Seguía sin poder creer que esa mujer la hubiera seguido. «Me ha seguido», por el amor de Dios. Esa noche había tenido su gran momento: bajar del escenario envuelta en todos esos aplausos. Y no aplausos corteses. Aplausos de verdad. Jenny Q y todo el grupo estaba allí, abrazándola y dando saltos de alegría. Entonces levantó la vista y vio a Mitchell, algo apartada, con las cejas enarcadas. No dijo nada, pero a Beth se le cayó el alma a los pies. Y ahora seguía en algún lugar a la altura del estómago. «Papá me va a matar». Había tenido claro lo que debía hacer. Salir discretamente del local para que la poli no le montara una escenita. De modo que ahí estaba, en el tren elevado, camino de casa y de una muerte segura.
– Lo creas o no, es la primera vez que hago algo así -farfulló.
– ¿Qué? ¿Participar en un concurso de poesía o bajar por un árbol para callejear por la ciudad cuando tu padre te había dicho que te quedaras en casa?
– Las dos cosas -respondió, apesadumbrada, Beth-. Papá me va a matar.
– Alguien podría hacerlo si te paseas por la ciudad a estas horas de la noche.
Beth se volvió bruscamente hacia Mitchell.
– No soy ninguna niña. Sé lo que hago.
– Vale, vale.
– Es cierto.
– Vale.
Beth puso los ojos en blanco.
– De acuerdo, el Rendezvous no está en muy buena zona que digamos.
– No.
– ¿Puedes comunicarte con algo más que monosílabos?
Mitchell se volvió y le clavó una mirada fría.
– Eres una idiota. Una idiota con mucho talento. ¿Te parecen suficientes sílabas? Aunque, técnicamente, «vale» es una palabra bisílaba.
Aunque reconfortada por el cumplido, Beth espetó:
– No soy ninguna idiota. Saco sobresalientes. Estoy en el cuadro de honor. -Meneó la cabeza, enfurecida. Luego suspiró-. Pero ¿te ha gustado?
La mirada de Mitchell cambió, pasando de la frialdad a la impotencia.
– Sí, me ha gustado mucho.
– Nunca te habría tenido por una amante de la poesía.
Mitchell esbozó una débil sonrisa.
– Ni yo tampoco. Los limericks me van más.
Beth ahogó una risita.
– A mí también me molan. -Se puso seria y respiró hondo-. ¿Piensas contárselo a mi padre?
Mitchell alzó sus cejas rubias.
– ¿No debería?
– Le dará un ataque.
– Como debe ser. Es un buen padre, Beth, y te quiere.
– Me tiene encerrada como a una prisionera.
Mitchell parpadeó.
– No eres ninguna prisionera, créeme. ¿Quieres a tu padre?
Beth notó un escozor en los ojos.
– Sí -susurró.
– Entonces, ¿por qué no le contaste lo del concurso de poesía?
– Porque esas cosas no le van. Lo suyo son los deportes. No lo entendería.
– Estoy segura de que lo habría intentado. -Mitchell suspiró-. Oye, no quiero entrometerme entre vosotros dos. Te doy hasta mañana para que se lo digas. Si no lo haces, lo haré yo.
Capítulo 21
Indianápolis, viernes, 1 de diciembre, 23:00 horas
Ahí estaba. La casa de Tyler Young. Se encontraba en el coche, estacionado al final de la calle, vigilando el barrio. Tendría que esperar a que toda esa gente se fuera a dormir.
Estaba casi tranquilo. En Champaign había tenido que hacer un esfuerzo para dominarse. Había esperado demasiado para exorcizar a sus fantasmas, porque ahora estaban todos muertos. Primero Laura Dougherty y ahora Bill Young y su esposa Bitsey. Ella acababa de palmarla, le habían comunicado apesadumbradamente en la residencia. Y los historiales son confidenciales, habían añadido, de modo que no, no podemos darle información sobre la familia.
Había estado a punto de perder los nervios. Únicamente se contuvo después de ver el miedo y la sospecha en los ojos de la enfermera. Se disculpó cortésmente, subió al coche, fue hasta un lugar apartado y prendió fuego a un maizal. Un acto de amabilidad aleatorio.
Así que solo le quedaban dos. Tyler y Tim. Era como si Tim Young hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Podría dejarlo ir. Pero Tim había sido lo bastante grande, lo bastante fuerte entonces para detener a Tyler. Pero no lo bastante valiente. Tenía que encontrarlos a los dos. Terminar con aquello.
«Si Tyler sabe dónde está su hermano, por Dios que me lo dirá. Porque esta vez yo tengo el poder. Le oiré suplicar. Después lo veré morir. Cuenta hasta diez, jodido cabrón. Luego, vete al infierno».
Chicago, viernes, 1 de diciembre, 23:05 horas
Mia cerró tras de sí la puerta de la casa de Lauren. Estaba oscura y silenciosa.
– ¿Reed?
Nadie respondió. Deambuló por la casa, esperando en parte encontrarlo durmiendo en el sofá o, mejor aún, en la cama, pero en la casa no había nadie. «Estoy sola».
Aunque debería estar cansada, todavía le quedaba energía. Acercó el llavero de Lauren a la luz. Había dos llaves; una para el otro lado. Podría colarse y buscarlo. Seguro que Beth estaba en su habitación, después de haber subido por el árbol pese a las protestas de Mia.
Consideró la posibilidad de subir hasta el dormitorio de Reed por el mismo árbol, pero la descartó con una sonrisa. Probablemente acabaría en el suelo con algo roto. Se acarició la cadena que le colgaba del cuello. O no. Últimamente se diría que nada podía con ella.
O sí. Pensó en cuando estaba en su regazo, llorando desconsoladamente, contándole una vez más cosas que no debería haberle contado. Pero era fácil hablar con él, y ella había querido que lo supiera. Por primera vez, había querido expulsar sus culpas.
A lo mejor era una prueba. Para ver si él la rechazaba. Por ahora no lo había hecho.
Entró sigilosamente en la parte del dúplex de Reed. Reinaba el silencio. Subió por la escalera con el corazón a cien. Si la casa era el reflejo de la de Lauren, la última puerta a la derecha correspondía al dormitorio principal. Y ahí estaba, tumbado sobre la colcha, durmiendo profundamente con la luz todavía encendida. Todavía vestido, todavía calzado con sus lustrosos zapatos.
También él había tenido un día largo. Lo pondría cómodo y luego regresaría a su cuarto. Y al día siguiente, pensó, encontraría un apartamento lo más cerca posible de aquella casa. Porque por nada del mundo haría el amor en aquel dormitorio. Aquel dormitorio pertenecía a Christine, hasta los encajes de la colcha.
Frunció el entrecejo al reparar en la foto que descansaba en la mesilla de noche. Christine. Era lógico que tuviera una foto de su esposa. La quería. Todavía. «No ha encontrado a nadie que esté a su altura», le recordó la vocecita. Beth sentía lo mismo. Fue al aflojarle el cinturón cuando vio el libro. Con cuidado, se lo retiró de los dedos y buscó el título, pero no lo había. Era una libreta y todas las hojas estaban escritas.
Contempló el rostro de Reed. Seguía dormido. Debería devolver el cuaderno a su sitio. Ahora. Pero él había escuchado sus conversaciones. Era lo justo. Lo abrió por la primera hoja, donde simplemente estaba escrito: «Mis poemas, Christine Solliday». Al girar la hoja, no obstante, se le hizo un nudo en la garganta. «Para mi amado Reed. Te prometí mi corazón. Aquí lo tienes».
Poemas. Cada página tenía un poema escrito a mano por Christine. De ahí le venía el talento a Beth, pensó. Y cuán equivocada estaba la muchacha al pensar que su padre no la entendería. Las páginas estaban gastadas, algunas incluso hasta raídas. Aquel era un libro muy leído y amado. Era el corazón de Christine. Y de Reed.
Las palabras se volvieron borrosas a medida que Mia leía y parpadeaba para ahuyentar las estúpidas lágrimas. Él había sido sincero con ella, después de todo. Había dicho sin compromisos. «Y yo, como una idiota, pensé que sería suficiente».
Temblando, dejó el libro en la mesilla de noche y se dispuso a aflojarle la camisa. Sobre el vello oscuro del torso brilló una fina cadena de oro. No la llevaba cuando hicieron el amor, pero Mia recordaba vagamente haberla notado en la mejilla antes, cuando la sostuvo en su regazo y la dejó llorar. Ahora no tenía intención de llorar. Todavía no. Lo acostaría, regresaría y entonces… Descendió por la camisa y sus dedos se detuvieron en seco.