– Accidentalmente, Adam llega a mi casa una hora antes; accidentalmente, le abres la puerta; accidentalmente, se sienta sobre el mando a distancia y, accidentalmente también, acabas tendido en el suelo en mitad del salón.
– Reconozco que todo eso es una sucesión de señales bastante consecuente… Quizá ambos deberíamos tratar de comprender su relevancia…
– Deja de mostrarte irónico, no tengo ninguna gana de reír, vuelvo a hacerte la misma pregunta por última vez: ¿por qué lo has hecho?
– Para ayudarte a confesarle la verdad, para que tú te enfrentaras a la tuya. Atrévete a decirme que no te sientes ahora más ligera. Aparentemente, quizá más sola que nunca, pero, al menos, en paz contigo misma.
– No hablo sólo de tu numerito de esta tarde…
Anthony respiró profundamente.
– Su enfermedad hizo que tu madre ya no supiera quién era yo antes de morir, pero estoy seguro de que en el fondo de su corazón no había olvidado cómo nos habíamos amado. Yo no lo olvidaré. No fuimos una pareja perfecta ni tampoco padres modelos, estuvimos muy lejos de serlo, desde luego. Conocimos nuestros momentos de incertidumbre, de discusiones, pero nunca, ¿me oyes?, nunca dudamos de la elección que hicimos de estar juntos, del amor que tenemos por ti. Conquistar a tu madre, amarla, tener una hija suya, habrán sido las elecciones más importantes de mi vida, las más hermosas, aunque haya necesitado muchísimo tiempo para encontrar las palabras adecuadas para decírtelo.
– ¿Y en nombre de ese maravilloso amor has arruinado tantas cosas en mi vida?
– ¿Recuerdas ese famoso trocito de papel del que te hablaba en nuestro viaje? Ya sabes, ese que uno conserva siempre cerca, en la cartera, en el bolsillo, en la cabeza; para mí se trataba de esa nota garabateada que tu madre me había dejado la noche en que no pude pagar la cuenta en una cervecería de los Campos Elíseos (ahora comprenderás mejor por qué mi sueño era terminar mis días en París), pero para ti ¿era ese viejo marco alemán que nunca se movió de tu bolso o las cartas de Tomas que tenías guardadas en tu habitación?
– ¿Las leíste?
– Nunca me habría permitido algo así. Pero las descubrí al ir a guardar su última carta. Cuando recibí tu invitación de boda, subí a tu habitación. En medio de ese universo que me llevaba a ti, a todo lo que no he olvidado ni olvidaré jamás, no dejé de preguntarme qué harías el día en que te enteraras de la existencia de esa carta de Tomas, si debía destruirla o dártela, si entregártela el día de tu boda era lo mejor que se podía hacer. Ya no me quedaba mucho tiempo para decidirlo. Pero ya ves, como tú misma bien dices, cuando se le presta atención, la vida nos ofrece señales asombrosas. En Montreal encontré parte de la respuesta a la pregunta que me hacía, sólo parte; el resto te pertenecía a ti. Podría haberme contentado con mandarte por correo la carta de Tomas, pero habías conseguido tan bien cortar todo lazo entre nosotros hasta que me invitaste a tu boda que ni siquiera tenía tu dirección y, ¿habrías abierto siquiera una carta que te hubiera mandado yo? Además, ¡no sabía que iba a morir!
– Siempre tendrás respuesta para todo, ¿verdad?
– No, Julia, estás sola frente a tus decisiones, y desde mucho antes de lo que piensas. Podías apagarme, ¿recuerdas? Bastaba con que pulsaras un botón. Tenías la libertad de no ir a Berlín. Te dejé sola cuando decidiste ir a esperar a Tomas al aeropuerto; tampoco estaba contigo cuando volviste al lugar de vuestro primer encuentro, y mucho menos cuando lo llevaste al hotel. Julia, uno puede echarle la culpa de todo a su infancia, culpar indefinidamente a sus padres de todos los males que padece, de las pruebas a las que lo somete la vida, de sus debilidades, de sus cobardías, pero a fin de cuentas es responsable de su propia existencia; uno se convierte en quien decide ser. Además, tienes que aprender a relativizar tus dramas, siempre hay una familia peor que la propia.
– ¿Como cuál, por ejemplo?
– ¡Pues por ejemplo como la abuela de Tomas, que lo traicionaba!
– ¿Cómo te has enterado tú de eso?
– Ya te lo he dicho, los padres no viven la vida de sus hijos, pero eso no nos impide preocuparnos y sufrir cada vez que sois desgraciados. A veces ello nos impulsa a actuar, a tratar de iluminaros el camino, quizá sea mejor equivocarse por torpeza, por exceso de amor, que quedarse sin hacer nada.
– Si tu intención era iluminarme el camino, has fracasado, estoy en la más completa oscuridad.
– ¡En la oscuridad, sí, pero ya no estás ciega!
– Era cierto lo que decía Adam, esta semana juntos nunca ha sido un diálogo…
– Sí, quizá tuviera razón, Julia, yo no soy ya del todo tu padre, sólo lo que queda de él. Pero ¿no ha sido capaz esta máquina de encontrar una solución a cada uno de tus problemas? ¿Acaso una sola vez durante estos pocos días no he sido capaz de responder a alguna de tus preguntas? Era sin duda porque te conocía mejor de lo que suponías, y quizá, quizá eso te revele algún día que te quería mucho más de lo que imaginabas. Ahora que lo sabes, me puedo morir de verdad.
Julia miró largo rato a su padre y volvió para sentarse a su lado. Ambos permanecieron un rato largo callados.
– ¿Pensabas de verdad lo que has dicho sobre mí? -le preguntó Anthony.
– ¿A Adam? ¿Qué pasa, que también escuchas detrás de las puertas?
– ¡Al otro lado del techo, para ser exactos! He subido a tu desván; con esta lluvia no pensabas que iba a esperar en la calle, podría haber pillado un cortocircuito -dijo sonriendo.
– ¿Por qué no te he conocido antes? -preguntó Julia.
– Los padres y los hijos tardan a veces años en conocerse.
– Me habría gustado que hubiésemos tenido unos días más.
– Creo que los hemos tenido, cariño.
– ¿Cómo ocurrirá todo mañana?
– No te preocupes, tienes suerte, la muerte de un padre siempre es un mal trago, pero tú al menos ya lo has pasado.
– No hagas bromas, no tengo ganas de reír.
– Mañana será otro día, ya veremos lo que pasa.
Cuando ya la noche avanzaba, la mano de Anthony se deslizó hacia la de Julia y por fin la tomó. Los dedos de ambos se entrelazaron y no se separaron. Y, más tarde, cuando ella se durmió, su cabeza fue a apoyarse sobre el hombro de su padre.
Aún no había amanecido. Anthony Walsh tuvo mucho cuidado de no despertar a su hija al levantarse. La tendió delicadamente sobre el sofá y le echó una manta sobre los hombros. Julia masculló algo mientras dormía y se dio media vuelta.
Tras asegurarse de que seguía profundamente dormida, fue a sentarse a la mesa de la cocina, cogió una hoja de papel, un bolígrafo, y se puso a escribir.
Una vez terminada la carta, la dejó bien visible sobre la mesa. Luego abrió su maleta, sacó un paquetito con otras cien cartas atadas con un lazo rojo y fue a la habitación de su hija. Las guardó, con cuidado de no doblar una esquinita de la fotografía amarillenta de Tomas que las acompañaba, y sonrió al cerrar el cajón de su cómoda.
De vuelta en el salón, avanzó hacia el sofá, cogió el mando a distancia blanco, se lo guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y se inclinó sobre Julia para besarla en la frente.
– Duerme, mi vida, te quiero.