Tenía que salir de aquel restaurante. Ya. Con una naturalidad que nacía solo de un autocontrol superior, se levantó, arrojó el contenido de su bandeja a la basura, salió por la puerta del restaurante y entró en el coche.
Ella tenía que desaparecer. Se dio unos golpecitos en el bolsillo donde aún llevaba la preciosa arma de Caitlin. Mitchell tenía que desaparecer. Si ella desaparecía, la atención se centraría en el pistolero que ya había intentado matarla una vez. Melvin Getts se llamaba. Sería la cara de Getts la que aparecería en las noticias.
Un asesino de policías triunfaba sobre un pirómano cualquier maldito día de la semana.
Capítulo 17
Jueves, 30 de noviembre, 18:45 horas
Reed colgó el teléfono.
– Lo he encontrado.
Tanto Mia como Aidan colgaron enseguida.
– ¿Dónde? -exigió saber Mia.
– En el Willow Inn de Atlantic City. En su ordenador aparece que Devin White se registró el 1 de junio y se marchó el 3 de junio. Pagó en metálico. El tipo de recepción no se acuerda de él.
– No sabemos si fue el auténtico Devin o el chico de las mates. -dijo Mia-. Ahora sabemos dónde se alojó, pero aún no sabemos a qué casino fue. Va tanta gente a los casinos… Es difícil que alguien recuerde a un chaval universitario.
– Pero todos los casinos tienen cámaras -dijo Reed-. Sabemos los días que estuvo allí. Deberíamos ser capaces de encontrarlo en el vídeo. Al menos saber si es Devin White o… -hizo una pequeña mueca- o el chico de las mates. ¿No podemos ponerle otro apodo?
– Por ahora funciona. -Mia frunció el ceño-. Hay una docena de casinos. ¿Por dónde empezamos?
– ¿Conocéis Atlantic City? -preguntó Aidan.
– Yo no he estado nunca -respondió Reed y Mia sacudió la cabeza.
– Tess y yo fuimos a la costa de Jersey en nuestra luna de miel precisamente hace pocas semanas. Uno de los días fuimos en coche a Atlantic City y visitamos algunos casinos, así que aún tengo el recuerdo fresco. -Aidan llevó un plano a sus mesas y los tres lo estudiaron allí de pie-. El Willow Inn está aquí, cerca del Silver Casino. El Harrah's y el Trump Marina están por aquí arriba y todos los demás casinos grandes están más lejos, en la playa.
– Lo más probable es que fuera al Silver Casino al menos una o dos veces, pues le quedaba cerca -conjeturó Mia.
– Y es uno de los casinos más pequeños, así que debería de resultarles fácil localizarlo.
Reed miró la foto de grano gordo.
– La universidad tiene una foto mejor del auténtico Devin. Podríamos pedirle al Departamento de Policía de Atlantic City que buscaran hoy por la noche con esta, o esperar hasta mañana por la mañana.
– Ya hay cuatro mujeres muertas -se lamentó Mia-. No creo que podamos permitirnos el lujo de esperar.
– Estoy de acuerdo -dijo Aidan-. Además, si mañana por la mañana no lo han encontrado, les daremos una foto mejor y les pediremos que vuelvan a buscarlo.
– Enviaré fotos de White y del chico de las mates al Departamento de Policía de Atlantic City -apostilló Mia-. Tal vez alguien fichó al verdadero Devin como persona desaparecida. Gracias por la ayuda, Aidan. Vosotros, chicos, marchaos a casa.
Aidan obedeció enseguida y les dijo adiós con la mano al salir, pero Reed se quedó mirándola.
– Vas a venir a casa conmigo, Mia.
La detective levantó la mirada, con los ojos entornados.
– Eso ha sido jugar sucio, Solliday.
Él inclinó la cabeza, estaba a punto de perder los estribos.
– ¿A qué te refieres? ¿A que quiera mantenerte con vida? -masculló.
Mia regresó a su ordenador, sus labios eran una fina línea.
– Deberías haberme preguntado primero.
Reed retrocedió.
– Sí, probablemente sí. Lo siento.
– Ya, bueno, está bien. Vete a casa, Solliday. Me reuniré contigo más tarde, cuando Beth se haya dormido.
– Podrías venir a cenar.
Mia tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador.
– Le prometí a Abe que cenaría con ellos. Además, necesitas pasar más tiempo con tu hija. Vete a casa. Te veré más tarde.
Reed se inclinó hacia su mesa, más de lo que era prudente, pero, ¡jolín!, aún recordaba su temblor cuando la había abrazado. Mia se creía una supermujer, pero era mucho más jodidamente humana de lo que quería admitir.
– Mia, yo estaba contigo la otra noche, ¿recuerdas? Vi lo a punto que estuviste de perder la cabeza, ¿recuerdas? ¿No te asusta?
Mia levantó la vista y le dirigió una mirada inexpresiva.
– Sí, pero es mi trabajo y mi vida. No voy a salir corriendo cada vez que un tipo malo me pone una pistola delante de la cara. Si lo hiciera, no sería de ninguna utilidad para nadie.
– Muerta tampoco serás de ninguna utilidad para nadie -le replicó Solliday.
– He dicho que te vería más tarde. -La detective cerró los ojos-. Te lo prometo. Ahora vete a casa con tu hija.
Mia esperó hasta que se hubo ido, luego llamó al Departamento de Policía de Atlantic City, les explicó lo que necesitaba y respondió a todas las preguntas que pudo. Dijeron que harían una búsqueda coordinada con la dirección del Silver Casino. Cuando regresó de pasar las fotos por fax, encontró a Roger Burnette de pie ante su mesa.
No estaba nada satisfecho. Tal vez estaba un poco borracho. Tenía los ojos embargados por el dolor y una ira temeraria que le hizo a Mia aminorar el paso. Instintivamente dejó las fotos sobre la primera mesa por la que pasó, de manera que cuando se acercó tenía las manos vacías. No tenía sentido darle a un padre desolado por la pena la identidad del asesino de su hija. Sobre todo cuando el padre era policía.
– Sargento Burnette. ¿Puedo ayudarle?
– Puede decirme si saben quién asesinó a mi hija.
– Creemos que sí, señor, pero aún no lo hemos identificado ni conocemos su paradero.
Burnette respiró precipitadamente.
– En otras palabras, no saben una puñetera mierda.
– Sargento. -Se acercó con cuidado-. Déjeme que llame a alguien para que lo lleve a casa.
– ¡Maldita sea!, no necesito a nadie para que me lleve a casa. Necesito que me diga que sabe quién asesinó a mi Caitlin.
En un ataque de ira dio un puñetazo a la montaña de carpetas con los expedientes que estaban encima de su mesa. Los papeles volaron al suelo.
– Se sienta aquí y se pasa todo el día leyendo. ¿Por qué no está fuera buscando?
Entonces la cogió por los hombros y la apretó como un torno, y por segunda vez en una hora Mia sintió dolor. Se había equivocado; Burnette estaba muy borracho.
– Usted no es policía -escupió las palabras entre dientes-. Su padre era un policía. Él habría sentido vergüenza de usted.
Mia le apartó las manos.
– Sargento. Siéntese.
Burnette se alzó frente a ella con los puños crispados.
– Mañana entierro a mi hija. ¿Significa eso algo para usted?
Mia se mantuvo firme sin ceder terreno, aunque tuvo que alargar el cuello para mirarlo a los ojos.
– Significa mucho para mí, sargento. Nos estamos acercando, pero aún no lo tenemos. Lo siento.
– Roger. -Spinnelli salió de su despacho y se interpuso entre ellos con una rapidez que Mia no había visto en su vida-. ¿Qué cojones cree que está haciendo?
Burnette retrocedió.
– Poniéndome al día sobre el caso de mi hija. Aunque no es que haya nada de lo que ponerse al día -añadió asqueado.
– La detective Mitchell ha estado trabajando en este caso desde el lunes casi sin interrupción.
– Entonces es que no es demasiado buena en su trabajo, ¿no? -se burló.
– Roger, se está pasando de la raya -vociferó Spinnelli.
Burnette giró sobre sus talones, dando un manotazo en el aire.
– Váyanse al infierno, todos.
Spinnelli observó el rostro de Mia.
– ¿Te ha hecho daño?
– Estoy bien, pero él está borracho -murmuró Mia-. Asegúrate de que no coge el coche para volver a casa.