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– Intentaré encontrar el álbum con las fotos de la boda. ¿Algo más? -inquirió Solliday.

– Sé que, después de lo que le ha ocurrido a Caitlin, esto sonará fatal… -La mirada de la señora Dougherty reveló una mezcla de ansiedad y culpa-. Percy, mi gato persa blanco, estaba en casa. ¿Lo han…? -Respiró hondo-. ¿Lo han encontrado?

La compasión iluminó los ojos oscuros de Solliday.

– No, señora, no lo hemos visto. Si aparece le avisaremos. Detective, enseguida vuelvo.

Mia se volvió hacia la pareja y preguntó:

– ¿Dónde se hospedan?

– Por ahora estamos en el Beacon Inn. -La sonrisa fugaz del señor Dougherty no mostró la menor alegría-. Supongo que no podemos salir de la ciudad.

– De momento sería mejor que el teniente o yo podamos contactar con ustedes siempre que los necesitemos -reconoció Mia con tono neutral-. Aquí tienen mi tarjeta. Llamen si se les ocurre algo.

– Detective… -La señora Dougherty se mostró indecisa-. Los Burnette… Ellen es amiga mía. ¿Cómo están?

– Como cabe esperar dadas las circunstancias.

– No puedo ni imaginarlo -murmuró.

Permanecieron en silencio a la espera de Solliday. Transcurrieron varios minutos y Mia frunció el ceño. Pensó que el teniente ya tendría que haber regresado. Reed había insistido en que, tal como estaba, la estructura de la casa era muy peligrosa, pero Mitchell no oyó nada que indicase que el techo le había caído sobre la cabeza. De todas maneras…

– Si me permiten… -dijo Mia. Se detuvo en la mitad de la calzada de acceso y abrió desmesuradamente los ojos cuando Solliday asomó desde el fondo de la casa-. ¿Qué diablos es eso?

Solliday hizo una mueca mientras observaba el bulto mugriento que sostenía con el brazo estirado.

– Bajo esta capa de suciedad hay un persa blanco. Estaba escondido en medio del barro, junto a la puerta trasera de la casa.

Mia sonrió al ver la expresión de asco de Solliday.

– Es todo un gesto por tu parte.

– No. Soy un malvado odioso. Cógelo. Apesta.

– Ni lo sueñes. -Mitchell rio-. Soy alérgica a los gatos sucios.

– Mis zapatos también están sucios -se quejó Reed y Mia volvió a reír.

La detective se dirigió a la señora Dougherty:

– Al parecer, el gato pródigo ha aparecido. ¡Caramba! -exclamó al tiempo que, llena de expectación, la señora Dougherty se acercaba a la carrera-. A partir de ahora, este gato es una prueba.

– ¿Cómo dice? -preguntaron los Dougherty a la vez.

Solliday se limitó a poner cara de pocos amigos y a mantener el gato lo más lejos posible de su gabardina.

Mia recobró la seriedad.

– Quien provocó el incendio dejó salir al gato o Percy escapó cuando el pirómano entró o salió de la casa. Nos lo llevaremos, lo bañaremos y lo examinaremos. Con un poco de suerte encontraremos una prueba material. En caso contrario, se lo devolveremos lo antes posible.

– Probablemente tiene hambre -advirtió la señora Dougherty y se mordió el labio inferior.

– Le daremos de comer, ¿no es verdad, teniente? -preguntó Mia al tiempo que intentaba contener la risa.

Solliday entornó los ojos en una actitud que le prometía un justo castigo a la detective.

– Por supuesto. -Reed sostuvo un álbum acolchado que en el pasado había sido blanco-. Las fotos de la boda están impregnadas de agua, pero es posible que un restaurador consiga salvar al menos algunas.

La señora Dougherty dejó escapar un estremecido suspiro.

– Muchas gracias, teniente.

Solliday suavizó la expresión.

– No hay de qué. Tenemos que encontrar una caja para Percy. No quiero que destroce el todoterreno.

Martes, 28 de noviembre, 9:25 horas

Thad Lewin había vuelto. Brooke se apoyó en el escritorio mientras veía a los alumnos ocupar sus sitios. Mike arrastró su silla hasta el fondo, Jeff remoloneó y Manny guardó silencio. De todas maneras, fue a Thad a quien vigiló. Habitualmente era un chico tímido, pero ese día lo notó distinto: estaba cabizbajo y arrastraba los pies. Tomó asiento con gran cuidado. Brooke parpadeó, pues no le gustó nada la imagen que comenzó a formarse en su mente. Miró de soslayo a Jeff, que hizo una mueca con una actitud de cruel diversión que le heló la sangre.

– Buenos días, profesora -saludó Jeff arrastrando las palabras-. Parece que la pandilla está al completo.

En lugar de bajar la mirada, Brooke lo desafió en silencio hasta que los ojos del chico se clavaron en sus pechos. «Que Dios nos ayude cuando salga». Era una frase corriente que todos los profesores repetían. Recordó lo que Devin había dicho la víspera: Jeff volvería a cometer un delito y estaría nuevamente entre rejas un mes después de dejar el centro.

Brooke no quería ser la víctima de ese delito.

– Abrid los libros -dijo-. Hoy hablaremos del capítulo tres.

Capítulo 8

Martes, 28 de noviembre, 9:45 horas

Reed se alegró de lavarse las manos. Salió del lavabo de hombres del establecimiento de comida preparada sin dejar de mirarse los zapatos con el ceño fruncido. Tendría que habérselos cambiado antes de entrar en la casa; para eso llevaba varios pares en la parte trasera del vehículo.

Cubierto de barro y de otras cosas que era mejor no identificar, el condenado gato se encontraba en una caja que Mitchell había apoyado en su regazo. Desde donde estaba, Reed la vio en el todoterreno, con los codos sobre la caja mientras, concentrada, hablaba por teléfono. Mia esperaba la conexión con Servicios Sociales para pedir información de los familiares de Penny Hill cuando él entró en el servicio a lavarse las manos. La expresión de la detective había cambiado, se había suavizado y se mostraba compungida. Le estaba comunicando los hechos al hijo de la señora Hill, que se encontraba a quinientos kilómetros. Su expresión era la misma que había puesto al informar personalmente a los Burnette.

La familia de Penny Hill no era, simplemente, un apunte más en la libreta de Mia Mitchell. Insistió en usar el nombre en vez de referirse a «la víctima». Mia se preocupaba por los demás. Esa actitud le encantó al teniente.

Solliday bostezó abriendo mucho la boca. Había pasado la noche en vela y le aguardaba una tarde dedicada a leer la letra pequeña de los expedientes. Se dirigió a la caja con dos vasos de café y se quedó de piedra al ver el fajo de periódicos que había a sus pies.

– ¿Es todo? -preguntó el cajero.

Reed levantó la cabeza y volvió a mirar el diario.

– Sí, los cafés y el periódico. Gracias.

Cuando salió de la tienda, Mia había terminado de hablar por teléfono y miraba hacia delante. Golpeó la ventanilla de su lado y la detective reaccionó con rapidez y la abrió para coger los cafés.

– ¿Qué es eso? -preguntó Mia sin levantar la vista del diario.

– Ha sido tu amiga Carmichael. Anoche te siguió.

– ¡Maldita sea! -exclamó Mitchell al tiempo que examinaba la página-. No es la primera vez que me sigue hasta el escenario de un crimen. Es como si tuviera un radar. Me gustaría saber cuándo duerme.

– Pues a mí me gustaría saber dónde se ocultó. Examiné a los congregados, por lo que tendría que haberla visto.

– Parece capaz de esfumarse. Probablemente se escondió cuando nos vio.

Reed puso el motor en marcha.

– ¿Cómo se las apañó para publicarlo en la edición matutina?

Mia sonrió con ironía.

– El Bulletin se imprime a la una de la madrugada.

– ¿Lo sabes por experiencia?

Mitchell se encogió de hombros.

– Ya te he dicho que no es la primera vez. Ha colocado un par de artículos importantes en primera plana. El incendio se comenta en la parte superior y a continuación figura que ayer detuve a DuPree. -Dejó escapar un siseo-. La muy desgraciada ha mencionado a Penny Hill.

Solliday ya lo había visto.

– ¿Has logrado informar a la familia antes de que se enterase por otros medios?

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