Dejó caer el teléfono en el bolsillo y miró a Reed a los ojos por primera vez desde que habían salido del Centro de la Esperanza.
– Visitó a Manny Rodríguez -explicó Mia-. Firmó en el libro de visitas ayer, cinco minutos antes de dejar un mensaje en mi buzón de voz.
– ¿Puedes rastrear el otro número? -preguntó Reed.
– Estoy convencida de que se trata de un móvil desechable -dijo Mia.
Michaels la miró después de haber asegurado la cabeza de Thompson.
– Puede llamar a ese número.
Mia le sonrió.
– Podría, pero entonces él sabría que hemos encontrado a Thompson. No estoy segura de querer mostrar las cartas aún, pero gracias -dijo dándole al joven unas palmaditas en el hombro-. Y, bueno, Michaels. Ese chiste sobre el cinturón de seguridad… Ha sido muy divertido, muy al estilo delincuente juvenil y un modo de romper la tensión. -Soltó una risita cansada-. Me gustaría que se me hubiera ocurrido a mí.
El rostro de Michaels estaba lleno de empatía.
– Se lo presto cuando quiera, detective.
Jueves, 30 de noviembre, 11:45 horas
Solliday aparcó su todoterreno.
– Si yo hubiera hecho un chiste estilo «delincuente juvenil», tú no me habrías vuelto a dirigir la palabra en la vida.
Mia lo miró con las cejas fruncidas. Reed le había roto el hilo de razonamientos.
– ¿Qué?
– Mia, llevas dos horas haciéndome el vacío. Estoy preparado para humillarme y pedirte perdón de rodillas.
Mia torció el gesto.
– Te he hecho el vacío en el trayecto de ida. En el trayecto de vuelta simplemente estaba pensando, pero un poco de humillación no te vendrá mal.
Reed suspiró.
– Estabas sacando de quicio a Secrest a propósito. No tenías por qué hacerlo.
– Pero me gusta tanto… -respondió Mia con una mueca.
– Tal vez lo necesitemos.
– ¡Muy bien! Pero me sentiría mucho mejor si supiéramos por qué dejó el Departamento de Policía con tanta prisa.
– Yo me sentiría mucho mejor si él te respetase.
Mia se encogió de hombros.
– Eso es lo que me hacía mi padre todo el tiempo. -Bajó del coche antes de que Reed pudiera formularle las preguntas que se moría de ganas de hacerle-. Veamos qué ha estado haciendo Jack.
Secrest los esperaba en la puerta principal.
– Bueno, ¿qué ha pasado?
– Está muerto -dijo Mia-. Degollado. Necesitamos ponernos en contacto con sus parientes más próximos.
Esta vez la alteración de Secrest fue más pronunciada. Abrió la boca para hablar, luego se aclaró la garganta.
– Estaba divorciado -murmuró. Apartó la mirada y su rostro palideció-. Pero conozco a su ex mujer. Les daré su número.
– Tráigalo a la sala donde están tomando las huellas -le dijo Mia intentando ser amable-. Gracias.
El agente Willis estaba tomando las huellas de los dedos regordetes de Atticus Lucas cuando entraron.
– Señor Lucas -dijo Mia-. Gracias por cooperar.
– No tengo nada que ocultar. -Salió con toda tranquilidad y Mia cerró la puerta tras él.
La unidad portátil de huellas dactilares utilizaba un sistema digital sin tinta. Una vez se había escaneado una huella, se podía cotejar con la base de datos. Jack levantó la mirada de la pantalla del portátil.
– Las dos salas están limpias. No hemos de preocuparnos por las escuchas. ¿Qué habéis encontrado?
– A Thompson muerto. Degollado. Visitó a Manny Rodríguez anoche.
Jack parpadeó.
– Interesante.
Solliday acercó una silla y miró la pantalla de Jack.
– ¿Y bien?
– Tengo las huellas de todo el personal, salvo de una persona. Le he pedido a la dragona de recepción que fuera a buscarlo. Se ha limitado a llamarlo por megafonía. Cuando tengamos sus huellas, empezaremos con los alumnos.
Mia hizo una mueca. Marcy la Dragona de Recepción, le gustaba, pero se puso seria, pensando en la montaña de tarjetas con huellas dactilares que los aguardaba.
– ¿Hemos encontrado algunas diferencias claras?
– Lo siento, Mia. Todas las huellas coinciden con las de la base de datos.
– ¿Y las huellas de las tarjetas que Bixby nos dio? -preguntó Solliday.
– Un bonito recuerdo que los de dactiloscopia nos regalaron, en serio. Las huellas oficiales con las que las he cotejado son las del sistema estatal. Y ninguna coincide con la extraña huella que encontramos en el Taller de arte.
– ¿Qué profesor no te ha dado las huellas aún? -preguntó Solliday.
Llamaron a la puerta y Mia le abrió a Marcy, alias la Dragona de Recepción.
– He buscado por todas partes al señor White. No lo he encontrado en todo el edificio.
Secrest asomó por detrás de ella; parecía enfadado.
– Y su coche no está en el aparcamiento.
El cerebro de Mia empezó a bullir.
– Mierda. ¡Ay!, mierda.
– No puede haberse marchado -dijo Jack-. Ha habido una unidad ahí fuera toda la mañana.
– White estaba aquí cuando Marcy ha anunciado que llegabais, Jack -recordó Mia-. Debe de haber oído que nos preparábamos para tomar huellas dactilares. Willis ha llegado con unos minutos de retraso y entonces ha sido cuando las unidades han llegado a la verja principal.
– Thompson -dijo Solliday con los dientes apretados-. El número de móvil. Llamó a White anoche.
Solliday corrió a buscar los expedientes de los profesores que le habían proporcionado en personal y que había dejado en la sala de reuniones. Mia echó a correr y miró por encima del hombro de Reed.
– Por favor, dime que el móvil de White no es 708-555-6756.
– Sí lo es. -El teniente levantó la mirada, con la frustración reflejada en los ojos-. Era White. Se ha ido.
Mia crispó los puños a los costados y dejó caer la barbilla sobre el pecho.
– ¡Mierda, joder, ostras! -Una oleada de cansada desesperación la invadió-. Se nos ha escapado por los pelos.
El rostro de Brooke Adler se formó en su mente, tal como estaba hacía pocas horas, quemada y con un dolor atroz. La mujer se había aferrado a la vida con uñas y dientes lo bastante como para darles información importante. «Cuenta hasta diez. Vete al infierno».
La usarían para encontrar a ese hijo de puta.
– Vamos a buscarlo, antes de que mate a alguien más.
Jueves, 30 de noviembre, 12:30 horas
– Beacon Inn, River Forest. Le habla Kerry. ¿En qué puedo ayudarle?
Se mantenía de espaldas al teléfono público, escrutando la calle y preparado para salir corriendo.
– Hola. ¿Puede ponerme con Joseph Dougherty, por favor?
– Lo siento, señor, pero los Dougherty se marcharon ayer.
«Eso ya podría haberlo imaginado yo solo».
– ¡Vaya por Dios! Llamo de Coches de Ocasión Mike Drummond. Nos enteramos de que habían perdido su casa y queríamos ofrecerle uno de nuestros coches de segunda mano hasta que el seguro les proporcione otro. ¿Podría usted darme una dirección o un número de teléfono para ponerme en contacto con ellos?
– Vamos a ver… -Oyó el ruido de un teclado-. Mire. El señor Dougherty pidió que le enviaran unos paquetes al 993 de Harmony Avenue.
– Gracias.
Colgó muy satisfecho. Iría a aquella dirección en aquel mismo instante para asegurarse de que estaban allí. No dejaría que se le escurrieran entre los dedos por tercera vez.
Volvió a meterse en el coche robado. Por dentro estaba loco de ira, pero exteriormente mantenía la calma. Había tenido que salir del Centro de la Esperanza solo con la ropa que llevaba en la mochila y el libro en el que había metido todos sus artículos. Y había escapado por los pelos. Había recorrido media manzana, cuando un coche patrulla se había apostado ante la verja principal. Un minuto más y lo habrían atrapado. Había abandonado rápidamente ese coche y había robado otro por si detectaban su ausencia de inmediato.
Maldita puta poli. Había llegado a la discrepancia de huellas antes de lo que esperaba. Pensaba que como mínimo tendría un día más de tiempo. «Mierda». Por el momento había tenido que viajar ligero de equipaje. Había vuelto corriendo a su casa y le había dado tiempo solo para dejar una sorpresa para la señora de la casa y coger los siete huevos que le quedaban. Se había tenido que asegurar de que la mujer que le había cocinado y le había limpiado todos aquellos meses no lo entregaba a la poli, porque tenía grandes planes para sus pequeñas bombas. Y cuando todo se asentase, volvería a la casa a buscar el resto de sus cosas. Sus recuerdos de la vida que estaba dejando atrás. Cuando emprendiese su nueva vida, todas las fuentes de ira habrían sido eliminadas de su existencia. Por fin sería libre.