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Le habría gustado retorcerle el pescuezo, pero de momento la necesitaba.

Al día siguiente volvería a intentarlo. Guardó el móvil con expresión de fastidio y se olvidó de Laura Dougherty. Esa noche le tocaba bailar con Penny Hill y estaba deseoso de que la hora llegara.

Lunes, 27 de noviembre, 16:00 horas

La señora Schuster apartó la mirada del ordenador cuando Brooke entró en la biblioteca.

– Hola, Brooke, ¿en qué puedo ayudarte?

Brooke señaló los periódicos.

– Quería echarle un vistazo al diario de hoy.

– La sección de deportes no está -le informó la bibliotecaria y dejó escapar un suspiro de resignación-. Devin se la llevó. Analiza las estadísticas porque la semana que viene quiere ganar la quiniela. Me parece injusto que un profesor de matemáticas haga la quiniela. Es como tener información privilegiada.

Brooke rio.

– Deduzco que la semana pasada perdiste.

La señora Schuster sonrió.

– ¡A lo grande! Brooke, no hay prisa con el periódico.

– Gracias.

Brooke cogió el diario, lo abrió en la página A-12 y suspiró. El artículo que Manny había arrancado se refería al incendio de una casa. La vivienda había ardido hasta los cimientos y había una víctima.

Hizo dos fotocopias del artículo y se preguntó cuántas informaciones había recortado Manny. Aunque en el centro no podía provocar incendios, lo cierto es que el chico fomentaba pasivamente su adicción, por lo que se trataba de un tema que podían evaluar en terapia.

Pasó por la sala de profesores e introdujo una de las fotocopias en un sobre para dejársela a Julian Thompson. Acababa de meterlo en el buzón cuando la puerta se abrió y Devin White entró en compañía de dos profesores. Era el final de la jornada, momento en el que todos pasaban por la sala a ver si tenían correspondencia, por lo que la presencia de Devin no fue una verdadera sorpresa. De todos modos, el corazón de Brooke dio un brinco.

– Hola, Brooke. -Jackie Kersey le dedicó una sonrisa alentadora-. Vamos a tomar algo, acompáñanos.

Brooke lanzó una fugaz mirada en dirección a Devin, que había girado la cabeza y miraba su buzón, situado en la hilera inferior. Desde donde se encontraba tuvo una interesante perspectiva de su trasero.

– No debería ir -masculló.

Jackie esbozó una sonrisa al reparar en la dirección de la mirada de Brooke y apostilló:

– Es la happy hour en Flannagan, dos copas al precio de una. Pediré una cerveza y podrás tomarte la otra.

Devin la miró y sonrió.

– Ven, Brooke, te sentará bien.

Ella rio casi sin aliento.

– Pensaba volver a casa y corregir exámenes, pero allí nos veremos.

Capítulo 5

Lunes, 27 de noviembre, 17:20 horas

Mia abrió los ojos cuando Solliday detuvo el todoterreno. Estaban frente a un establecimiento de comida preparada.

– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó la detective con el cuerpo rígido.

Estaba dolorida como si le hubiesen dado una paliza y aún faltaba lo peor: decirle a Abe que el cabrón que le había disparado seguía libre.

Solliday enarcó una ceja.

– Mientras esperaba me he bebido tres tazas de café.

Mia dio un respingo.

– Lo siento. No pensé que tardaría tanto.

Habían aguardado dos horas a que DuPree apareciera con el brazo en cabestrillo. Esperaron a Getts, el agresor, hasta que la detective reparó en que DuPree intentaba escapar por la puerta trasera del bar. DuPree echó a correr y a Mitchell no le quedó más opción que derribarlo. El cabrón le plantó cara a pesar de que llevaba el brazo en cabestrillo.

– Tendría que haber ido a la residencia estudiantil y entrevistado a las chicas de la hermandad.

– Sí, por supuesto, y perderme el espectáculo -ironizó Reed secamente-. Por mucho que no haya cogido a Getts, ver cómo aplastaba a un capullo drogado que la dobla en tamaño ha merecido la pena.

– ¡Cabrón! -exclamó Mia en tono bajo-. Debió de darse cuenta de nuestra presencia.

– Ya cogerá a Getts. Además, esta noche, cuando se acueste, sabrá que su amigo está en el calabozo.

Solliday habló convencido y con sinceridad. A decir verdad, parecía bastante impresionado. Mia pensó que tal vez le había dado una segunda oportunidad tras la primera impresión.

– Gracias por meterse en el callejón y cortar la retirada a DuPree. Esta noche se lo contaré a mi compañero. Vayamos a la residencia estudiantil y así podrá volver a su casa.

El teniente se apeó del todoterreno.

– Más tarde. El segundo motivo por el que estamos aquí responde a que estoy famélico y a que usted tiene que comer algo para tomar más calmantes. Me sorprende que no se haya dislocado el hombro. ¿Con qué acompaña el frankfurt?

– Con todo, salvo kétchup. Gracias, Solliday.

Había caminado todo el día junto a Reed Solliday y se había sentido pequeña. En ese momento lo observó mientras entraba en el establecimiento. El teniente se desplazó con una gracia sinuosa poco corriente en un hombre de su corpulencia. Al verlo andar, Mia pensó en Guy. Supuso que la comparación era inevitable. Hacía tiempo que no se acordaba de Guy LeCroix, lo que en sí mismo resultaba revelador, y de pronto lo recordó con asombrosa claridad.

Guy tenía la misma forma de moverse. Fue lo que le atrajo desde el principio: la gracia felina de un hombre corpulento. Guy pensó que la amaba y, en última instancia, quiso mucho más que lo que Mia podía darle. Si era sincera consigo misma, no lo echaba de menos, lo que también resultaba revelador. Tampoco había querido hacerle daño. Albergaba la esperanza de que con su actual esposa Guy hubiese encontrado lo que buscaba y fuera feliz. Desde Guy el manantial había estado prácticamente seco. Se había visto con unos pocos hombres aquí y allá, sobre todo allá, con los que no había tenido nada serio.

Pensó objetivamente desde la serenidad de su mente y reconoció que, por mucho que se pareciera al demonio cuando enarcaba las cejas, no había nadie tan apuesto como Reed Solliday. Su delgada perilla enmarcaba una boca tentadora. Fantaseó con que una boca tan tentadora sería una ventaja para ciertas actividades… lo mismo que la gracia felina.

«La señora Solliday tiene que ser una mujer muy satisfecha», pensó. Durante una fracción de segundo la envidió sanamente. Sofocó ese sentimiento con gran rapidez. No se liaba con polis. Era el mantra de su vida. «Claro que no es poli».

– Pero se parece demasiado a un madero -musitó.

De todas maneras, nada le impedía mirarlo. Reed Solliday era un hombre digno de ser observado.

El teniente había llegado a la caja y se disponía a pagar. El empleado hizo una mueca y echó las monedas en la bolsa que Solliday mantuvo abierta. Reed abrió la portezuela del todoterreno sin dejar de menear la cabeza y Mia arrinconó sus pensamientos caprichosos y cogió la comida.

– Lo que más temo es que Beth traiga a casa un chico como ese y que tenga que fingir que me cae bien -se lamentó y se sentó. Retiró de la bolsa varios sobres individuales de condimentos-. Los botes estaban vacíos, así que tendrá que apañarse con los sobres.

– No será la primera vez. Ahora que lo pienso, lo paso peor cuando Abe elige el sitio en el que comemos. Se ha aficionado a la comida vegetariana. Gracias. -Mia rasgó un sobre de mostaza mientras Solliday abría el compartimento situado entre los asientos. Entre varios casetes había un bote de cerámica lleno hasta la mitad de monedas. Solliday vació el contenido de la bolsa en el bote y cerró el compartimento. La detective lo miró y parpadeó-. ¡Caramba! En ese bote debe de haber diez dólares en monedas.

– Es probable.

Solliday desenvolvió uno de los frankfurts y comenzó a comérselo a palo seco.

Desconcertada, Mitchell lo miró boquiabierta.

– ¿No le pone nada, ni siquiera mostaza?

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