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– ¿Vivisteis en Montreal, mamá y tú?

– Vivíamos rodeados de lechugas, de lonchas de jamón y de papel celofán. Cuando empecé a ofrecer un servicio de distribución por las plantas de la torre y de otra que acababan de construir justo al lado, tuve que contratar a mi primer empleado.

– ¿Quién era?

– ¡Tu madre! Ella se ocupaba del quiosco mientras yo repartía los pedidos.

»Era tan guapa que los clientes hacían hasta cuatro pedidos al día sólo para verla. Cuánto nos divertíamos por aquel entonces. Cada comprador tenía su ficha, y tu madre se acordaba de todas las caras. El contable del despacho 1407 estaba enamorado de ella, sus bocadillos tenían relleno doble; al director de personal de la undécima planta le reservábamos el fondo de los tarros de mostaza y las hojas de lechuga marchitas, tu madre lo tenía en el bote.

Llegaron a la puerta de su hotel. El mozo de las maletas los acompañó hasta la recepción.

– No tenemos reserva -dijo Julia, tendiéndole su pasaporte al encargado.

El hombre comprobó en su ordenador las habitaciones disponibles y tecleó el apellido.

– Sí, sí que tienen una habitación, ¡y qué habitación!

Julia lo miró asombrada mientras Anthony retrocedía unos pasos.

– ¡Los señores Walsh… Coverman! -exclamó el recepcionista-. Y, si no me equivoco, se quedan con nosotros toda la semana.

– ¿No se te habrá ocurrido hacer esto? -le dijo Julia a su padre en voz baja, mientras éste adoptaba un aire de lo más inocente.

El recepcionista lo salvó al interrumpirlos.

– Tienen la suite… -y, al constatar la diferencia de edad que separaba al señor Walsh de la señora Walsh, añadió con una ligera inflexión en la voz- nupcial.

– ¡Podrías haber elegido otro hotel! -le dijo Julia al oído a su padre.

– ¡No tuve más remedio! -se justificó Anthony-. Tu futuro marido había optado por un paquete, vuelo más hotel. Y eso que hemos tenido suerte, no eligió media pensión. Pero te prometo que no le costará nada, lo cargaremos todo en mi tarjeta de crédito. ¡Eres mi heredera, así que invitas tú! -dijo riendo.

– ¡No era eso lo que me preocupaba!

– ¿Ah, no? ¿Y qué, entonces?

– ¿La suite… nupcial?

– No hay motivo para preocuparse, eso lo comprobé con la chica de la agencia, la suite se compone de dos habitaciones unidas por un salón, en la última planta del hotel. No tendrás vértigo, espero…

Y mientras Julia sermoneaba a su padre, el recepcionista le entregó la llave, deseándole una feliz estancia.

El mozo de las maletas los condujo a los ascensores. Julia retrocedió y se precipitó hacia el recepcionista.

– ¡No es en absoluto lo que imagina! ¡Se trata de mi padre!

– Pero si yo no imagino nada, señora -contestó éste, incómodo.

– ¡Sí, claro que sí, pero sepa que se equivoca!

– Señorita, puedo garantizarle que he visto de todo en este trabajo -dijo inclinándose por encima del mostrador para que nadie pudiera oír su conversación-. ¡Soy una tumba! -aseguró, esforzándose por adoptar un tono tranquilizador.

Y cuando ya Julia se disponía a responderle con un buen corte, Anthony la cogió del brazo y la arrastró a la fuerza lejos de la recepción.

– ¡Te preocupa demasiado lo que los demás piensan de ti! -¿Y eso a ti qué más te da?

– Pierdes un poco de tu libertad y mucho de tu sentido del humor. Ven, ¡el mozo está sujetando las puertas del ascensor y no somos los únicos en querer desplazarnos en este hotel!

La suite era tal y como Anthony la había descrito. Las ventanas de las dos habitaciones, separadas por un saloncito, se erguían sobre el casco viejo de la ciudad. Nada más dejar su bolsa encima de la cama, Julia tuvo que ir a abrir la puerta. Un mozo esperaba detrás de una mesa con ruedas sobre la que reposaban una botella de champán en su cubo con hielo, dos copas y una caja de bombones.

– ¿Qué es esto? -quiso saber.

– Un obsequio del hotel, señora -contestó el empleado-.

Con este servicio el hotel quiere dar la enhorabuena a las «jóvenes parejas de recién casados».

Julia le lanzó una mirada furibunda mientras se apoderaba de la notita que habían dejado también sobre el mantel. El director del hotel agradecía a los señores Walsh-Coverman el haber elegido su establecimiento para celebrar su luna de miel. Todo el personal estaba a su disposición para hacer inolvidable su estancia. Julia rasgó la nota, dejó los pedazos delicadamente sobre la mesa con ruedas y le cerró la puerta en las narices al mozo.

– ¡Pero, señora, está incluido en la tarifa de su habitación! -oyó Julia desde el pasillo.

No contestó, y las ruedas se alejaron chirriando hacia los ascensores. Julia volvió a abrir la puerta, se acercó con paso seguro hacia el joven, cogió la caja de bombones y dio media vuelta. El mozo dio un respingo cuando la puerta de la suite 702 volvió a cerrarse en sus narices.

– ¿Quién era? -preguntó Anthony Walsh, saliendo de su habitación.

– ¡Nadie! -contestó ella, sentada en el alféizar de la ventana del saloncito.

– Bonita vista, ¿verdad? -dijo su padre, contemplando el río Saint-Laurent, que se distinguía a lo lejos-. Hace bueno, ¿quieres que vayamos a dar un paseo?

– ¡Cualquier cosa mejor que quedarnos aquí!

– ¡El sitio no lo he elegido yo! -contestó Anthony poniéndole a su hija un jersey por los hombros.

Las calles del casco viejo de Montreal, con sus adoquines irregulares, no tienen nada que envidiar al encanto de las de los barrios más bonitos de Europa. El paseo de Anthony y Julia empezó en la plaza de Armas; Anthony se empeñó en contarle a su hija la vida del señor de Maisonneuve, cuya estatua se erguía en mitad de un pequeño estanque. Julia lo interrumpió con un bostezo y lo dejó plantado delante del monumento dedicado a la memoria del fundador de la ciudad, para investigar de cerca la mercancía de un vendedor ambulante de caramelos que se encontraba a unos metros de ellos.

Volvió un momento después y le ofreció a su padre una bolsita llena de golosinas. Éste la rechazó poniendo la boca en forma de «culo de gallina», como habría dicho un quebequés. Julia miró primero la estatua del señor de Maisonneuve en lo alto de su pedestal, luego a su padre y de nuevo la estatua, antes de sacudir la cabeza en un gesto de aprobación.

– ¿Qué pasa? -quiso saber él.

– Sois tal para cual, seguro que os habríais llevado bien.

Y lo arrastró hacia la calle Notre-Dame. Anthony quiso detenerse ante la fachada del número 130. Era el edificio más antiguo de la ciudad; le explicó a su hija que seguía albergando a algunos de esos sulpicianos que antaño habían sido los señores de la isla.

Nuevo bostezo de Julia, que apretó el paso delante de la basílica por miedo a que su padre quisiera entrar.

– ¡No sabes lo que te pierdes! -le gritó éste, mientras ella seguía acelerando-. La bóveda representa un cielo cuajado de estrellas, ¡es preciosa!

– ¡Muy bien, pues ahora ya lo sé! -contestó ella desde lejos.

– ¡Tu madre y yo te bautizamos aquí! -tuvo que gritar Anthony.

Julia se detuvo al instante y se volvió hacia su padre, que se encogió de hombros.

– ¡Bueno, vale, veré tu bóveda cuajada de estrellas! -capituló, intrigada, subiendo los escalones de Nuestra Señora de Montreal.

El espectáculo que ofrecía la nave era de verdad de una belleza singular. Cubiertas de suntuosos revestimientos de madera, la cúpula y la nave central parecían tapizadas de lapislázuli. Maravillada, Julia se acercó al altar.

– No me imaginaba que esto pudiera ser tan hermoso -murmuró.

– No sabes cuánto me alegro -contestó Anthony con aire triunfante.

La condujo hasta la capilla dedicada al Sagrado Corazón.

– ¿De verdad me bautizasteis aquí? -quiso saber Julia.

– ¡En absoluto! Tu madre era atea, nunca me lo habría permitido.

– Entonces ¿por qué me has dicho eso?

– ¡Porque no te imaginabas que esto pudiera ser tan hermoso! -contestó Anthony, retrocediendo hacia las majestuosas puertas de madera.

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