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Anthony se volvió hacia la ventanilla y ya no dijo una sola palabra.

– ¿Y qué pasó después? -insistió ella.

– ¡Fin de la historia!

– ¿Cómo que fin de la historia?

– ¡Como te burlas, pues no te sigo contando!

– ¡Pero si no me burlaba en absoluto!

– Entonces, ¿qué era esa risa tan tonta?

– Lo contrario de lo que tú crees, es sólo que no te había imaginado en plan joven romántico hasta la médula.

– ¡Para en la próxima área de servicio, haré el resto del camino andando! -exclamó Anthony cruzándose de brazos con aire malhumorado.

– ¡O me sigues contando o acelero!

– Tu madre estaba acostumbrada a que los admiradores la esperaran al otro lado de ese pasillo. Un guardia de seguridad escoltaba a las bailarinas hasta el autobús que las llevaba al hotel. Yo estaba en medio, me dijo que me apartara, con un tono un poco demasiado autoritario para mi gusto. Así que le enseñé los puños.

Julia estalló en una carcajada incontrolable.

– ¡Muy bien! -declaró Anthony, furioso-. ¿Conque ésas tenemos, eh? Pues no pienso contarte una palabra más.

– Te lo suplico, papá -dijo ella, risueña-. Lo siento, pero es que es irresistible.

Anthony volvió la cabeza y la miró con atención.

– Esta vez no lo he soñado, ¿de verdad me has llamado papá?

– Quizá -dijo Julia secándose las lágrimas de risa-. ¡Sigue contándome!

– Te lo advierto, Julia, si veo aunque no sea más que un amago de sonrisa, ¡se acabó! ¿Estamos?

– Prometido -aseguró ella alzando la mano derecha.

– Tu madre intervino entonces, me alejó de la compañía y le pidió al conductor del autobús que la esperara. Me preguntó qué hacía allí, a diario, sentado a la misma mesa. Creo que en ese momento todavía no se había fijado en la rosa blanca que me adornaba el ojal, de modo que se la di. Estaba tan asombrada al descubrir que yo era quien le mandaba ramos de rosas todas las noches que aproveché para contestar a su pregunta.

– ¿Qué le dijiste?

– Que había ido a pedirle la mano.

Julia se volvió hacia su padre, que le ordenó que se concentrara en la carretera.

– Tu madre se echó a reír, con esa voz tan fuerte que pones tú también cuando te burlas de mí. Cuando comprendió que de verdad estaba esperando una respuesta, le indicó al conductor que se marchara sin ella y me propuso que empezara por invitarla a cenar. Caminamos hasta una cervecería en los Campos Elíseos. Déjame que te diga lo orgulloso que me sentía al bajar a su lado por la avenida más hermosa del mundo. Tendrías que haber visto todas las miradas que se posaban sobre ella. Charlamos durante toda la cena pero al final me sentía fatal y de verdad pensaba que todas mis esperanzas morirían ahí.

– Después de haberle pedido tan rápido que se casara contigo, no sé qué podrías haber hecho que fuera más pasmoso que eso.

– Era una situación incomodísima, no tenía para pagar la cuenta, por mucho que rebuscara en mis bolsillos discretamente, no me quedaba una perra. Mis ahorros de soldado se habían ido en comprar las entradas para sus funciones y en los ramos de rosas.

– ¿Cómo te las apañaste entonces?

– Pedí un enésimo café, la cervecería estaba a punto de cerrar, tu madre se había ausentado para empolvarse la nariz. Llamé al camarero, decidido a confesarle que no tenía con qué pagar la cuenta, dispuesto a suplicarle que no armara un escándalo, a darle mi reloj como prenda y mis documentos de identidad, a prometerle que volvería a pagar en cuanto me fuera posible, como muy tarde al final de la semana. En lugar de la cuenta me tendió una bandejita en la que había una notita de tu madre.

– ¿Qué decía?

Anthony abrió su cartera y sacó un trocito de papel amarillento que desdobló antes de leerlo con voz serena.

– «Nunca se me han dado bien las despedidas y estoy segura de que a usted tampoco. Gracias por esta deliciosa velada, las rosas inglesas son mis preferidas. A finales de febrero estaremos en Manchester, y me encantaría volver a verlo en la sala. Si viene, esta vez dejaré que sea usted quien me invite a cenar.» ¿Ves? -concluyó Anthony, enseñándole a Julia el pedacito de papel-, firmó la notita con su nombre de pila.

– ¡Impresionante! -dijo Julia en voz baja-. ¿Y por qué te escribió esa nota?

– Porque tu madre se había percatado de la situación en la que me encontraba.

– ¿Cómo?

– Un tipo que se bebe un café tras otro a las dos de la mañana y al que ya no se le ocurre nada que decir cuando las luces de la cervecería empiezan a apagarse…

– ¿Y fuiste a Manchester?

– Primero trabajé para ganar algo de dinero. Tenía varios empleos a la vez. Por las mañanas, a las cinco, estaba en el mercado de Les Halles descargando mercancía, después, me iba corriendo a un café del barrio donde estaba contratado como camarero. A mediodía, cambiaba el delantal por un atuendo de dependiente en un ultramarinos. Perdí cinco kilos y gané lo suficiente para ir a Inglaterra y comprar una entrada para el teatro donde bailaba tu madre y, sobre todo, para ofrecerle una cena como Dios manda. Logré el sueño imposible de estar sentado en primera fila. En cuanto se levantó el telón, ella me sonrió.

«Después de la función, fuimos juntos a un viejo pub de la ciudad. Yo estaba extenuado. Me avergüenzo al recordarlo, pero me quedé dormido en la sala, y sabía que tu madre se había dado cuenta. Aquella noche casi no hablamos durante la cena. Intercambiamos silencios; y cuando ya le hacía una seña al camarero para que me trajera la cuenta, tu madre me miró fijamente y sólo dijo: «Sí.» Yo la miré a mi vez, intrigado, y ella repitió ese «sí», con una voz tan clara que aún resuena en mis oídos. «Sí, quiero casarme con usted.» Estaba previsto que la revista permaneciera dos meses en cartel en Manchester. Tu madre se despidió de la compañía, y cogimos un barco para volver a Estados Unidos. Nos casamos nada más llegar. Un cura y dos testigos que habíamos encontrado en la sala. Nadie de nuestras respectivas familias se desplazó hasta allí. Mi padre no me perdonó nunca que me casara con una bailarina.

Con sumo cuidado, Anthony guardó en su lugar el papelito amarillento.

– ¡Anda, acabo de encontrar el certificado de mi marcapasos! ¡Mira que soy tonto! En lugar de meterlo en el pasaporte, lo había guardado en la cartera, como un idiota.

Julia asintió con la cabeza, dubitativa.

– ¿Esto de ir a Berlín era la típica idea tuya para proseguir nuestro viaje?

– ¿Tan poco me conoces para que necesites hacerme esa pregunta?

– Y lo del coche alquilado, tu certificado supuestamente perdido, ¿también lo has hecho a propósito para que fuéramos juntos durante todo el trayecto?

– Aunque todo hubiera sido premeditado, tampoco habría sido tan mala idea, ¿no?

Un cartel indicaba que entraban en Alemania. Con una expresión de descontento, Julia devolvió el retrovisor a su sitio.

– ¿Qué pasa, ya no dices nada? -quiso saber Anthony.

– La víspera del día en que apareciste en nuestra habitación para descalabrar a Tomas, habíamos decidido casarnos. Eso no se hace, mi padre no soportaba que yo quisiera casarme con un hombre que no pertenecía a su mundo.

Anthony se volvió hacia la ventanilla.

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