– ¿Y tú, Julia, me has hecho alguna vez preguntas, me has pedido el más mínimo consejo?
– ¿De qué habría servido? ¿Para que me dijeras lo que tú hacías a mi edad o para que me dijeras lo que se suponía que tenía que hacer yo? Podría haberme callado para siempre para que comprendieras, por fin, que nunca he querido parecerme a ti.
– Quizá deberías dormir un poco -dijo Anthony Walsh-, mañana será un día muy largo. Nada más aterrizar en París, tenemos que coger otro avión antes de llegar al final de nuestro viaje.
Subió la manta de Julia hasta taparle los hombros y volvió a enfrascarse en la lectura de su periódico.
El avión acababa de aterrizar en la pista del aeropuerto Charles de Gaulle. Anthony puso en hora su reloj de acuerdo con el huso horario de París.
– Nos quedan dos horas antes de que salga nuestro avión para Berlín, no deberíamos tener ningún problema.
En ese momento, Anthony ignoraba que el aparato que se suponía debía llegar a la terminal E sería redirigido a una puerta de la terminal F; que la puerta en cuestión estaba equipada con una pasarela incompatible con su avión, lo que explicó la azafata para justificar la llegada de un autobús que los conduciría hasta la terminal B.
Anthony levantó el dedo e indicó al sobrecargo que se acercara.
– ¡A la terminal E! -le dijo.
– ¿Perdón? -contestó éste.
– Por megafonía han dicho la terminal B, y creo que debíamos llegar a la E.
– Es posible, nosotros mismos nos hacemos un poco de lío.
– Despéjeme una duda, ¿estamos en el aeropuerto Charles de Gaulle?
– Tres puertas diferentes, nada de pasarela, y los autobuses aún no han llegado: ¡no cabe duda de que estamos en el aeropuerto Charles de Gaulle, sí!
Cuarenta y cinco minutos después de aterrizar bajaron por fin del avión. Quedaba aún pasar el control de pasaportes y encontrar la terminal desde la que salía el vuelo a Berlín.
Había dos agentes de policía encargados de controlar los centenares de pasaportes de los pasajeros que acababan de desembarcar de tres vuelos distintos. Anthony comprobó la hora en una pantalla.
– Tenemos doscientas personas por delante en la cola, me temo que no nos va a dar tiempo.
– ¡Pues cogeremos el vuelo siguiente! -contestó Julia.
Una vez pasado el control, recorrieron una interminable serie de pasillos y cintas transportadoras.
– Para eso podríamos haber venido a pie desde Nueva York -se quejó Anthony.
Y, nada más terminar la frase, se desplomó.
Julia trató de retenerlo, pero la caída fue tan repentina que no pudo hacer nada por evitarla. La cinta transportadora seguía avanzando, arrastrando consigo a Anthony, tumbado cuan largo era en el suelo.
– ¡Papá, papá, despierta! -gritó Julia, sacudiéndolo muy asustada.
Se oía el ruidito metálico de la cinta. Un viajero se precipitó para ayudar a Julia. Levantaron a Anthony del suelo y lo instalaron un poco más lejos. El hombre se quitó la chaqueta y la puso debajo de la cabeza de Anthony, que seguía inerte. Se ofreció a llamar a una ambulancia.
– ¡No, no, no lo haga! -insistió Julia-. No es nada, un simple desmayo, estoy acostumbrada.
– ¿Está usted segura? Su marido no parece estar nada bien.
– ¡Es mi padre! Es que es diabético -mintió Julia-. Papá, despierta -dijo, sacudiéndolo otra vez. -Deje que le tome el pulso. -¡No lo toque! -gritó Julia, presa del pánico. Anthony abrió un ojo.
– ¿Dónde estamos? -preguntó, tratando de incorporarse.
El hombre que había sido tan atento con él lo ayudó a levantarse. Anthony se apoyó en la pared, mientras recuperaba del todo el equilibrio.
– ¿Qué hora es?
– ¿Está segura de que no es más que un simple desmayo? No parece que le funcione muy bien la cabeza…
– ¡Oiga, un respeto! -replicó Anthony, repuesto del todo.
El hombre recuperó su chaqueta y se alejó.
– Al menos podrías haberle dado las gracias -le reprochó Julia.
– ¿Por qué, porque trataba patéticamente de ligar contigo fingiendo socorrerme? ¡Vamos, hombre, hasta ahí podíamos llegar!
– ¡Eres de lo que no hay, vaya susto me has dado!
– No es para tanto, ¿qué quieres que me ocurra? ¡Ya estoy muerto! -concluyó Anthony.
– ¿Puedo saber lo que te ha pasado exactamente?
– Un cortocircuito, imagino, o una interferencia cualquiera. Habrá que notificárselo. Si alguien me apaga desconectando su teléfono móvil, la cosa se pone ya más fea.
– Nunca podré contar lo que estoy viviendo ahora -dijo Julia encogiéndose de hombros.
– ¿Lo he soñado, o antes me has llamado papá?
– ¡Lo has soñado! -contestó, arrastrándolo hacia la zona de embarque.
Sólo les quedaba un cuarto de hora para pasar el control de seguridad.
– ¡Vaya, hombre! -dijo Anthony, abriendo su pasaporte. -¿Y ahora qué pasa?
– Mi certificado del marcapasos, que no lo encuentro.
– Lo tendrás en el fondo de algún bolsillo.
– ¡Acabo de comprobar en todos y nada!
Con aire contrariado, miró los arcos que tenía enfrente.
– Si paso por debajo de una de esas cosas, pondré en alerta a todas las fuerzas policiales del aeropuerto.
– ¡Entonces vuelve a buscar en tus bolsillos! -se impacientó Julia.
– No insistas, te digo que lo he perdido, se me habrá caído en el avión cuando le he dado la chaqueta a la azafata para que me la guardara. Lo siento, no encuentro ninguna solución.
– No hemos venido hasta aquí para volver ahora a Nueva York. Y, de todas maneras, ¿cómo nos las apañaríamos para hacerlo?
– Alquilemos un coche y vayamos al centro. De aquí a entonces ya se me ocurrirá algo.
Anthony propuso a su hija que reservaran una habitación de hotel para pasar la noche.
– Dentro de dos horas toda Nueva York estará despierta. No tendrás más que llamar a mi médico, él te mandará por fax un duplicado del certificado.
– ¿Tu médico no sabe que has muerto?
– ¡No, qué tontería, ¿verdad?, pero se me ha olvidado avisarlo!
– ¿Por qué no cogemos un taxi? -preguntó Julia. -¿Un taxi en París? ¡No conoces la ciudad!
– ¡Desde luego, tienes prejuicios sobre todo! -No creo que sea el momento más adecuado para pelearnos; ya veo ahí las oficinas de alquiler de coches. Uno pequeño nos bastará. ¡Mira, no, pensándolo mejor, coge una berlina! Es una cuestión de estatus. -Julia se rindió. Era más de mediodía cuando tomaron por la salida que llevaba a la autopista Al. Anthony se inclinó sobre el parabrisas, observando atentamente los paneles indicadores.
– ¡Gira a la derecha! -ordenó.
– París está a la izquierda, lo pone en letras bien grandes.
– ¡Muchas gracias pero aún sé leer! Haz lo que te digo -se quejó Anthony, obligándola a girar el volante.
– ¡Estás loco! ¿Se puede saber a qué juegas? -gritó Julia mientras el coche daba un peligroso bandazo.
Ya era demasiado tarde para volver a cambiar de carril. Bajo un aluvión de bocinazos, Julia no tuvo más remedio que seguir en dirección al norte.
– Mira lo que has conseguido con tus tonterías, vamos hacia Bruselas, hemos dejado atrás París.
– ¡Ya lo sé! Y si no estás demasiado cansada para conducir de un tirón, seiscientos kilómetros después de Bruselas llegaremos a Berlín, dentro de nueve horas si no me he equivocado en mis cálculos. En el peor de los casos haremos una parada en el camino para que puedas dormir un poco. No hay arcos de seguridad que cruzar en las autopistas, ello resuelve nuestro problema a corto plazo; y no nos queda mucho tiempo. Sólo faltan cuatro días antes de tener que regresar, a no ser que vuelva a averiarme.
– Ya tenías esta idea en la cabeza antes de que alquiláramos el coche, ¿verdad? ¡Por eso preferías una berlina!
– ¿Quieres volver a ver a Tomas, sí o no? Entonces, conduce, no es necesario que te explique el camino, lo recuerdas, ¿no?
Julia encendió la radio del coche, subió el volumen al máximo y aceleró.