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Mathias cantaba todo el rato, lo que irritaba a Antoine, pero yo me esforzaba por recordar las palabras que no siempre entendía, y eso me mantenía despierta.

Ese pensamiento hizo sonreír a Julia, y a éste siguieron otros muchos recuerdos. Primera parada en una área de servicio. Contamos el dinero que teníamos entre todos; nos decidimos por unas baguettes de pan y unas lonchas de jamón. Compraron una botella de Coca-Cola en su honor, de la que Julia al final apenas bebió un sorbo.

Sus compañeros de viaje hablaban demasiado de prisa, y muchas cosas se le escapaban. Ella que creía que tras seis años de clases de francés era bilingüe… ¿Por qué había querido papá que aprendiera esta lengua? ¿Sería en memoria de los meses que había vivido en Montreal? Pero en seguida habían tenido que reemprender viaje.

Después de pasar Mons, se equivocaron de salida de autopista en La Lo uviére. Cruzar Bruselas fue toda una aventura. Allí también hablaban francés, pero con un acento que lo hacía más comprensible para una americana, aunque desconociera por completo muchas expresiones. ¿Y por qué le hacía eso tanta gracia a Mathias, cuando un viandante les indicaba tan amablemente el camino para llegar a Lieja? Antoine volvió a calcular y dedujo que el rodeo les iba a costar una hora como mínimo, y Mathias suplicó que aceleraran. La revolución no los esperaría. Nuevo punto en el mapa, media vuelta inmediata, el camino por el norte sería demasiado largo, irían por el sur, dirección Dusseldorf.

Pero primero tenían que cruzar la provincia del Brabante flamenco. Allí ya nadie hablaba francés. ¡Qué extraordinario país este en el que se hablan tres lenguas tan distintas a tan sólo unos pocos kilómetros de distancia! «El de los cómics y el humor», había contestado Mathias, ordenándole que acelerara aún más. En las inmediaciones de Lieja, le pesaban los párpados, y el coche dio un inquietante bandazo.

Parada en el arcén para recuperarse del susto, regañina de Antoine, y Julia castigada al asiento trasero.

El castigo no fue doloroso, Julia no recordaría nunca el paso por el puesto fronterizo de Alemania Occidental. Mathias, que tenía un salvoconducto diplomático gracias a que su padre era embajador, engatusó al agente de aduanas para que no despertaran tan tarde a su hermanastra. Acababa de llegar de Estados Unidos.

Muy amable y comprensivo, el agente se contentó con inspeccionar los documentos que se habían quedado en la guantera.

Cuando Julia volvió a abrir los ojos, ya estaban llegando a Dortmund. Por unanimidad menos un voto -nadie la había consultado- habían decidido hacer una escala para desayunar en un café de verdad. Era la mañana del 8 de noviembre y, por primera vez en su vida, Julia despertaba en Alemania. Al día siguiente, el mundo que había conocido hasta entonces cambiaría radicalmente, arrastrando su vida de muchacha joven en su curso imprevisto.

Dejaron atrás Bielefeld y se aproximaron a Hannover. Julia retomó el volante. Antoine quiso oponerse, pero ni él ni Mathias se encontraban ya en estado de conducir, y Berlín aún quedaba lejos. Los dos cómplices se quedaron dormidos en seguida, y Julia pudo disfrutar por fin de unos cortos instantes de silencio. Ya estaban llegando a Helmstedt. Allí, cruzar no sería tan fácil. Ante sí, el alambre de espino delimitaba la frontera de Alemania Oriental. Mathias abrió un ojo y le ordenó a Julia que se apresurara a aparcar en la cuneta.

Se repartieron los papeles de la función que iban a interpretar: Mathias cogería el volante, Antoine se sentaría en el asiento del copiloto, y Julia, en el trasero. Su pasaporte diplomático sería clave para convencer a los agentes de aduanas de dejarlos proseguir su viaje. «Ensayo general», había ordenado Mathias. No debían decir palabra sobre su verdadero objetivo. Cuando les preguntaran el motivo de su viaje a la RDA, Mathias contestaría que iba a visitar a su padre, diplomático destinado en Berlín, Julia haría valer su nacionalidad americana y diría que su padre también era funcionario en Berlín. «¿Y yo?», había preguntado Antoine. «¡Tú te callas!», había contestado Mathias, volviendo a arrancar el motor.

A la derecha, un denso bosque de abetos bordeaba la carretera. En un claro aparecieron las moles oscuras del puesto fronterizo. La zona era tan vasta que parecía una estación de tránsito. El coche se metió entre dos camiones. Un agente les indicó que se cambiaran de fila. Mathias ya no sonreía.

Muy por encima de la cúspide de los árboles que desaparecían en la lejanía, se elevaban a un lado y a otro dos pilones atestados de focos. Apenas algo menos altos se erguían también cuatro miradores frente a frente. Un panel que indicaba «Marienvorn, Border Checkpoint» estaba colgado de las puertas con rejas que se cerraban al paso de cada vehículo.

En el primer control les ordenaron abrir el maletero. Procedieron a registrar el equipaje de Antoine y de Mathias, y Julia cayó en la cuenta entonces de que ella no llevaba ningún efecto personal. Volvieron a indicarles que avanzaran, un poco más lejos tuvieron que pasar por un corredor bordeado a un lado y a otro por barracones de chapa ondulada blanca donde comprobarían sus documentos de identidad. Un agente ordenó a Mathias que aparcara en la cuneta y lo siguiera. Antoine mascullaba que ese viaje era una locura, que lo había dicho desde el principio, y Mathias le recordó las consignas que habían convenido poco antes. Con la mirada Julia le preguntó lo que esperaba de ella.

Mathias cogió nuestros pasaportes, lo recuerdo como si fuera ayer. Siguió al agente. Antoine y yo lo esperamos, y aunque estábamos solos bajo esa lúgubre estructura de metal, no pronunciamos una sola palabra, respetando sus consignas al pie de la letra. Y entonces volvió Mathias, seguido por un militar. Ni Antoine ni yo podíamos adivinar lo que pasaría a continuación. El joven soldado nos miró por turnos. Le devolvió los pasaportes a Mathias y le indicó que podíamos pasar. Nunca antes había sentido tanto miedo, nunca había tenido esa sensación de intrusión que se te desliza bajo la piel y te hiela hasta el tuétano. El coche avanzó despacio hacia el punto de control siguiente y de nuevo se detuvo bajo un gigantesco hangar, donde todo volvió a empezar. Mathias se marchó otra vez en dirección a otros barracones y cuando por fin regresó, su sonrisa nos hizo comprender que esta vez teníamos vía libre hasta Berlín. Estaba prohibido abandonar la autopista antes de llegar a nuestro destino.

La brisa que soplaba en el paseo del viejo puerto de Montreal le provocó un escalofrío. Pero Julia no apartó los ojos de los rasgos de un hombre dibujados a carboncillo, un rostro surgido de otro tiempo, en un lienzo mucho más blanco que las chapas onduladas de los barracones erigidos en la frontera que en el pasado dividía Alemania.

Tomas, me encaminaba hacia ti. Éramos jóvenes despreocupados, y tú aún estabas vivo.

Tuvo que pasar más de una hora para que Mathias sintiera de nuevo ganas de cantar. Exceptuando algunos camiones, los únicos vehículos con los que se cruzaban o a los que adelantaban eran de la marca Trabant. Como si todos los habitantes de ese país hubieran querido poseer el mismo coche, para no competir jamás con el del vecino. El suyo debía de parecerles imponente, su Peugeot 504 destacaba en esa autopista de la RDA; no había un solo conductor que no lo contemplara maravillado cuando lo adelantaba.

Dejaron atrás Schermen, Theessen, Kópernitz, Magdeburgo y por fin Potsdam; sólo faltaban cincuenta kilómetros hasta Berlín. Antoine quería a toda costa ser el que condujera cuando se adentraran por las afueras de la capital. Julia se echó a reír, recordándoles que sus compatriotas habían liberado la ciudad hacía casi cuarenta y cinco años.

– ¡Y allí siguen! -se había apresurado a replicar Antoine con un tono cortante.

– ¡Con vosotros, los franceses! -le había contestado Julia en el mismo tono.

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