Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Como dos lobos separados de la jauría que se encontraran en el claro de un bosque, permanecisteis inmóviles observándoos. Entonces Knapp dijo tu nombre: «¿Tomas?» Vuestras siluetas se veían hermosas sobre las calles adoquinadas de Berlín Occidental. Abrazaste a tu amigo. La alegría reflejada en vuestros rostros era sublime. Antoine lloraba, y Mathias lo consolaba. Si hubieran estado tanto tiempo separados, su felicidad al reencontrarse habría sido la misma, le juraba. Antoine lloraba con más fuerza diciéndole que eso era imposible, puesto que no se conocían desde hacía tanto tiempo. Tú apoyaste la cabeza en el hombro de tu mejor amigo. Viste entonces que yo te estaba mirando, la levantaste en seguida y me repetiste: «El mundo es grande, pero la amistad es inmensa», y ya no hubo manera de consolar a Antoine.

Nos sentamos en la terraza de un bar. El frío nos arañaba las mejillas, pero nos traía sin cuidado. Knapp y tú estabais un poco al margen. Diez años de vida que recuperar, hacen falta muchas palabras, a ratos, algún que otro silencio. No nos separamos en toda la noche, ni al día siguiente. La mañana después, le explicaste a Knapp que tenías que irte. No podías quedarte más tiempo. Tu abuela vivía al otro lado. No podías dejarla sola, sólo te tenía a ti. Habría cumplido cien años este invierno, espero que ella también se haya reunido contigo allí donde estés ahora. ¡Cuánto quise a tu abuela! Era tan hermosa cuando se trenzaba su largo cabello blanco antes de venir a llamar a la puerta de nuestra habitación. Le prometiste a tu amigo que volverías pronto, si las cosas no daban marcha atrás. Knapp te aseguró que las puertas no volverían a cerrarse nunca más, y tú le contestaste: «Quizá, pero si tuviéramos que esperar otros diez años para volver a vernos, seguiría pensando en ti todos los días.»

Te levantaste y nos diste las gracias por ese regalo que te habíamos hecho. No habíamos hecho nada, pero Mathias te dijo que no había de qué, que estaba encantado de haber podido ayudarte; Antoine propuso que te acompañáramos hasta el punto de paso entre el Oeste y el Este.

Nos marchamos; seguimos a todos aquellos que, como tú, volvían a sus casas, porque, con revolución o sin ella, sus familias y sus hogares estaban en el otro lado de la ciudad.

Por el camino me cogiste la mano, yo no me zafé, y caminamos así durante kilómetros.

– Julia, estás tiritando y vas a terminar por coger frío. Regresemos. Si quieres podemos comprar este dibujo, así podrás contemplarlo cuanto quieras, pero sin pasar frío.

– No, no tiene precio, hay que dejarlo aquí. Unos minutos más, por favor, y luego nos vamos.

A un lado y a otro del puesto de control, algunos seguían empeñados en derruir el hormigón a golpe de pico y pala. Allí teníamos que separarnos. Te despediste primero de Knapp. «Llámame pronto, en cuanto puedas», añadió él, tendiéndote una tarjeta de visita. ¿Fue porque tu amigo era periodista por lo que tú también quisiste serlo? ¿Era acaso una promesa que os habíais hecho de adolescentes? Cien veces te hice la misma pregunta, y cien veces eludiste responderme, dirigiéndome una de esas sonrisas torcidas que me reservabas cuando te ponía nervioso. Estrechaste las manos de Antoine y de Mathias y te volviste hacia mí.

Si supieras, Tomas, cuánto miedo tuve ese día, miedo de no conocer jamás tus labios. Habías entrado en mi vida como suele llegar el verano, sin avisar, con esa luz radiante que descubre uno por las mañanas. Me acariciaste la mejilla con la palma de la mano, tus dedos recorrieron mi rostro y dejaste un beso en cada uno de mis párpados. «Gracias.» Fue la única palabra que pronunciaste, cuando ya te alejabas. Knapp nos observaba, sorprendí su mirada. Como si esperara que yo dijera algo, las palabras que hubiera querido encontrar para borrar para siempre los años que os habían alejado uno de otro. Esos años que habían dado forma a vuestras vidas de manera tan distinta; él, que volvía a su periódico, y tú, al Este.

Grité: «¡Llévame contigo! Quiero conocer a esa abuela por la que te marchas», y no aguardé tu respuesta; volvía tomar tu mano, y te juro que habrían sido necesarias todas las fuerzas del mundo para lograr separarme de ti. Knapp se encogió de hombros y, al ver tu expresión atónita, dijo: «Ahora la vía está libre, ¡volved cuando queráis!»

Antoine trató de disuadirme, era una locura a su juicio.

Quizá, pero nunca había sentido una embriaguez tal. Mathias le dio un codazo, ¿y eso a él qué le importaba? Corrió hacia mí y me dio un beso. «Llámanos cuando vuelvas a París», dijo, garabateándome su número de teléfono en un trozo de papel. Yo también los besé a los dos, y nos marchamos. Nunca volví a París, Tomas.

Te seguí; al amanecer de ese 11 de noviembre, aprovechando la confusión que reinaba entonces, volvimos a cruzar la frontera, y quizá yo fuera, aquella mañana, la primera estudiante americana que entraba en Berlín Oriental, y si no era así, desde luego era la más feliz de todas.

¿Sabes?, cumplí mi promesa. ¿Recuerdas ese café oscuro en el que me hiciste jurar que, si algún día el destino nos separaba, debía ser feliz a toda costa? Sé muy bien que lo decías porque a veces mi manera de quererte te asfixiaba, habías sufrido demasiado por la falta de libertad para aceptar que yo atara mi vida a la tuya. Y, aunque en ese momento te odié por empañar mi felicidad evocando lo peor que podía pasarnos, cumplí mi palabra.

Me voy a casar, Tomas, bueno, debería haberme casado el sábado, pero la boda se ha aplazado. Es una larga historia, pero es la que me ha llevado hasta aquí. Quizá sea porque tenía que volver a ver tu rostro por última vez. Te mando un beso para tu abuela, que estará en el cielo.

– Esta situación es ridícula, Julia. ¡Si te vieras, pareces tu padre sin batería! Estás ahí inmóvil desde hace más de un cuarto de hora, murmurando…

Por toda respuesta, Julia se alejó. Anthony Walsh aceleró el paso para no quedarse rezagado.

– ¿Puedo saber de una vez lo que te ocurre? -insistió, alcanzándola.

Pero Julia seguía parapetada en su silencio.

– Mira -le dijo, enseñándole su retrato-, está de lo más logrado. Toma, es para ti -añadió con aire jovial.

Julia no le hizo caso y siguió caminando hacia el hotel.

– ¡Bueno, te lo regalaré más tarde! Aparentemente, no es el mejor momento.

Y, como Julia seguía sin decir nada, Anthony Walsh prosiguió:

– ¿Por qué me recuerda algo ese dibujo que mirabas con tanta atención? Imagino que tendrá algo que ver con tu extraño comportamiento, allí en el espigón. No sé, pero al ver ese rostro he tenido como una sensación de deja vu.

– Porque tu puño se abatió sobre ese rostro en cuestión, el día que viniste a buscarme a Berlín. ¡Porque era el del hombre al que amaba cuando tenía dieciocho años y del que me separaste cuando me llevaste de vuelta a Nueva York a la fuerza!

24
{"b":"117977","o":1}