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En veinte años, el trazado de la autopista había modificado la fisonomía del viaje. Dos horas después de salir del aeropuerto, ya cruzaban Bruselas. Anthony no se mostraba muy hablador. De vez en cuando mascullaba algo mientras contemplaba el paisaje. Julia había aprovechado que estaba distraído para inclinar el retrovisor hacia él, así podía verlo sin que se diera cuenta. Anthony bajó el volumen de la radio.

– ¿Eras feliz en la escuela de Bellas Artes? -le preguntó rompiendo el silencio.

– No me quedé mucho tiempo, pero me encantaba el sitio donde vivía. Desde mi habitación, la vista era increíble. Mi mesa de trabajo daba a los tejados del Observatorio.

– A mí también me encantaba París. Tengo muchos recuerdos allí. Creo incluso que es la ciudad en la que me habría gustado morir.

Julia carraspeó.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Anthony-. Vaya cara más rara has puesto de repente. ¿Otra vez he dicho algo que no te ha gustado?

– No, no, de verdad que no.

– Sí, me doy perfecta cuenta de que estás rara.

– Es que… no es fácil decirlo, es tan extraño…

– ¡No te hagas de rogar, anda, y dímelo!

– Moriste en París, papá.

– ¿Ah, sí? -exclamó Anthony, sorprendido-. Anda, no lo sabía.

– ¿No recuerdas nada de tu muerte?

– El programa de transmisión de datos de mi memoria se detiene en mi partida hacia Europa. Después de esa fecha, sólo hay un inmenso agujero negro. Supongo que será mejor así, no debe de ser muy divertido que digamos recordar tu propia muerte. Al final comprendo que el límite de tiempo que se le otorga a esta máquina es un mal necesario. Y no sólo para las familias.

– Comprendo -contestó Julia, incómoda.

– Lo dudo. Créeme, esta situación no es extraña sólo para ti, y cuánto más pasan las horas, más desconcertante se vuelve todo para mí también. ¿A qué día estamos ya?

– A miércoles.

– Tres días, ¿te das cuenta? Si supieras el ruido que hacen las manecillas del reloj del tiempo cuando suenan en tu cabeza… ¿Sabes cómo…?

– Un infarto en un semáforo.

– Menos mal que no estaba en verde, encima me habrían atropellado.

– ¡Estaba en verde! -¡Vaya, hombre!

– No provocó ningún accidente, si eso te consuela.

– Para serte sincero, no me consuela en absoluto. ¿Sufrí?

– No, me aseguraron que la muerte fue instantánea.

– Sí, bueno, eso es lo que dicen siempre a las familias para tranquilizarlas. Oh, ¿y qué más da, después de todo? Pertenece al pasado. ¿Quién recuerda cómo murió la gente? Ya sería bastante si recordáramos cómo vivió.

– ¿Cambiamos de tema? -suplicó Julia.

– Como quieras, pero me parecía bastante divertido poder hablar con alguien de mi propia muerte.

– Ese alguien en cuestión es tu hija, y, francamente, no parecías estar pasándotelo pipa.

– No empieces a tener razón, haz el favor.

Una hora más tarde, el coche entraba en territorio holandés; ya sólo los separaban setenta kilómetros de Alemania.

– Esto es fantástico -prosiguió Anthony-, ya no hay frontera, uno casi podría creerse libre. Si eras feliz en París, ¿por qué te marchaste?

– Me dio la ventolera, en mitad de la noche; pensaba que sólo estaría fuera unos días. Al principio no era más que un viajecito entre amigos.

– ¿Hacía mucho que los conocías?

– Diez minutos.

– ¡Naturalmente! ¿Y a qué se dedicaban en la vida esos amigos tuyos de siempre?

– Eran estudiantes, como yo; bueno, ellos de la Sor bona.

– Ya veo, ¿y por qué Alemania? España o Italia habrían sido viajes más alegres, ¿no?

– Teníamos ganas de revolución. Antoine y Mathias habían presentido que caería el Muro. Quizá no con total seguridad, pero allí estaba pasando algo importante, y quisimos ir a ver qué era con nuestros propios ojos.

– ¿En qué me he podido equivocar en tu educación para que tuvieras ganas de revolución? -dijo Anthony golpeándose las rodillas.

– No te guardes rencor, probablemente ése sea tu único logro de verdad.

– ¡Es una manera de ver las cosas! -masculló Anthony y, de nuevo, se volvió hacia la ventanilla.

– ¿Por qué me haces ahora todas estas preguntas?

– Porque tú a mí no me haces ninguna. Me gustaba París porque allí es donde besé a tu madre por primera vez. Y puedo decirte que no fue fácil.

– No sé si quiero conocer todos los detalles.

– Si supieras lo guapa que era… Teníamos veinticinco años.

– ¿Cómo hiciste para ir a París? Pensaba que estabas sin blanca cuando eras joven.

– En 1959 me encontraba haciendo el servicio militar en una base en Europa.

– ¿Dónde?

– ¡En Berlín! ¡Y no guardo muy feliz recuerdo de mi estancia allí!

De nuevo el rostro de Anthony se volvió hacia el paisaje, que desfilaba tras la ventanilla.

– No hace falta que me mires en el reflejo del cristal, ¿sabes?, estoy justo a tu lado -dijo Julia.

– Entonces tú devuelve ese retrovisor a su lugar, ¡así podrás ver los coches que te siguen antes de adelantar al siguiente camión!

– ¿Conociste a mamá allí?

– No, nos conocimos en Francia. Cuando me liberé de mis obligaciones militares, tomé un tren a París. Soñaba con ver la torre Eiffel antes de volver a casa.

– Y te gustó nada más verla.

– No está mal, pero es más pequeña que nuestros rascacielos.

– Me refería a mamá.

– Bailaba en un gran cabaret. Éramos el perfecto cliché del soldado americano que añoraba sus orígenes irlandeses y de la bailarina recién llegada del mismo país.

– ¿Mamá era bailarina?

– ¡Bluebell Girl! Su compañía daba una función excepcional en el Lido, en los Campos Elíseos. Un amigo nos consiguió las entradas. Tu madre era la protagonista de la revista. Si la hubieras visto en escena cuando bailaba claque, puedo asegurarte que no tenía nada que envidiarle a Ginger Rogers.

– ¿Por qué ella nunca comentó nada de todo eso?

– No somos muy locuaces en esta familia, al menos habrás heredado ese rasgo de carácter.

– ¿Cómo la sedujiste?

– Creía que no querías conocer los detalles. Si aminoras un poco la marcha, te lo cuento.

– ¡No conduzco de prisa! -respondió Julia mirando la aguja del velocímetro, que rondaba los 140 kilómetros por hora.

– ¡Según como se mire! Estoy acostumbrado a nuestras autopistas, donde puedes tomarte el tiempo de contemplar el paisaje. Si sigues conduciendo así, necesitarás una llave inglesa para soltar mis dedos del picaporte de la puerta.

Julia levantó el pie del acelerador, y Anthony respiró profundamente.

– Estaba sentado a una mesa muy cerca del escenario. La revista ofreció diez funciones seguidas; no me perdí una sola, incluido el domingo, que había doble función, también por la tarde. Me las apañé, a cambio de una generosa propina a una de las camareras, para que me sentara siempre a la misma mesa.

Julia apagó la radio.

– ¡Por última vez, endereza ese retrovisor y mira la carretera! -ordenó Anthony.

Julia obedeció sin protestar.

– Al sexto día, tu madre terminó por fijarse en mí. Me juró que lo había hecho desde el cuarto, pero yo estoy seguro de que fue en el sexto. El cualquier caso, me di cuenta de que me miraba varias veces durante la función. Y no es por alardear, pero estuvo a punto incluso de perder el paso. A este respecto también me juró que ese incidente no tenía nada que ver con mi presencia. Negarse a reconocerlo era una coquetería por parte de tu madre. Mandé entonces que le entregaran un ramo de flores en su camerino, para que se las encontrara al terminar el espectáculo; todas las noches el mismo ramo de pequeñas rosas inglesas, siempre sin tarjeta de visita. -¿Por qué?

– Si no me interrumpes, lo entenderás en seguida. Al terminar la última función, fui a esperarla a la puerta por la que salían los artistas. Con una rosa blanca en el ojal.

– ¡No puedo creer que hicieras una cosa así! -exclamó Julia, ahogando una carcajada.

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