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– El Earl Grey está muy bien -contestó Julia desdoblando su servilleta.

Miró el rollo de papel con su lazo rojo y se volvió hacia su padre con una mirada interrogativa.

Anthony se lo quitó en seguida de las manos. -Lo abrirás después del desayuno. -¿Qué es? -quiso saber Julia.

– Eso de ahí -dijo señalando el cestito de bollería-, alargado y con los extremos torcidos, son croissants; los bollitos rectangulares de los que sobresale a cada lado un trocho marrón están rellenos de chocolate, y las grandes caracolas con frutos secos encima son bollos de pasas.

– Me refería a lo que estás escondiendo detrás de tu espalda, con un lazo rojo.

– Acabo de decirte que eso es para después.

– Entonces ¿por qué lo habías puesto encima de mi plato?

– He cambiado de idea, será mejor dejarlo para después.

Julia aprovechó que Anthony se había vuelto de espaldas para arrebatarle con un gesto seco el rollo que tenía aún entre las manos.

Deshizo el lazo y desenrolló la hoja de papel. El rostro de Tomas le sonreía de nuevo.

– ¿Cuándo lo compraste? -le preguntó.

– Ayer, cuando nos fuimos del muelle. Tú andabas delante, sin prestarme atención. Le había dado una generosa propina a la dibujante, y me dijo que me lo podía llevar, el cliente no lo había querido, y ella no lo necesitaba para nada. -¿Por qué?

– Pensé que te haría ilusión, como te pasaste tanto tiempo mirándolo…

– Te pregunto la verdadera razón de que lo compraras -insistió Julia.

Anthony se sentó en el sofá, mirando fijamente a su hija.

– Porque tenemos que hablar. Esperaba que nunca tuviéramos que tratar este tema, y reconozco que vacilé antes de abordarlo. De hecho, no me imaginaba ni remotamente que nuestra escapada nos pudiera llevar a ello y corriera el riesgo de verse comprometida, pues anticipo de antemano tu reacción; pero, puesto que las señales, como tú bien dices, me muestran el camino…, tengo entonces que confesarte una cosa.

– Déjate ya de rodeos y ve al grano -dijo Julia en tono cortante.

– Julia, me parece que Tomas no está lo que se dice muerto.

Adam sentía que se enfurecía por momentos. Había viajado sin equipaje para salir lo antes posible del aeropuerto, pero los pasajeros del vuelo 747 proveniente de Japón ya habían invadido las garitas de la aduana. Consultó su reloj. Calculaba, por la cola que se extendía ante sí, que pasarían al menos veinte minutos antes de que pudiera coger un taxi.

«Sumimasen!» Justo en ese momento se le vino esa palabra a la memoria. Su homólogo en una editorial japonesa la empleaba tan a menudo que Adam había concluido que disculparse era probablemente una tradición nacional. «Sumimasen, discúlpeme», repitió diez veces, abriéndose paso entre los pasajeros del vuelo de la JAL; y, diez Sumimasen más tarde, Adam lograba mostrar su pasaporte al agente de las aduanas canadienses, que le estampó un sello y se lo devolvió en seguida. Haciendo caso omiso de la prohibición de utilizar los teléfonos móviles hasta la zona de recogida de equipajes, lo sacó del bolsillo de su chaqueta, lo encendió y marcó el número de Julia.

– Me parece que es la melodía de tu teléfono; debes de habértelo dejado en la habitación -dijo Anthony con voz incómoda.

– No cambies de tema. ¿Qué quieres decir exactamente con que «no está lo que se dice muerto»?

– Vivo sería un término que también podría aplicársele…

– ¿Tomas está vivo? -preguntó Julia, que de pronto sentía que perdía el equilibrio.

Anthony asintió con la cabeza.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por su carta; normalmente, la gente que ya no es de este mundo no puede escribir. Exceptuándome a mí, claro… No había caído, pero es otra cosa maravillosa…

– ¿Qué carta? -quiso saber Julia.

– La que recibiste suya diez meses después de su terrible accidente. El matasellos era de Berlín, y su nombre figuraba en el reverso del sobre.

– Nunca recibí ninguna carta de Tomas. ¡Dime que no es verdad!

– No podías recibirla porque te habías ido de casa, y yo no podía hacértela llegar porque te habías marchado sin dejarme una dirección. Imagino que, pese a todo, esto será un buen motivo más que añadir a tu lista.

– ¿Qué lista?

– La de las razones por las que me odiabas.

Julia se levantó y apartó la mesa del desayuno.

– Habíamos quedado en no hablar en pasado, ¿recuerdas? ¡Así que puedes conjugar esa última frase en presente! -gritó antes de salir del salón.

La puerta de su habitación se cerró con un portazo, y Anthony, que se había quedado solo en mitad del salón, se sentó en el lugar que ocupaba su hija un momento antes.

– ¡Qué desperdicio! -murmuró, mirando el cestito de bollería.

Esta vez, en la zona de espera para coger un taxi, no había forma de colarse. Una mujer de uniforme indicaba a cada pasajero el vehículo que le era asignado. Adam tendría que esperar su turno. Volvió a marcar el número de Julia.

– ¡Contesta o apágalo, es irritante! -dijo Anthony entrando en la habitación de Julia. -¡Fuera de aquí!

– ¡Julia! ¡Por Dios, fue hace casi veinte años!

– ¿Y en casi veinte años nunca encontraste la ocasión de hablarme de ello? -le gritó.

– ¡En veinte años no hemos tenido tú y yo muchas ocasiones de hablar! -contestó él con tono autoritario-. Y aun así, ¡no sé si lo habría hecho! ¿Para qué? ¿Para darte un pretexto más para interrumpir lo que habías empezado? Tenías tu primer empleo en Nueva York, un pequeño apartamento en la calle 42, un novio que daba clases de teatro, si no me equivoco, y otro más que exponía sus horribles cuadros en Queens, al que de hecho dejaste justo antes de cambiar de trabajo y de peinado, ¿o quizá fuera al revés?

– ¿Y cómo estás al corriente de todo eso?

– Que mi vida nunca te haya interesado no quiere decir que yo no me las apañara siempre para estar al tanto de la tuya.

Anthony miró largo rato a su hija y regresó al salón. Ella lo llamó cuando estaba a punto de entrar por la puerta.

– ¿La abriste?

– Nunca me he permitido leer tu correspondencia -le dijo sin volverse.

– ¿La conservaste?

– Está en tu habitación, o sea, me refiero a la que ocupabas cuando vivías en casa. La guardé en el cajón del escritorio en el que estudiabas; pensé que era el lugar donde debía esperarte.

– ¿Por qué no me dijiste nada cuando volví a Nueva York?

– ¿Y por qué esperaste seis meses antes de llamarme cuando volviste a Nueva York, Julia? ¿Y lo hiciste porque te diste cuenta de que te había visto por el escaparate de esa tienda del Soho? ¿O fue porque, después de tantos años de ausencia, por fin empezabas a echarme un poquito de menos? Si crees que siempre he ganado la partida, te equivocas.

– ¿Porque para ti era un juego?

– Espero que no: de niña se te daba muy bien romper tus juguetes.

Anthony dejó un sobre encima de su cama. -Te dejo esto -añadió-. Desde luego debería haberte hablado de ello antes, pero no tuve la posibilidad de hacerlo. -¿Qué es? -quiso saber Julia.

– Nuestros billetes para Nueva York. Se los he encargado esta mañana al recepcionista del hotel mientras dormías. Ya te lo he dicho, había anticipado tu reacción, y me imagino que nuestro viaje termina aquí. Vístete, coge tu bolso y reúnete conmigo en el vestíbulo. Voy a pagar la cuenta del hotel.

Anthony cerró la puerta sin hacer ruido al salir de su habitación.

La autopista estaba abarrotada, el taxi se desvió por la calle Saint-Patrick. También allí el tráfico era denso. El taxista le propuso volver a la 720 un poco más lejos y atajar por el bulevar Rene Lévesque. A Adam le traía sin cuidado el itinerario siempre que fuera el más rápido. El conductor suspiró, por mucho que su cliente se impacientara, él no podía hacer más. Dentro de treinta minutos llegarían a su destino, quizá menos si el tráfico mejoraba una vez que hubieran pasado la entrada a la ciudad. Y pensar que según algunos los taxistas no eran amables… Subió el volumen de la radio para poner fin a su conversación.

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