Al recorrer la calle Saint-Jacques, Julia creyó por un instante estar en el sur de Manhattan, de tanto como se parecían las fachadas blancas de los edificios con columnatas a las de Wall Street. Acababan de encenderse las farolas de la calle Sainte-Héléne. No lejos de allí, cuando llegaron a una plaza con parterres de hierba fresca, Anthony se apoyó de pronto en un banco, a punto de perder el equilibrio. Con un gesto, tranquilizó a Julia, que ya se precipitaba hacia él.
– No es nada -dijo-, otro virus en el sistema, esta vez en la rótula.
Ella lo ayudó a sentarse.
– ¿Te duele mucho?
– Por desgracia hace días que nada sé de dolores -dijo con una mueca-. Alguna ventaja tendría que tener morirse.
– ¡Para! ¿Por qué pones esa cara? De verdad parece que te duela mucho.
– ¡Será el programa, me imagino! Alguien que se hiciera daño y no manifestase ninguna expresión de dolor no parecería muy auténtico.
– ¡Bueno, basta! No tengo ganas de oír todos esos detalles. ¿No puedo hacer nada para ayudarte?
Anthony se sacó una libreta negra del bolsillo y se la tendió a Julia junto con una pluma estilográfica.
– Anota, por favor, que el segundo día la pierna derecha parecía hacer de las suyas. El domingo que viene tendrás que entregarles esta libreta. Sin duda servirá para mejorar los futuros modelos.
Julia no dijo una palabra; cuando trató de escribir en la página en blanco lo que su padre le había pedido que anotara, notó que le temblaba la pluma.
Anthony la observó y se la quitó de las manos.
– No era nada. ¿Ves?, ya puedo volver a caminar normalmente -dijo poniéndose de pie-. Una pequeña anomalía que se corregirá sola. No hace falta anotarla.
Una calesa tirada por un caballo avanzaba por la plaza de Youville; Julia pretendió haber soñado siempre con ese tipo de paseo. Mil días al menos recorriendo Central Park sin haberse atrevido jamás a tomar ese tipo de calesas, ahora era la ocasión ideal. Le hizo una seña al cochero. Anthony la miró, angustiado, pero Julia le hizo comprender que no era momento de discutir. Su padre subió a bordo con un gesto de exasperación.
– ¡Grotescos, somos grotescos! -suspiró.
– ¿Pensaba que no debía importarnos lo que opinaran los demás?
– ¡Sí, pero bueno, hasta cierto punto!
– Quenas que viajáramos juntos, ¡pues, hala, estamos viajando juntos! -dijo Julia.
Consternado, Anthony contempló el trasero del caballo, que se contoneaba a cada paso.
– Te lo advierto, como vea moverse lo más mínimo la cola de este paquidermo, me bajo.
– ¡Los caballos no pertenecen a esa familia de animales! -lo corrigió ella.
– ¡Con un trasero así, permíteme que lo dude!
La calesa se detuvo en el viejo puerto, ante el café de los escluseros. Los inmensos silos de grano que se erguían sobre el muelle del molino de viento ocultaban la orilla opuesta. Sus curvas imponentes parecían surgir de las aguas para trepar al asalto de la noche.
– Ven, vámonos de aquí -dijo Anthony, malhumorado-. Nunca me han gustado estos monstruos de hormigón que rayan el horizonte. No comprendo que aún no los hayan destruido.
– Imagino que formarán parte del patrimonio -contestó Julia-. Y quizá algún día se les encuentre cierto encanto.
– ¡Ese día yo ya no estaré en este mundo para verlos, y apuesto a que tú tampoco!
Arrastró a su hija por el paseo marítimo del viejo puerto. El paseo proseguía a través de los espacios verdes que bordean la orilla del Saint-Laurent. Julia caminaba unos pasos por delante. Una bandada de gaviotas la impulsó a levantar la cabeza. La brisa de la noche hacía bailar un mechón de su cabello.
– ¿Qué miras? -le preguntó Julia a su padre. -¡A ti!
– ¿Y qué estabas pensando mientras me mirabas? -Que eres muy guapa, te pareces a tu madre -contestó con una sonrisa sutil.
– ¡Tengo hambre! -anunció Julia.
– Elegiremos una mesa que te guste, un poco más lejos. Estos muelles están llenos de pequeños restaurantes…, ¡a cuál peor!
– ¿Cuál es el peor según tú?
– No te preocupes, confío en ti y en mí; entre los dos, ¡seguro que damos con él!
De camino, Julia y Anthony se iban parando en las tiendas, en la intersección con el muelle Événements. El antiguo embarcadero se adentraba en el Saint-Laurent.
– ¡Mira ese hombre de ahí! -exclamó Julia señalando una silueta que se escabullía entre la multitud.
– ¿Qué hombre?
– Junto al vendedor de helados, con una chaqueta negra -precisó.
– ¡No veo nada!
Arrastró a Anthony del brazo, obligándolo a caminar más de prisa.
– Pero ¿qué mosca te ha picado?
– ¡Date prisa, lo vamos a perder de vista!
De pronto, Julia fue arrastrada por la marea de visitantes que avanzaban hacia el espigón.
– Pero ¿se puede saber qué te pasa? -gruñó Anthony, que tenía dificultades para seguirla.
– ¡Te digo que vengas! -insistió ella sin esperarlo.
Pero Anthony se negó a dar un paso más, se sentó en un banco, y Julia lo abandonó allí y se fue casi corriendo en busca del misterioso individuo que parecía acaparar toda su atención. Volvió unos segundos después, decepcionada.
– Lo he perdido.
– ¿Quieres hacer el favor de explicarme a qué estás jugando?
– Allá, junto a los vendedores ambulantes. Estoy segura de haber visto a tu secretario personal.
– Mi secretario tiene un aspecto físico de lo más anodino. Se parece a cualquiera y cualquiera se le parece. Te habrás equivocado, y ya está.
– Entonces ¿por qué te has parado tan de repente?
– Mi rótula… -contestó Anthony con tono lastimero.
– ¡Creía que ya no sentías dolor!
– Será otra vez este estúpido programa. Y sé un poco más tolerante, no lo controlo todo, soy una máquina muy sofisticada… Y aunque estuviera Wallace aquí, tiene todo el derecho del mundo. Ahora que está jubilado puede disponer del tiempo como se le antoje.
– Quizá, pero no dejaría de ser una extraña coincidencia.
– ¡El mundo es un pañuelo! Pero puedo asegurarte que lo has confundido con otra persona. ¿No decías que tenías hambre?
Julia ayudó a su padre a levantarse.
– Creo que todo ha vuelto a la normalidad -afirmó, sacudiendo la pierna-. ¿Ves?, ya puedo pasear otra vez. Vamos a caminar otro poco antes de sentarnos a cenar.
En cuanto volvía la primavera, los vendedores de baratijas, recuerdos y detallitos para turistas de todas clases instalaban de nuevo sus tenderetes a lo largo del paseo.
– Ven, vamos por aquí -dijo Anthony llevando a su hija hacia el espigón.
– Pero ¿no íbamos a cenar?
Anthony reparó en una bellísima muchacha que pintaba retratos a carboncillo de los viandantes a cambio de diez dólares.
– ¡Qué bien dibuja! -exclamó él contemplando su trabajo.
Unos cuantos esbozos colgados de una reja a su espalda daban fe de su talento, y el retrato que estaba haciendo en ese mismo momento de un turista no hacía sino confirmarlo. Julia no prestaba ninguna atención a la escena. Cuando el hambre llamaba a su puerta, nada más contaba. La suya era casi siempre una hambre canina. Su apetito siempre había impresionado a los hombres que se cruzaban en su camino, ya fueran sus colegas de trabajo o los que habían podido compartir algunos momentos de su vida. Adam la había desafiado un día ante una montaña de tortitas. Julia atacaba alegremente la séptima, mientras que su compañero, que había renunciado a la quinta, vivía los primeros instantes de una indigestión memorable. Lo más injusto era que su silueta parecía capaz de soportar cualquier exceso.
– ¿Vamos? -insistió.
– ¡Espera! -contestó Anthony, ocupando el lugar que acababa de dejar libre el turista.
Julia no pudo reprimir un gesto de exasperación.
– ¿Qué haces? -quiso saber, impaciente.
– ¡Posar para un retrato! -contestó él con voz alegre. Y, mirando a la dibujante, que afilaba la punta de su carboncillo, le preguntó-: ¿De perfil o de frente? -¿Tres cuartos? -le propuso ella.