Beth tenía suerte, lo tenía a él. Reed suspiró. «Y ahora mismo me odia». No sabía qué hacer. Le entraron ganas de romper la puerta, pero sabía que aquello no resolvería nada. Necesitaba ayuda. Llamaría al psicólogo de orientación juvenil a primera hora de la mañana.
Ahora tenía que ver a una mujer que lo más seguro era que se alegrase tanto de verlo como su hija.
«Deberías rendirte, Solliday», murmuró mientras bajaba la escalera y cogía el abrigo. Al salir se cruzó con Lauren que venía del jardín.
– Tengo que salir -le soltó-. Beth está en su habitación.
– ¿Has hablado con ella? -preguntó Lauren, con una bolsa de loneta bajo el brazo.
– Para lo que ha servido… Mañana llamaré al psicólogo del colegio.
– Buena idea.
– Volveré más tarde. -Se encaminó hacia el todoterreno, sintiéndose un patán y avergonzándose por ello.
– Reed.
Solliday se detuvo, sin darse la vuelta.
– ¿Qué?
– Quítate la cadena antes de marcharte.
Sin mirar hacia atrás, subió al coche, se alejó por el camino y dio la vuelta a la manzana. Luego aminoró la marcha y se quitó la cadena del cuello, contemplando el anillo en la palma de la mano, para dejarlo con cuidado en la guantera cercana a su asiento.
– Mierda.
Jueves, 30 de noviembre, 20:45 horas
Allí estaba ella. Él llegó por su propio pie al callejón del otro lado de la calle, con la mochila colgada a la espalda. Viajaba ligero de equipaje. Si tenía que correr, llevaba todo lo que necesitaba. El coche que había cogido estaba aparcado a una manzana de distancia, lo bastante cerca como para salir pitando cuando hubiera acabado su tarea. Luego Melvin es saldría en las noticias. «No yo».
Mitchell estaba saliendo del coche a la calle, con un maletín colgado del hombro. Se paró un momento, alerta, escrutando la zona, pero él estaba agachado fuera de su vista en las sombras. Era un blanco perfecto, tenía la cabeza en la posición adecuada. Con mano firme se dispuso a apuntar con el arma. Desde aquella distancia no podía fallar. Apuntó…
Un todoterreno aparcó delante de ella, bloqueándole el tiro. «¡Maldita sea!» El teniente Solliday.
Solliday bajó la ventanilla y hablaron, pero no lo bastante alto como para que pudiera oír lo que decían. Solliday se sentó hacia atrás e inspeccionó la calle tal como ella había hecho.
Mierda. Se iba a su apartamento. ¿Quién sabía cuándo saldría? Podía tardar dos minutos o veinte. Jolín, podía pasarse toda la noche. Él tenía cosas que hacer y lugares a donde ir. Tenía que matar a los Dougherty. No podía quedarse allí esperándola. «¡Maldita sea!» Era ahora o nunca. Sería ahora. Salió de las sombras, levantó la pistola y disparó.
– ¡Policía! Tire el arma.
Retrocedió de un bandazo. El grito no procedía ni de Mitchell ni de Solliday. Mitchell no se veía por ninguna parte y Solliday había salido de su vehículo con la pistola desenfundada. «¡Mierda!»
Retrocedió un paso, luego otro. Se le detuvo el corazón cuando Solliday lo vio.
– Alto. -Solliday se acercaba corriendo, corriendo a toda pastilla.
«Lárgate». Se dio media vuelta y huyó.
Mia se puso en pie, con la radio en una mano y la pistola en la otra.
– Disparos en el 1342 de Sedgewick Place. Un oficial de paisano ha salido en su persecución. Solicitamos refuerzos lo antes posible.
Se quedó de pie en la calle, obligando a su mente a enfocar las cosas con claridad a pesar de la descarga de adrenalina. Alguien había gritado, justo antes del disparo, pero la calle estaba vacía. Apretó la radio contra su frente y luego se la volvió a llevar a la boca.
– Solliday. -Al no obtener respuesta, el pánico empezó a atenazarle la garganta y echó a correr-. Solliday.
– Estoy aquí. -La radio le devolvió su voz entre interferencias y se detuvo, respirando con dificultad, mareada de alivio-. Lo he perdido -refunfuñó Reed-. Avisa por radio a todas las patrullas para que busquen a White.
Se quedó helada.
– ¿Qué?
– White. El chico de las mates. Date prisa, Mia. Aún está corriendo por aquí, en alguna parte.
«Ha intentado matarme».
– Aquí la detective Mitchell de Homicidios. Buscamos a un hombre caucásico, de aproximadamente veintidós años. Metro setenta, sesenta y ocho kilos. Ojos azules. El sospechoso está armado y se lo busca por cuatro asesinatos. Responde al nombre de Devin White. Repito, el sospechoso va armado.
– Comprendido, detective -dijo la central-. ¿Necesita atención médica?
– No, solo refuerzos. Necesitamos sellar todo el barrio. Ha escapado a pie, así que envíen una unidad a El Station a dos manzanas hacia el sur de aquí.
Levantó la vista para ver a Solliday salir corriendo del callejón. Se detuvo en seco, con una mirada furibunda.
– Estás herida.
Mia se llevó la mano a la mejilla y se limpió la sangre.
– Me ha rozado. Estoy bien.
Él le levantó la barbilla, asintió una vez y luego la soltó.
– ¿Quién ha gritado «policía»?
– No lo sé. -Mia se giró trazando un círculo y mirando a su alrededor-. ¿Era el chico de las mates? ¿Estás seguro?
Asintió, mientras aún respiraba con dificultad.
– Sí. Ese cabrón es muy rápido. Casi lo tenía, se ha escabullido entre unos cubos de basura y los ha lanzado en mi camino.
– Tú también eres muy rápido.
– No lo bastante. Se nos ha vuelto a escapar.
– Vamos a poner controles. -Su instinto le decía a Mia que aún estaba allí-. Pero la estación de tren está solo a dos manzanas de aquí. Ahora podría haber llegado. Aún podría estar aquí. ¡Maldita sea! Me siento como si alguien estuviera vigilándonos… -Un ruido a su espalda le hizo darse media vuelta con la pistola cogida con las dos manos-. Salga con las manos en alto.
– ¡Que me jodan…! -murmuró Solliday y Mia parpadeó.
De las sombras, cerca de donde White había escapado, salió caminando… ella. Con la cabellera rubia cubierta con un gorro negro y en lugar del traje negro que vestía en la conferencia de prensa, llevaba una chaqueta de cuero negra, idéntica a la que Mia había llevado la noche en que le dispararon a Abe. Curvó los labios en una sonrisa burlona. Llevaba una pistola en la mano, pero la sostenía plana en la mano levantada. En la otra, mostraba una placa.
Mia resopló.
– Dios, esto se pone cada vez mejor.
Jueves, 30 de noviembre, 21:15 horas
Bajó dos estaciones después y caminó hasta el pequeño Ford, con la varilla en la mano. Al cabo de un instante ya estaba al volante y treinta segundos más tarde se alejaba calle abajo, con la mochila en el asiento de al lado.
Una vez más volvía a estar fuera del alcance del ojo público. Se había sentado en el tren, preguntándose quién estaba mirándolo, comparando su cara con la que había salido en las noticias. Había mantenido la cabeza fría, no se había encogido en su asiento, pero no había establecido contacto visual con nadie. Lo normal.
¿Le había dado? ¿Estaba Mitchell muerta, con los sesos desparramados sobre la acera? No estaba seguro. Su bala le había pasado cerca, pero habían estado a punto de pillarlo, de aquello sí estaba completamente seguro. Solliday lo había visto, lo había reconocido, su estratagema había fallado.
Así que tenía que alejarse, apartarse de la circulación durante un tiempo. Hacer lo que tenía que hacer aquella noche, y al día siguiente darse el piro de la ciudad. «Encuentra a los últimos cuatro y habrás acabado».
Jueves, 30 de noviembre, 21:15 horas
– Baja el arma despacio -dijo Mia.
La mujer hizo lo que le ordenaba, colocando el arma con cuidado sobre la acera.
– Te ha dado -dijo la mujer.
Mia enfundó su arma reglamentaria.
– Es solo un rasguño.
Llegaron dos coches patrulla y Mia miró por encima del hombro. Le siguieron otros cuatro.