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¿Quién podía ser el remitente? ¿Quizá se tratara de un regalo de Adam, de un encargo que ya no recordara, algún equipamiento destinado a la oficina y que, por error, hubiera pedido que le entregaran en su domicilio? Fuera como fuere, Julia no podía abandonar de ninguna manera a sus colaboradores, a los que había hecho acudir al trabajo en domingo. El tono del señor Zimoure dejaba bien claro que tenía que ocurrírsele algo lo antes posible o, más bien, inmediatamente.

– Creo que he encontrado la solución a nuestro problema, señor Zimoure. Con su ayuda, podríamos salir de este apuro.

– Permítame de nuevo apreciar su espíritu matemático. Me habría sorprendido mucho, señorita Walsh, que me dijera que podía resolver lo que por el momento a todas luces es un problema exclusivamente suyo, y no mío. La escucho, pues, con suma atención.

Julia le confió que escondía un duplicado de la llave de su apartamento bajo la alfombrilla de la escalera, a la altura del sexto escalón. No tenía más que contarlos. Si no era el sexto, debía ser el séptimo o el octavo. El señor Zimoure podría entonces abrirles la puerta a los dos gigantes, y estaba segura de que, si lo hacía, éstos no tardarían en alejar de allí ese camión enorme que obstruía su escaparate.

– E imagino que lo ideal para usted sería que esperara a que se hubieran marchado para cerrar la puerta de su apartamento, ¿verdad?

– Desde luego, sería lo ideal, no habría acertado a encontrar un término mejor, señor Zimoure…

– Si se trata de algún electrodoméstico, señorita Walsh, le agradecería mucho que tuviera usted a bien encargarle la instalación a algún técnico experimentado. ¡Supongo que imagina por qué lo digo!

Julia quiso tranquilizarlo, no había encargado nada parecido, pero su vecino ya había colgado. Se encogió de hombros, reflexionó unos segundos y volvió a enfrascarse en la tarea que monopolizaba su pensamiento.

Al caer la noche, todo el mundo se congregó ante la pantalla de la gran sala de reuniones. Charles estaba al ordenador, y los resultados que obtenía parecían prometedores. Unas horas más de trabajo y la «batalla de las libélulas» podría desarrollarse en el horario previsto. Los informáticos repasaban sus cálculos, los dibujantes perfilaban los últimos detalles del decorado, y Julia empezaba a sentirse inútil. Fue a la cocina, donde se encontró con Dray, un dibujante y amigo con el que había hecho gran parte de sus estudios.

Al verla desperezarse, él adivinó que empezaba a dolerle la espalda y le aconsejó que se fuera a casa. Tenía la suerte de vivir a unas manzanas de allí, así que debía aprovecharlo. La llamaría en cuanto hubieran terminado las pruebas. Julia era sensible a su amabilidad, pero su deber era no abandonar a sus tropas; Dray replicó que verla ir de despacho en despacho añadía una tensión inútil al cansancio general.

– ¿Y desde cuándo mi presencia es una carga aquí? -quiso saber ella.

– Venga, no exageres, todo el mundo está agotado. Llevamos seis semanas sin tomarnos un solo día de descanso.

Julia debería haber estado de vacaciones hasta el domingo siguiente, y Dray confesó que el personal esperaba aprovechar para tomarse un respiro.

– Todos pensábamos que estarías de viaje de novios… No te lo tomes a mal, Julia. Yo no soy más que su portavoz -continuó Dray con aire incómodo-. Es el precio que tienes que pagar por las responsabilidades que has asumido. Desde que te nombraron directora del departamento de creación, ya no eres una simple compañera de trabajo, representas cierta autoridad… ¡No tienes más que ver la cantidad de gente que has logrado movilizar con unas simples llamadas telefónicas, y encima en domingo!

– Me parece que era necesario, ¿no? Pero creo que he entendido la cuestión -contestó Julia-. Puesto que mi autoridad parece pesar sobre la creatividad de unos y otros, me marcho. No dejes de llamarme cuando hayáis terminado, no porque sea la jefa, ¡sino porque soy parte del equipo!

Julia cogió su gabardina, abandonada sobre el respaldo de una silla, comprobó que sus llaves estaban en el fondo del bolsillo de sus vaqueros y se dirigió a paso rápido hacia el ascensor.

Al salir del edificio, marcó el número de Adam, pero le respondió el contestador.

– Soy yo -dijo-, sólo quería oír tu voz. Ha sido un sábado siniestro y un domingo también muy triste. Al final, no sé si ha sido muy buena idea quedarme sola. Bueno, sí, al menos te habré ahorrado mi mal humor. Mis compañeros de trabajo casi me echan de la oficina. Voy a caminar un poco, a lo mejor ya has vuelto del campo y estás en la cama. Estoy segura de que estarás agotado después de un fin de semana entero con tu madre. Podrías haberme dejado algún mensaje… Bueno, un beso. Iba a decirte que me devolvieras la llamada, pero es una tontería porque imagino que ya estarás durmiendo. De todas maneras, me parece que todo lo que acabo de decir es una tontería. Hasta mañana. Llámame cuando te despiertes.

Julia se guardó el móvil en el bolso y fue a caminar por los muelles. Media hora más tarde, volvió a su casa y descubrió un sobre pegado con celo en la puerta de entrada, con su nombre garabateado. Intrigada, lo abrió. «He perdido una dienta por ocuparme de su entrega. He vuelto a dejar la llave en su sitio. P. S.: ¡Bajo el undécimo escalón, y no el sexto, el séptimo o el octavo! ¡Que pase un buen domingo!» El mensaje no iba firmado.

– ¡Ya de paso sólo tenía que marcar con flechas el itinerario para los ladrones! -rezongó Julia mientras subía la escalera.

Y, conforme subía, se sentía devorada de impaciencia por descubrir lo que podía contener ese paquete que la esperaba en su casa. Aceleró el paso, recuperó la llave bajo la alfombrilla de la escalera, decidida a encontrarle un nuevo escondite, y encendió la luz al entrar.

Una enorme caja colocada en vertical ocupaba el centro del salón.

– Pero ¿qué será esto? -dijo dejando sus cosas sobre la mesa baja.

En efecto, en la etiqueta pegada en un lado de la caja, justo debajo de la inscripción que rezaba «Frágil», ponía su nombre. Julia empezó por rodear la voluminosa caja de madera clara. Era demasiado pesada como para pensar siquiera en moverla de ahí, aunque sólo fuera unos metros. Y a no ser que tuviera un martillo y un destornillador, tampoco veía cómo iba a poder abrirla.

Adam no contestaba al teléfono, de modo que le quedaba su recurso habitual: marcó el número de Stanley.

– ¿Te molesto?

– ¿Un domingo por la noche, a estas horas? Estaba esperando que me llamaras para salir.

– Anda, tranquilízame, ¿no serás tú el que me ha enviado a casa una estúpida caja de casi dos metros de alto?

– ¿De qué estás hablando, Julia?

– ¡Vale, era lo que me imaginaba! Siguiente pregunta: ¿cómo se abre una estúpida caja de dos metros de alto? -¿De qué es? -¡De madera!

– Pues no sé, ¿con una sierra?

– Gracias por tu ayuda, Stanley, seguro que tengo una sierra en mi bolso o en el botiquín -contestó Julia.

– Sin ánimo de ser indiscreto, ¿qué contiene?

– ¡Pues eso es lo que me gustaría saber! Y si tanta curiosidad tienes, Stanley, cógete ahora mismo un taxi y ven a echarme una mano.

– ¡Estoy en pijama, querida!

– Pensaba que habías dicho que ibas a salir.

– ¡Sí, pero de la cama!

– Bueno, pues nada, me las apañaré yo sola. -Espera, deja que piense. ¿La caja no tiene un pomo, un tirador o algo así? -¡No!

– ¿Y bisagras?

– No veo ninguna.

– A lo mejor es arte moderno, una caja que no se abre, firmada por un gran artista, ¿qué me dices? -añadió Stanley riéndose.

El silencio de Julia le indicó que la cosa no estaba en absoluto para bromas.

– ¿Has probado a darle un empujoncito, un golpe seco, como para abrir las puertas de algunos armarios? Empujas un poquito, y ¡zas!, se abre…

Y mientras su amigo seguía explicándole cómo hacerlo, Julia apoyó la mano en la madera. Apretó como acababa de sugerirle Stanley, y una de las caras de la caja se abrió lentamente.

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