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Esa noche, perdida en medio de otra multitud, entre los turistas que deambulaban por un embarcadero de Montreal, Julia lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras contemplaba un rostro dibujado a carboncillo.

Anthony Walsh no apartaba los ojos de ella. Volvió a llamarla.

– ¿Julia? ¿Estás bien?

Pero su hija estaba demasiado lejos para oírlo, como si los separaran veinte años.

La muchedumbre se hacía más tumultuosa por momentos. La gente corría hacia el Muro. Algunos empezaron a golpearlo con herramientas improvisadas, como destornilladores, piedras, piolets, navajas…, medios irrisorios, pero el obstáculo tenía que ceder. Entonces, a unos metros de allí, se produjo lo increíble; uno de los mejores violonchelistas del mundo se encontraba en Berlín. Advertido de lo que estaba ocurriendo, se había unido a nosotros, a vosotros. Apoyó su instrumento en el suelo y se puso a tocar. ¿Fue esa misma noche o al día siguiente? Poco importa, sus notas de música también abrieron una brecha en el Muro. Ta, la, si, una melodía que viajaba hacia vosotros, pentagramas en los que flotaban melodías de libertad. Ya no era yo la única que lloraba, ¿sabes? Vi muchas lágrimas esa noche. Las de esa madre y esa hija que se abrazaban fuerte, fuerte, conmovidas al reencontrarse después de veintiocho años sin verse, sin tocarse, sin respirarse. Vi a padres de cabello cano creer reconocer a sus hijos entre miles de hijos. Vi a esos berlineses a quienes sólo las lágrimas podían liberar del daño que les habían hecho. Y, de repente, en mitad de todos los demás, vi aparecer tu rostro, allá arriba sobre ese muro, tu rostro gris de polvo, y tus ojos. Eras el primer hombre al que descubría así, tú el alemán del Este, y yo la primera chica del Oeste a la que veías tú.

– ¡Julia! -gritó Anthony Walsh.

Se volvió despacio hacia él, sin acertar a decir palabra, y volvió a concentrarse en el dibujo.

Te quedaste encaramado al Muro durante largos minutos, nuestras miradas atónitas no podían separarse la una de la otra. Tenías todo ese mundo nuevo que se te ofrecía y me mirabas fijamente, como si un hilo invisible uniera nuestras miradas. Lloraba como una tonta, y tú me sonreíste. Pasaste las piernas al otro lado del Muro y saltaste, yo hice como los demás y te abrí los brazos. Caíste encima de mí, rodamos los dos sobre ese suelo, esa tierra que aún no habías pisado jamás. Me pediste perdón en alemán, y yo te dije hola en inglés. Te incorporaste y me sacudiste el polvo de los hombros, como si ese gesto te perteneciera desde siempre. Me decías palabras que yo no comprendía. Y, de vez en cuando, asentías con la cabeza. Yo me reí, porque eras ridículo, y yo más todavía. Tendiste la mano y articulaste ese nombre que yo habría de repetir tantas veces, ese nombre que no había pronunciado desde hacía tanto tiempo. Tomas.

En el muelle, una mujer la empujó, sin dignarse siquiera detenerse. Julia no le prestó atención. Un vendedor ambulante de bisutería agitó ante su rostro un collar de madera clara, pero ella negó lentamente con la cabeza, sin oír nada de los argumentos que éste le soltaba como quien recita una plegaria. Anthony le dio sus diez dólares a la retratista y se levantó. Ésta le presentó su trabajo, la expresión era exactamente la suya, la semejanza entre modelo y retrato, perfecta. Satisfecho, se llevó la mano al bolsillo y dobló la cantidad estipulada. Avanzó hacia Julia.

– Pero ¿se puede saber qué estás mirando desde hace diez minutos?

Tomas, Tomas, Tomas, había olvidado lo bien que sienta repetir tu nombre. Había olvidado tu voz, tus hoyuelos, tu sonrisa, hasta este momento en que veo un dibujo que se te parece y te trae a mi memoria. Hubiera querido que no fueras jamás a cubrir esa guerra. Si lo hubiera sabido, ese día en que me dijiste que querías ser periodista, si hubiera sabido cómo iba a terminar todo, te habría dicho que no era una buena idea.

Me habrías contestado que el que expone la verdad del mundo no puede ejercer una profesión equivocada, aunque la fotografía sea cruel, sobre todo si agita las conciencias. Con una voz de pronto grave, habrías gritado que si la prensa hubiese conocido la realidad del otro lado del Muro, los que nos gobernaban habrían venido mucho antes a echarlo abajo. Pero sí que lo sabían, Tomas, conocían vuestras vidas, cada una de ellas, se pasaban el tiempo espiándolas; los que nos gobiernan no tienen el valor que tú crees que tienen, y te oigo decirme que hay que haber crecido como yo lo hice, en las ciudades en las que se puede pensar, se puede decir todo sin temor a nada, para renunciar a correr riesgos. Nos habríamos pasado la noche entera discutiendo, y la mañana siguiente, y el día siguiente. Si supieras cuánto he añorado nuestras discusiones, Tomas.

Sin argumentos, habría capitulado, como hice el día que me marché. ¿Cómo retenerte, a ti, que tanto habías echado en falta la libertad? Tenías razón tú, Tomas, ejerciste una de las profesiones más bonitas del mundo. ¿Conociste a Masud? ¿Te concedió por fin esa entrevista ahora que estáis los dos en el cielo? ¿Y valía la pena? Murió unos años después que tú. Eran miles los que seguían su cortejo fúnebre en el valle del Panshir, mientras que nadie pudo reunir los restos de tu cuerpo. ¿Cómo habría sido mi vida si esa mina no se hubiera llevado por delante tu convoy, si no hubiera tenido miedo, si no te hubiera abandonado poco tiempo antes?

Anthony apoyó la mano en el hombro de su hija. -Pero ¿con quién estás hablando? -Con nadie -contestó ella dando un respingo. -Pareces obnubilada por ese dibujo, y te tiemblan los labios.

– Déjame -murmuró Julia.

Hubo un momento incómodo, frágil. Te presenté a Antoine y a Mathias, insistiendo tanto en la palabra «amigos» que la repetí seis veces para que la oyeras. Era un poco tonto, entonces no hablabas bien inglés. Quizá sí que me entendieras, sonreíste y les diste un abrazo. Mathias te apretaba fuerte y te felicitaba. Antoine se contentó con estrecharte la mano, pero estaba tan emocionado como su amigo. Nos fuimos los cuatro a recorrer la ciudad. Tú buscabas a alguien, yo pensaba que se trataba de una mujer, pero era tu amigo de infancia. Él y su familia habían logrado pasar al otro lado del Muro diez años antes, y desde entonces no habías vuelto a verlo. Pero ¿cómo encontrar a un amigo entre miles de personas que se abrazan, cantan, beben y bailan por las calles? Entonces dijiste que el mundo era grande, y la amistad, inmensa. No sé si fue por tu acento o por la ingenuidad de tu frase, pero Antoine se burló de ti; a mí en cambio esa idea me parecía deliciosa. ¿Era posible acaso que esa vida que tanto daño te había hecho hubiera preservado en ti los sueños infantiles que nuestras libertades han ahogado? Decidimos entonces ayudarte y recorrimos juntos las calles de Berlín Occidental. Avanzabas resuelto como si hiciera tiempo que os hubierais citado en algún sitio concreto. Por el camino, escrutabas cada rostro, empujabas a los viandantes, volvías la cabeza una y otra vez. El sol aún no se había levantado cuando Antoine se detuvo en mitad de una plaza y gritó: «Pero ¿se puede saber al menos cómo se llama ese tipo al que llevamos horas buscando como idiotas?» Tú no comprendiste su pregunta. Antoine gritó entonces aún más fuerte: «¡Nombre, ñame, Vorname!» Tú te cabreaste y contestaste gritando: «¡Knapp!» Así se llamaba el amigo al que buscabas. Entonces, Antoine, para que entendieras que no era contigo con quien estaba enfadado, se puso a gritar a su vez: «¡Knapp! ¡Knapp!»

A Mathias le entró la risa floja y se unió a él, y yo también me puse a gritar «Knapp, Knapp». Nos miraste como si estuviéramos locos y tú también te reíste a tu vez y gritaste «Knapp, Knapp», como nosotros. Casi bailábamos, cantando a voz en grito el nombre de ese amigo al que buscabas desde hacía diez años.

En medio de esa multitud gigantesca, un rostro se volvió hacia nosotros. Vi cruzarse vuestras miradas, un hombre de tu edad te observaba fijamente. Casi sentí celos.

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