– Ajá. -Podía ver que no había pensado en ello, pero a diferencia de lo que había ocurrido aquella mañana, no le molestó que se le hubiera ocurrido primero a él-. Tienes razón. Lucas, Celebrese, el profesor de historia, la bibliotecaria, White, Kersey, Adler. Todos menos de dos años. -Pasó el pulgar por la pila de expedientes, contando-. Unas dos docenas. Echemos una ojeada antes de hablar con más profesores para ver si para todos es cierto. -Asintió con la cabeza, impresionada-. Bonito.
Su elogio sencillo no era como para que él tirara cohetes, pero los tiró. Dejando al margen el sentimiento, abrió el primer expediente.
– Yo leeré, ¿escribes tú?
Mia movió el bolígrafo en el aire.
– Adelante.
Habían comprobado tres de los expedientes, los tres empleados llevaban menos de un año, cuando Jack llamó a la puerta.
– Es el agente James. Está aquí para rastrear escuchas. El agente Willis ya está casi preparado para tomar las huellas. Solo he venido para asegurarme de que todo esté perfecto. Por el jodido libro. No quiero que quede ningún interrogante sobre esa huella que no coincide cuando hayamos acabado.
Reed y Mia siguieron a Jack a otra sala de reuniones donde un agente estaba conectando un escáner a un ordenador portátil.
– Tendrás que tomar las huellas de Thompson de su despacho -dijo Reed-. Ha hecho campana.
– Interesante. Tomaré sus huellas y Willis podrá empezar con el personal.
– ¿Spinnelli ha enviado efectivos para cubrir las salidas? -preguntó Mia.
– No los he visto cuando he llegado -dijo Jack.
Willis levantó la mirada.
– Venían detrás de mí. Yo me he retrasado unos minutos.
– Willis se ha parado en un semáforo en ámbar -se burló Jack.
Willis le guiñó el ojo a Mia.
– Estaba en rojo. No quería que me pusieran una multa.
– ¿Qué significa esto? -Bixby estaba en el umbral de la puerta hecho una furia-. Vienen aquí y nos toman las huellas dactilares como si fuéramos vulgares criminales. Esto es ultrajante.
– No, no lo es -dijo Reed, perdiendo la paciencia-. Tenemos cuatro mujeres muertas en el depósito de cadáveres, doctor Bixby. Una es empleada suya. Pensaba que le gustaría saber quién es el culpable. Pensaba que tal vez usted incluso estaría asustado.
Bixby palideció ligeramente.
– ¿Por qué iba a estar yo asustado?
– No me imagino que no tenga usted enemigos -dijo Reed con serenidad-. Hágase un favor a sí mismo y no nos entorpezca más. Mejor aún, acompañe al sargento Unger al despacho del doctor Thompson y déjele hacer su trabajo.
Bixby asintió muy tieso.
– Por aquí, sargento.
Mia le sonrió.
– Bonito -volvió a decir justo cuando sonaba su teléfono móvil-. Es Spinnelli -murmuró-. Soy Mitchell… ajá… -Abrió mucho los ojos-. Ay, mierda, Marc. Estás bromeando. -Suspiró-. Todavía no. Willis está a punto de empezar. Gracias. -Cerró el teléfono móvil bruscamente-. Bueno, parece que hemos encontrado a Thompson.
Reed se reclinó hacia atrás, vio la cara de frustración de Mia y lo supo.
– ¿Cómo está de muerto?
– Muy, muy muerto. Alguien lo degolló. Un tipo que iba a trabajar lo encontró. Vio un coche en un lado de la carretera con lo que parecía barro empastado en el parabrisas. El barro resultó ser sangre. El coche está registrado a nombre del doctor Julian Thompson. Vamos.
Al salir, Mia encontró el despacho de Secrest.
– Necesitamos salir un rato.
– Perdóneme si no me echo a llorar -dijo él con sarcasmo y los brazos cruzados sobre el pecho.
– ¿No quiere saber por qué? -le preguntó la detective.
– ¿Debería?
Mia soltó un bufido de enfado.
– Maldita sea, ¿qué clase de policía era usted, Secrest?
Secrest la fulminó con la mirada.
– Un ex policía, detective.
– Thompson está muerto -dijo Mia y Secrest se estremeció; luego recuperó su expresión imperturbable.
– ¿Cuándo? ¿Cómo?
– No sé cuándo y no puedo decirle cómo -le espetó-. Mientras estamos fuera, el sargento Unger les tomará las huellas dactilares al personal y a los alumnos.
Secrest se puso tenso.
– ¿Por qué?
Reed se aclaró la garganta.
– Porque encontramos cierta discrepancia en sus archivos, señor Secrest -dijo con calma-. Le agradeceremos su cooperación.
Secrest asintió.
– ¿Nada más, teniente? -Reed casi hizo una mueca al notar la cortesía en su voz, un notable contraste con el tono burlón que empleaba con Mia.
Mia ladeó la cabeza, pasando por alto el golpe.
– Sí. Que nadie, absolutamente nadie, entre o salga de este centro. Cualquiera que lo intente, será llevado a comisaría. Están confinados hasta que acabemos con la cuestión de las huellas dactilares. ¿Está claro, Secrest?
– Como el cristal. -Mostró los dientes en una parodia de sonrisa-. Señora.
– Bien -dijo Mia-. Volveremos en cuanto podamos.
Capítulo 16
Jueves, 30 de noviembre, 10:55 horas
– Mierda. -Mia hizo una mueca mientras se acercaba al Saab de Thompson.
Era la primera palabra que pronunciaba desde que habían salido del Centro de la Esperanza. Él la había desautorizado, interviniendo otra vez para facilitarle las cosas y calmarla. Pero necesitaban a Secrest calmado y Mia no contribuía a ello. La reflexión sobre Secrest se volatilizó cuando Reed vio a Thompson en el asiento del conductor. Tenía la cabeza colgando como una muñeca de trapo abandonada. Había sangre por todas partes.
Mia metió con cautela la cabeza por la ventanilla.
– ¡Oh, Dios! Ha llegado hasta el hueso.
– La cabeza cuelga de un trocito de piel de unos diez centímetros de ancho -dijo el técnico forense.
– Maravilloso -murmuró ella-. Aún lleva el cinturón de seguridad. Eso lo mantiene erguido.
El técnico forense estaba tomando notas.
– Dicen que los cinturones de seguridad salvan vidas. A él no le sirvió de nada.
– No tiene gracia -soltó Mia-. ¡Maldita sea!
El forense le dirigió a Reed una mirada como queriendo decir: «Es el síndrome premenstrual». Reed sacudió la cabeza.
– No -articuló Solliday para que le leyera los labios.
– ¿Hora de la muerte? -preguntó Mia en tono agrio.
– Entre las nueve y la medianoche. Por favor, avísenme cuando pueda llevármelo. Lo siento -añadió-. A veces un chiste es una manera de aliviar tensiones cuando encontramos un cadáver como este.
Mia respiró hondo y soltó el aire, luego se volvió hacia el joven técnico forense con una sonrisa compungida. Entornó los ojos para verle la placa.
– Lo siento, Michaels. Estoy cansada y frustrada y le he soltado una pulla inmerecida. -Volvió a asomar la cabeza dentro del coche-. ¿Alguien ve las llaves?
– No. -Una mujer con una chaqueta de la CSU se incorporó después de inspeccionar el otro lado del coche-. Aún no lo hemos tocado. Las llaves podrían estar debajo del hombre.
Mia abrió la puerta trasera del lado del conductor.
– Se ha sentado aquí. Lo ha cogido del pelo, le ha echado la cabeza hacia atrás y lo ha degollado. ¿Algún signo de lucha, marcas de patinazos o abolladuras en el coche? ¿Lo han forzado?
La técnico de la CSU sacudió la cabeza.
– He comprobado el vehículo de arriba abajo. Ni un arañazo. El coche estaba recién estrenado. Un coche bastante caro para no robarlo.
– Un coche de lujo con un salario de correccional de menores -murmuró Mia-. Lleváoslo cuando hayáis acabado.
Los técnicos forenses inmovilizaron la cabeza de Thompson para evitar que se desgarrara por completo del cuerpo.
– Lleva un anillo -observó Reed.
Mia levantó la mano de Thompson.
– Es un rubí. Apuesto lo que sea a que es auténtico. Luego no es un robo.
– ¿Creías que lo era? -le preguntó Reed y Mia sacudió la cabeza.
– No. Aún tiene la cartera en el bolsillo de atrás. Y el teléfono móvil en el de delante. -Se lo sacó del bolsillo y apretó unas teclas-. Ayer por la tarde hizo seis llamadas. -Entornó los ojos para ver los números-. Cuatro al 708-555-6756, una me la hizo a mí y una a… Es el número de Holding. -Rápidamente sacó su propio móvil y marcó-. Hola, soy la detective Mitchell, departamento de Homicidios. ¿Les visitó un tal doctor Julian Thompson anoche? -Enarcó las cejas-. Gracias.