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Tantas noches pasadas acechando su vuelta, tantas mañanas en que, en la acera, camino del colegio, saltaba de adoquín en adoquín, inventando una rayuela imaginaria y jurándose que si la respetaba al milímetro se aseguraría el regreso de su padre. Y, a veces, perdido en esas noches de súplicas, un deseo cumplido hacía que se abriera la puerta de su habitación, dibujando sobre el parquet un rayo de luz mágica en el que se perfilaba la sombra de Anthony Walsh. Éste se sentaba entonces al pie de su cama y dejaba sobre las mantas un pequeño objeto que Julia descubría al despertarse. Así se iluminaba su infancia, un padre traía a su hija de cada escala el objeto único que relataría parte del viaje realizado. Una muñeca de México, un pincel de China, una estatuilla de madera de Hungría, una pulsera de Guatemala constituían verdaderos tesoros.

Y después había venido el tiempo de los primeros síntomas de su madre. Primer recuerdo, la confusión que había experimentado un domingo en un cine, cuando, en mitad de la película, su madre le había preguntado por qué habían apagado la luz. Mente de colador en la que ya no dejarían de abrirse otros agujeros en la memoria, pequeños, y después cada vez más grandes; los que le hacían confundir la cocina con la sala de música y provocaban gritos insoportables porque el piano de cola había desaparecido… Desaparición de materia gris, que le hacía olvidar el nombre de sus allegados. Un abismo, el día en que había exclamado mirando a Julia: «¿Qué hace esta niña tan guapa en mi casa?» Un vacío infinito el de aquel mes de diciembre, tanto tiempo atrás, en que una ambulancia había ido a buscarla, después de que le hubo prendido fuego a su bata, inmóvil, maravillada aún por el poder descubierto al encender un cigarrillo, ella, que no fumaba.

Una madre que murió unos años más tarde en una clínica de Nueva Jersey sin haber reconocido nunca a su hija. Su adolescencia había nacido del duelo, una adolescencia plagada de tantas tardes repasando los deberes con el secretario personal de su padre, mientras éste proseguía sus viajes, cada vez más frecuentes, cada vez más largos. El instituto, la universidad, terminar los estudios para entregarse por fin a su única pasión: inventar personajes, darles forma con tintas de colores, darles vida en la pantalla de un ordenador. Animales que ya eran casi humanos, compañeros y fieles cómplices dispuestos a sonreírle con un simple trazo de lápiz, cuyas lágrimas secaba a golpe de goma con su paleta gráfica.

– Señorita, ¿puede confirmar que este documento de identidad pertenece a su padre?

La voz del agente de aduanas devolvió a Julia a la realidad. Ella asintió con un simple gesto. El hombre firmó un formulario y aplicó un sello sobre la fotografía de Anthony Walsh. Última estampilla sobre un pasaporte en el que los nombres de las ciudades no tenían ya más historia que contar que la de la ausencia.

Metieron el ataúd en un largo coche fúnebre de color negro. Stanley se instaló al lado del conductor, Adam le abrió la portezuela a Julia, solícito con la joven con la que debería haberse casado esa misma tarde. En cuanto al secretario personal de Anthony Walsh, se acomodó en un asiento plegable atrás del todo, muy cerca de los restos mortales. El coche puso el motor en marcha y abandonó la zona aeroportuaria tomando la autopista 678.

El furgón se dirigía al norte. En el interior, nadie hablaba. Wallace no apartaba los ojos de la caja que encerraba el cuerpo de su antiguo patrono. En cuanto a Stanley, se observaba las manos, Adam miraba a Julia, y ésta contemplaba el paisaje gris de la periferia de Nueva York.

– ¿Qué itinerario piensa tomar? -le preguntó al conductor, al surgir en la autopista la salida hacia Long Island.

– El Whitestone Bridge, señora -contestó éste.

– ¿Le importaría ir por el puente de Brooklyn?

El conductor puso el intermitente y cambió en seguida de carril.

– Es un rodeo inmenso -susurró Adam-, el camino que había elegido él era más corto.

– El día ya está perdido de todas maneras, así que bien podemos darle ese capricho.

– ¿A quién? -quiso saber Adam.

– A mi padre. Démosle el gusto de atravesar por última vez Wall Street, TriBeCa, Soho y, ¿por qué no?, también Central Park.

– Pues sí, en eso tienes razón, el día ya está perdido, así que si quieres darle el capricho, tú misma -añadió Adam-. Pero habrá que avisar al cura de que vamos a llegar tarde.

– ¿Te gustan los perros, Adam? -quiso saber Stanley.

– Sí, bueno, creo que sí, pero yo no les gusto mucho a ellos, ¿por qué?

– No, por nada, por nada… -contestó Stanley, bajando mucho su ventanilla.

El coche fúnebre cruzó la isla de Manhattan de sur a norte y llegó una hora más tarde a la calle 233.

En la puerta principal del cementerio de Woodlawn, la barrera se levantó. El coche tomó por una estrecha carretera, giró en una rotonda, pasó por delante de una serie de mausoleos, cruzó un vado sobre un lago y se detuvo ante el camino en el que una tumba, recién excavada, pronto acogería a su futuro ocupante.

Un sacerdote los estaba esperando. Colocaron el féretro sobre dos caballetes encima de la fosa. Adam fue al encuentro del cura para zanjar los últimos detalles de la ceremonia. Stanley rodeó a Julia con el brazo.

– ¿En qué piensas? -le preguntó.

– ¿En qué pienso en el preciso momento en que voy a enterrar a mi padre, con quien hace años que no hablo? Desde luego, Stanley, siempre haces preguntas desconcertantes.

– Por una vez, hablo en serio; ¿en qué piensas en este preciso instante? Es importante que te acuerdes. ¡Este momento siempre formará parte de tu vida, créeme!

– Pensaba en mi madre. Me preguntaba si lo reconocería allá arriba, o si sigue sumida sin rumbo en su olvido, entre las nubes.

– ¿Ahora crees en Dios?

– No, pero uno siempre está listo para recibir una buena noticia.

– Tengo que confesarte algo, mi querida Julia, y prométeme que no te vas a burlar, pero cuanto más pasan los años, más creo en Dios.

Julia esbozó una sonrisa triste.

– A decir verdad, en lo que a mi padre respecta, no estoy segura de que la existencia de Dios sea una buena noticia.

– Pregunta el cura que si estamos todos, quiere saber si podemos empezar ya -preguntó Adam reuniéndose con ellos.

– Sólo estamos nosotros cuatro -contestó Julia, indicándole al secretario de su padre que se acercara-. Es el mal de los grandes viajeros, de los filibusteros solitarios. La familia y los amigos no son más que unos pocos conocidos dispersos por los rincones del mundo… Y no es frecuente que los conocidos vengan de lejos para asistir a las exequias; es un momento de la vida en el que apenas se puede ya hacer un favor ni otorgar nada a nadie. Uno nace solo y muere solo.

– Eso lo dijo Buda, y tu padre era un irlandés decididamente católico, cariño -objetó Adam.

– ¡Un dóberman, lo que tú necesitas es un enorme dóberman, Adam! -suspiró Stanley.

– Pero ¿por qué te empeñas en que tenga perro?

– ¡Nada, nada, olvídalo!

El sacerdote se acercó a Julia para decirle cuánto sentía tener que oficiar ese tipo de ceremonia, cuando le hubiera gustado tanto poder celebrar su boda.

– ¿Y no podría usted matar dos pájaros de un tiro? -le preguntó ella-. Porque, al fin y al cabo, los invitados nos dan un poco igual. Para su Jefe lo que cuenta es la intención, ¿no?

Stanley no pudo reprimir una sincera carcajada, pero el cura se indignó.

– ¡Pero bueno, señorita, ¿cómo dice eso?!

– Le aseguro que no es tan mala idea, ¡así, al menos mi padre habría asistido a mi boda!

– ¡Julia! -la reprendió esta vez Adam.

– Bueno, vale, entonces parece que todos concuerdan en que no es una buena idea -concedió.

– ¿Quiere pronunciar algunas palabras? -le preguntó el sacerdote.

– Me gustaría mucho -dijo mirando fijamente el féretro-.

¿Usted quizá, Wallace? -le propuso al secretario personal de su padre-. Después de todo, era usted su amigo más fiel.

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