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Lamentablemente, en el laboratorio también habían encontrado pruebas de sus actividades. Le parecía imposible. Había limpiado a conciencia y puesto el extractor todo el rato que trabajó en la cabina, pero habían encontrado algo. El pánico no debía dominarlo. Necesitaba tiempo para terminar, tiempo para hacerlo bien. Por culpa de Adler y de su idiotez, ahora tendría que correr.

Todo eso no era más que una distracción. Tenía trabajo pendiente. Pronto llegaría el momento de seguir avanzando. Sabía exactamente adónde iría y qué haría. El aire estaba cargado de energía. Se dedicaría a algo nuevo. Empezaba a estar harto de las casas. Sentía la necesidad de ampliar horizontes.

Aunque había calculado bien el tiempo, necesitaba actuar con rapidez, antes de que los aspersores y los detectores de humo pusieran en alerta al personal del motel. A la hora elegida, solo habría una persona que bebería café para intentar mantenerse despierta.

Lo había calculado la noche anterior. Estaba preparado. El señor Dougherty no sufriría, pues no tenía la culpa de haberse casado con una bruja. Por su parte, la señora Dougherty… tenía que responder de muchas cosas. No tardaría en hacerlo.

«Tendrá que responder ante mí».

Los timbrazos del teléfono lo devolvieron a la realidad. Su primera reacción fue de temor, que no tardó en convertirse en cólera. Sintió ira hacia Adler por haber conducido a la policía hasta su puerta. «Qué es lo que despertó mis temores». Se preguntó si era la policía y qué sabría a esa hora. Al cuarto timbrazo respondió:

– Diga.

– Tenemos que hablar.

Más que por las palabras, parpadeó al oír el tono enérgico.

– De acuerdo. ¿Para qué?

– He hablado con Manny y me lo ha contado todo.

Apretó el auricular y se obligó a relajarse. Incorporó a su voz una nota de divertida incredulidad cuando preguntó:

– ¿Lo has creído? Déjate de tonterías.

– No lo sé. Tenemos que hablar.

– Está bien. Quedaremos y lo hablaremos racionalmente.

Se produjo una larga pausa.

– De acuerdo. En el Flannagan dentro de media hora.

Consultó la lista y, aunque lo había comprobado casi todo, aún quedaban unos cabos sueltos antes de ir al motel a visitar a los Dougherty.

– Mejor dentro de tres cuartos de hora.

Se puso de pie y con sumo cuidado guardó los huevos en la mochila. Desenfundó la navaja y la movió de aquí para allá, por lo que captó la luz y admiró su brillo. La había afilado después de usarla con Penny Hill. Todo dueño de armas responsable cuida su material.

El chico miró y un miedo cerval le paralizó el corazón. Sabía de primera mano lo que esa navaja era capaz de hacer. También sabía lo que le haría si lo descubrían. Por eso se encogió un poco más y se ocultó del monstruo que atormentaba sus sueños.

Capítulo 13

Miércoles, 29 de noviembre, 20:40 horas

Reed la vio acercarse por el retrovisor. No debería estar allí. Debería haberse limitado a esperar a la mañana siguiente para contárselo. Además, ella no podía hacer nada aquella noche, pero Reed sabía que a Mia le gustaría saberlo. Sabía que no era de las que… ¿cómo lo había dicho ella? De las que se esconden bajo las mantas como una nenita.

Mia aminoró la marcha del coche que le había prestado el departamento, hasta detenerse junto al todoterreno de Reed. Por un momento se quedó allí sentada, mirándolo, luego aparcó el coche junto al bordillo. Con la sensación de estar arrastrando un ancla, Reed salió y se acercó al coche de Mia con las manos en los bolsillos.

Ella abrió el maletero y lo miró por el rabillo del ojo.

– ¿Alguna novedad en el caso? -preguntó. En el maletero había media docena de bolsas de supermercado.

Reed negó con la cabeza.

– No.

– ¿Necesitas a alguien para que te ate los zapatos o te abra los sobres de mostaza?

– No. -Reed la apartó suavemente y cogió las bolsas con las dos manos-. ¿Esto es todo?

Mia cerró el maletero.

– No como demasiado.

Y sin decir palabra lo guió por los tres pisos de escaleras hasta su apartamento. Estaba poco decorado, tal como él imaginaba. No colgaban fotos de las paredes. Los muebles eran mínimos. La tele era pequeña y descansaba encima de una vieja nevera portátil de espuma de poliestireno. Aquello no era un hogar, era simplemente el lugar donde ella dormía cuando no iba a trabajar.

Sus ojos depararon en una cajita de madera sobre la mesa del comedor justo antes de que ella se la llevara rápidamente junto con una bandera plegada en triángulo y las metiera en el armario de los abrigos, que estaba igual de vacío. No hacía falta ser muy listo para deducir que la bandera era de su padre; había sido policía y le hicieron un funeral de policía. Su viuda recibió la bandera.

También era de lógica que la caja contuviera sus cenizas. El hecho de que fuera su hija quien guardara las cenizas y no su viuda era significativo, pero después de lo que ella le había confesado aquella mañana, resultaba muy comprensible. Debió de resultarle muy duro enterarse de las infidelidades de su padre mientras estaba de pie ante su tumba. Pensó cómo se habría sentido él si se hubiera enterado de que Christine le había traicionado. ¡No podía ni imaginárselo!

El hecho de que Mia Mitchell hubiera conseguido permanecer centrada daba idea de la clase de policía que era.

– Puedes dejar las compras encima de la mesa -dijo Mia, y él obedeció mientras se preguntaba cómo iba a decirle que su intimidad estaba a punto de verse amenazada.

Sacó las cosas de una bolsa y apiló los congelados.

– Acabo de reunirme con Holly.

Los ojos de Mia destellaron.

– Confío en que dejaras a la señorita Wheaton feliz y contenta.

Reed se estaba poniendo de mala leche.

– A mí tampoco me gusta, Mia. Y no me gusta lo que estás insinuando.

Mia se encogió de hombros.

– Tienes razón, lo siento -murmuró-. Además no importa.

Mia se disponía a coger el montón de congelados pero él la retuvo por el brazo.

– ¡Maldita sea, Mia! ¿Qué coño te pasa?

Durante una milésima de segundo, el enfado que reflejaban los ojos de la detective se convirtió en miedo. Luego, con la misma rapidez con la que llegó, desapareció; lo reemplazó una actitud desafiante. Mia apartó el brazo de un tirón, y él la soltó enseguida.

– Vete, Reed. Ahora mismo no soy una buena compañía.

Cogió los paquetes y desapareció en la cocina. Reed oyó cómo abría la puerta del congelador y luego la cerraba de un portazo. Mia reapareció, con los brazos en jarras.

– Todavía estás aquí.

– Eso parece.

Mia se quedó allí plantada con cara de enfado, los ojos azules echando chispas y en cierto modo más sexy con los pantalones caqui y las botas rozadas que Wheaton con la minifalda de ante y los tacones de aguja. Y Reed la deseaba, con cara de enfado y todo.

– Mira. Pareces un buen hombre. No te mereces que te haya tratado así. No es que sea una mujer demasiado cariñosa ni mimosa, pero no suelo ser tan grosera. -Los labios se le curvaron en una sonrisa obviamente forzada-. Intentaré ser más agradable. Resolvamos este caso y te podrás largar, por suerte aún tiene remedio.

Mia se dirigió hacia la puerta principal para despedirlo.

«No tan rápido».

– Mia, tengo que hablarte de Holly Wheaton. Es importante.

Mia se detuvo a unos pasos de él, dándole la espalda.

– De verdad que no me importa.

Reed suspiró.

– Esto sí te importará.

Se dio la vuelta para mirarlo.

– ¿Qué pasa con ella?

– Tu ausencia en la conferencia de prensa de esta mañana no ha pasado inadvertida.

Mia cerró los ojos.

– ¡Oh, mierda!

– Ella sabe lo de esa mujer que seguiste, sabe que es importante para ti. Tiene un vídeo en el que aparece ella entre la multitud. Pensé que querrías saberlo, para poder estar en guardia.

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