– ¡Su Tilly se quedará en la tienda, y mi hija aprenderá a no separarse de mí cuando vamos de paseo por el centro! -contestó la madre, tirando tan fuerte del brazo de su hija que ésta no tuvo más remedio que soltar la pata del enorme peluche.
– A Tilly le gustaría mucho tener una amiga -insistió Julia.
– ¿Quiere complacer a un peluche? -preguntó la madre, desconcertada.
– Hoy es un día un poco especial, a Tilly y a mí nos alegraría mucho, y a su hija también, me parece. Con un solo sí, nos haría felices a las tres, vale la pena pensarlo, ¿verdad?
– ¡Pues mi respuesta es no! Alice no tendrá regalo, y menos de una desconocida. ¡Buenas tardes, señorita! -dijo alejándose.
– Alice tiene mucho mérito, todavía es una niña encantadora pero si la sigue tratando así, ¡no vaya a quejarse dentro de diez años! -le espetó Julia, pugnando por contener su rabia.
La madre se volvió y la miró con altivez.
– Usted ha traído al mundo un peluche, señorita, y yo una niña, ¡así que haga el favor de guardarse sus lecciones sobre la vida!
– Tiene razón, las niñas no son como los peluches, ¡no se les pueden coser con aguja e hilo las heridas que se les hacen!
La mujer salió de la tienda, indignadísima. Madre e hija se alejaron por la acera de la Qu inta Avenida, sin volverse.
– Perdona, Tilly, querida, me parece que no he actuado con mucha diplomacia. Ya me conoces, no es mi punto fuerte precisamente. No te preocupes, ya lo verás, te encontraremos una buena familia sólo para ti.
El director, que había seguido toda la escena, se acercó.
– Qué alegría verla, señorita Walsh, hacía por lo menos un mes que no venía usted por aquí.
– Es que estas últimas semanas he tenido mucho trabajo.
– Su creación está teniendo muchísimo éxito, ya hemos encargado diez ejemplares. Cuatro días en el escaparate, y, ¡hala!, desaparecen en seguida -aseguró el director de la juguetería, volviendo a colocar el peluche en su sitio-. Aunque ésta, si no me equivoco, lleva ya dos semanas, pero claro, con el tiempo que está haciendo…
– No es culpa del tiempo -respondió Julia-. Esta Tilly es la de verdad, así que es más difícil, tiene que elegir ella misma a su familia de acogida.
– Señorita Walsh, me dice lo mismo cada vez que se pasa por aquí a visitarnos -replicó el director, divertido.
– Son todas originales -afirmó Julia despidiéndose de él.
Había dejado de llover, salió de la juguetería y se dirigió a pie hacia el sur de Manhattan. Su silueta se perdió entre la multitud.
Los árboles de Horatio Street se doblaban bajo el peso de las hojas empapadas. A última hora de la tarde, el sol volvía a aparecer por fin, para tenderse en el lecho del río Hudson.
Una suave luz púrpura irradiaba las callejuelas del West Village. Julia saludó al dueño del pequeño restaurante griego situado delante de su casa. El hombre, ocupado en preparar las mesas de la terraza, le devolvió el saludo y le preguntó si debía reservarle una para esa noche. Julia rechazó la propuesta educadamente y le prometió que al día siguiente, domingo, iría a tomar un brunch a su restaurante.
Giró la llave en la cerradura de la puerta de entrada al pequeño edificio en el que vivía y subió la escalera hasta el primer piso. Stanley la estaba esperando allí, sentado en el último escalón.
– ¿Cómo has entrado?
– Zimoure, el dueño de la tienda de abajo; estaba llevando unas cajas de cartón al sótano, le he echado una mano, y hemos hablado de su última colección de zapatos, una maravilla, por cierto. Pero ¿quién puede ya permitirse esas obras de arte con los tiempos que corren?
– Pues mucha gente, créeme, no hay más que ver la multitud que entra y sale de su tienda sin parar los fines de semana, cargada de bolsas -le contestó Julia-. ¿Necesitas algo? -le preguntó abriendo la puerta de su apartamento.
– No, pero sin duda alguna, tú necesitas compañía.
– Con esa pinta de perro apaleado que tienes, me pregunto quién de los dos sufre un ataque de soledad.
– Bueno, pues que sepas que tu amor propio está a salvo: ¡la responsabilidad de plantarme aquí sin haber sido invitado es toda mía!
Julia se quitó la gabardina y la lanzó sobre la butaca que había junto a la chimenea. Flotaba en la habitación un agradable aroma a glicina, la planta que trepaba por la fachada de ladrillos rojos.
– Tienes una casa divina -exclamó Stanley, dejándose caer sobre el sofá.
– Al menos una cosa si me habrá salido bien este año -dijo Julia abriendo la nevera.
– ¿Qué cosa?
– Arreglar la planta de arriba de esta vieja casa. ¿Quieres una cerveza?
– ¡Pésima para guardar la línea! ¿No tendrías una copita de vino tinto?
Julia preparó rápidamente dos cubiertos sobre la mesa de madera; colocó una tabla de quesos, descorchó una botella, puso un disco de Count Basie y le indicó a Stanley que se sentara frente a ella. Su amigo miró la etiqueta del cabernet y dejó escapar un silbido de admiración.
– Una auténtica cena de fiesta -replicó Julia sentándose a la mesa-. Si no fuera porque faltan doscientos invitados y unos cuantos canapés, cerrando los ojos uno creería estar en mi banquete de bodas.
– ¿Quieres bailar, querida? -preguntó Stanley.
Y antes de que ella pudiera contestarle, la obligó a levantarse y la arrastró a unos pasos de swing.
– Has visto que, pese a todo, es una noche de fiesta -dijo riéndose.
Julia apoyó la cabeza en su hombro.
– ¿Qué sería de mí sin ti, mi querido Stanley?
– Nada, pero eso hace tiempo que lo sé.
La pieza terminó, y Stanley volvió a sentarse a la mesa.
– Al menos habrás llamado a Adam, ¿no?
Julia había aprovechado su larga caminata para disculparse con su futuro marido. Adam comprendía su necesidad de estar sola. Era él quien se sentía mal por haber sido tan torpe durante el entierro. Su madre, con la que había hablado al volver del cementerio, le había reprochado su falta de tacto. Se marchaba esa noche a la casa de campo de sus padres para pasar con ellos el resto del fin de semana.
– Hay momentos en que llego a preguntarme si, a fin de cuentas, no te habrá hecho un favor tu padre al celebrar hoy su entierro -murmuró Stanley sirviéndose otra copa de vino.
– ¡No te gusta nada Adam!
– ¡Yo nunca he dicho eso!
– He estado tres años sola en una ciudad con dos millones de solteros. Adam es galante, generoso, atento y solícito. Acepta mis horribles horarios de trabajo. Se esfuerza por hacerme feliz y, sobre todo, Stanley, me quiere. Así que, anda, hazme el favor de ser más tolerante con él.
– ¡Pero si yo no tengo nada en contra de tu prometido, es perfecto! Es sólo que preferiría ver en tu vida a un hombre que te arrastrara con él, aunque tuviera mil defectos, que a uno que te retiene a su lado sólo porque posee ciertas cualidades.
– Es muy fácil dar lecciones, ¿quieres decirme por qué estás solo tú?
– Yo no estoy solo, Julia, querida, soy viudo, que no es lo mismo. Y que el hombre al que amaba haya muerto no quiere decir que me haya dejado. Tendrías que haber visto lo guapo que era todavía Edward en su cama de hospital. La enfermedad no había mermado en nada su aplomo. Conservó su sentido del humor hasta su última frase.
– ¿Cuál fue esa frase? -preguntó Julia tomando la mano de Stanley entre las suyas.
– ¡Te quiero!
Los dos amigos se miraron en silencio. Stanley se levantó, se puso la chaqueta y besó a Julia en la frente.
– Me voy a la cama. Esta noche, tú ganas, el ataque de soledad me ha dado a mí.
– Espera un poco. ¿De verdad sus últimas palabras fueron para decirte que te quería?
– Era lo mínimo que podía hacer, teniendo en cuenta que la enfermedad que le mataba la cogió por haberme engañado -dijo Stanley sonriendo.
A la mañana siguiente, Julia, que se había quedado dormida en el sofá, abrió los ojos y descubrió la manta con la que la había tapado Stanley. Unos segundos después, encontró la notita que le había dejado debajo de su tazón de desayuno. Leyó: «Por muchas burradas que nos soltemos, eres mi mejor amiga, y yo también te quiero. Stanley.»