa carta hoy mismo, léela mañana si lo prefieres, pero sobre todo no la destruyas. Quizá te haya mentido un poco; si Edward me hubiera dejado una carta, la habría leído cien veces, durante horas, para estar seguro de comprender cada una de sus palabras, aunque supiera que él nunca hubiera tardado tanto en escribírmela. Y ahora, ¿puedes decirme adonde te marchas? Me muero de impaciencia de saber el prefijo telefónico al que podré llamarte esta noche.

– Será más bien mañana, y tendrás que marcar el 49.

– ¿Eso es en el extranjero?

– En Alemania, Berlín.

Hubo un momento de silencio. Stanley respiró profundamente antes de reanudar su conversación.

– ¿Has descubierto algo en esa carta que, por lo tanto, ya has abierto?

– ¡Que sigue vivo!

– Evidentemente… -suspiró Stanley-. Y me llamas desde la sala de embarque para preguntarme si haces bien en ir a buscarlo, ¿es eso?

– Te llamo desde la pasarela de embarque…, y creo que ya me has respondido.

– Pues entonces corre, tonta, no pierdas ese avión.

– ¿Stanley?

– ¿Qué pasa ahora?

– ¿Estás enfadado?

– Que no, hombre, es sólo que no soporto saber que estás tan lejos, nada más. ¿Tienes alguna otra pregunta tonta más? -¿Cómo te las apañas…?

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